Desde antes de que el presidente Andrés Manuel López Obrador ganara las elecciones de 2006, sus adversarios orquestaron estrategias de desprestigio para tratar de descarrilar sus posibilidades de llegar al poder. Ahí surgió, por ejemplo, el mote de “es un peligro para México”. Nada de eso sirvió, así que recurrieron de forma institucionalizada al fraude electoral para que Felipe Calderón se robara la elección con la anuencia del IFE. Lo mismo ocurrió en 2012… La maquinaria para ensuciar su nombre y su proyecto nunca descansó. En 2018 lo intentaron nuevamente, pero ya no pudieron defraudar a un pueblo harto de políticas neoliberales, excesos en el gasto público, corrupción y violencia. Tampoco les resultó buscar la complicidad del entonces presidente Enrique Peña Nieto, a quien meses antes de las elecciones habían convertido en el “payaso de las cachetadas”, como él mismo se lo confesó a López Obrador.
Desde las primeras campañas de desprestigio participaron los poderes institucionales –desde la Presidencia de la República (lo hizo Vicente Fox y lo repitió Felipe Calderón) hasta el IFE, ahora INE– y los poderes fácticos –en especial los sectores económico y mediático, incluidas corporaciones trasnacionales; pero también organizaciones supuestamente de la sociedad civil, la élite de la iglesia católica, agencias extranjeras y muy especialmente los medios de comunicación acostumbrados a vivir del presupuesto público.
Tras perder PRI y PAN la Presidencia en 2018, arreciaron las campañas para apoderarse de la Cámara de Diputados en las elecciones intermedias de 2021. Como no pudieron, cambiaron las reglas del juego en torno a los legisladores plurinominales y los opositores –sobre todo los panistas– se hicieron ilegítimamente de más escaños de los que les correspondían. Es decir, están dispuestos a todo.
Ahora, de forma muy temprana ha iniciado el destape de precandidatos a la Presidencia de la República y ante la falta de una figura pública fuerte y, sobre todo, la ausencia de un proyecto de nación, están arreciando sus campañas de desprestigio disfrazadas, muchas veces, de supuesto periodismo. Así, escándalos mediáticos como los recientes de Pegasus, Guacamaya y El rey del cash se inscriben en esta lógica de tratar de ensuciar lo más posible la imagen de un gobierno progresista y legalmente constituido. Este mismo año lanzaron, por ejemplo, los fallidos textos sobre la llamada casa gris y los chocolates Rocío. Ninguno de éstos cumple con los preceptos éticos ni responden al objetivo primordial de esta profesión: buscar la verdad.
Entonces, ¿por qué cocinan esas historias? Si bien no tendrán la Presidencia de la República, por lo menos buscarán controlar el Congreso de la Unión y con ello retrogradar la mayoría de conquistas sociales, incluido los temas del perdón fiscal y la devolución de impuestos que tanto han lastimado sus intereses. Asimismo, avanzan sus planes para tratar de cooptar a los precandidatos de Movimiento Regeneración Nacional.
Esto de la guerra sucia, como podemos apreciar, no es nuevo. Tampoco es una táctica aislada: es parte esencial del llamado golpe de Estado blando o suave que se ha ensayado con relativo éxito en América Latina. El politólogo estadunidense Gene Sharp identifica cinco fases de esa estrategia:
Primera: se llevan a cabo acciones para generar y promocionar un clima de malestar, como “denuncias de corrupción” y “promoción de intrigas”.
Segunda: se procede a desarrollar intensas campañas en defensa de la libertad de prensa y de los derechos humanos acompañadas de acusaciones de totalitarismo contra el gobierno en el poder.
Tercera: esta fase se centra en la lucha activa por reivindicaciones políticas y sociales y en la promoción de manifestaciones y protestas violentas, que amenacen a las instituciones.
Cuarta: en este punto se llevan a cabo operaciones de guerra psicológica y desestabilización del gobierno, creando un clima de “ingobernabilidad”.
Quinta: la fase final tiene por objeto forzar la renuncia del presidente mediante revueltas callejeras para controlar las instituciones, mientras se mantiene la presión en las calles; paralelamente se va preparando el terreno para una intervención militar, mientras se desarrolla una guerra civil prolongada y se logra el aislamiento internacional del país.
¿Acaso estas fases no se parecen a lo que ocurre en México desde hace un tiempo? Por supuesto. Les urge que pensemos de forma mecánica que este gobierno es igual o peor que los del PRI y del PAN. Les urge endilgar el mote de dictador y la falsa idea de que el presidente desprecia al periodismo y de que no hay libertad de expresión, cuando es el primer jefe del Estado mexicano que permite hasta que lo insulten.
Aunque algunos de los hombres y mujeres del poder económico tienen a su servicio la mayoría de medios de comunicación, la mayoría de sus montajes mediáticos se han caído por falta de rigor y pruebas, que es la base del buen periodismo. Una máxima de esta profesión es no creer ni en tu propia madre, para referir la necesidad de verificar siempre la información. Y es que en la teoría del periodismo, una de las principales recomendaciones es que el reportero investigador dude de todas las fuentes de información. Esto obliga al periodista a contrastar y verificar los datos que publica. De acuerdo con el catedrático español José María Caminos Marcet, “se puede considerar que un dato está suficientemente contrastado cuando razonablemente y sin posibilidad de error existen evidencias suficientes para considerarlo cierto”. Todo eso se ha hecho a un lado en estas campañas de desprestigio que, lejos de ser periodismo son vil propaganda al servicio de aquellos que durante décadas se han sentido los dueños de México.
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