La economía es un sistema en el que participan dos clases económicas diferenciadas. De un lado se encuentran los capitalistas que toman su ingreso en forma de ganancia o, como también se le conoce, pagos a capital. Y por el otro, se encuentra la clase trabajadora, cuyo ingreso se conoce como salario. La distribución de la producción actual divide el pastel en 70 por ciento para los primeros y 30 por ciento para los segundos[1].
Generalmente, la ganancia se encuentra, además, hiperconcentrada en muy pocas manos. En México, por ejemplo, se cuenta con 14 ultrarricos (con montos mayores a 1 mil millones de dólares) que acumulan 8 pesos de cada 100 producidos por la economía (Carlos Slim solito recibe 4 pesos de cada 100). Junto con otra capa de millonarios (con fortunas mayores a 1 millón de dólares) que representan un grupo de 293 mil 980 personas, es decir, el 0.22 por ciento de la población que detenta 60 de cada 100 pesos[2].
La concentración permite que los montos de inversión sean dedicados a nuevos proyectos productivos. Sin embargo, también se destinan –y éste es el problema crónico del capitalismo– a actividades especulativas. Es decir, a la búsqueda de ganancias rápidas e inmediatas en el juego de la bolsa, que se asemeja al de un casino.
El problema de fondo es que esta concentración y redireccionamiento del valor producido por el conjunto deja de circular por el sistema económico productivo, es como si se coagulara y el oxígeno de la sangre no pudiera alcanzar a todos los órganos del cuerpo. La ganancia, desde este punto de vista, implica su concentración en detrimento del ingreso de la clase contraria.
Por el otro lado, tenemos el salario, que representa el ingreso que obtiene el trabajador por el tiempo que dedica a producir. Durante la jornada laboral, uno se ve obligado a ceder los frutos de su actividad a otros. Construimos casas que quizá nunca habitaremos, alimentos que no consumiremos, automóviles que nunca nos transportarán. El problema reside en que el ingreso salarial apenas y cubre los gastos de reproducción de la vida del trabajador, no le permite ir más allá y alcanzar, por ejemplo, la compra de bienes intermedios o maquinaria que pudiera darle la opción de independizarse con respecto al patrón. La clase capitalista cuida el límite superior de este ingreso para que éste no pueda darle la posibilidad al trabajador de negarse a recibir salarios de sobrevivencia.
La contradicción crucial es que el salario es visto por el capitalista como un costo, por lo que será de su interés limitar a toda costa su crecimiento.
Recapitulando, podemos decir que la ganancia es un ingreso para la producción, mientras que el salario es para la reproducción. Ahora bien, si en el sistema sólo existieran estas dos fuerzas, la desigualdad crecería sin control (como de hecho fue la norma durante el neoliberalismo), no hay incentivos para que los empresarios acepten voluntariamente el aumento de costos que atenten contra sus planes de negocios.
Aquí es donde se vuelve relevante la reaparición del Estado, pues representa el tercer jugador que llega para intervenir en esta pugna entre ganancia y salario. Decíamos, si el Estado es de corte neoliberal solamente asistirá al sector privado en su lucha por abaratar la fuerza de trabajo; pero si el gobierno tiene un origen democrático-social, entonces de lo que se trata es de mejorar la distribución y elevar la participación del salario, con lo que se reconoce en el trabajo una fuerza mucho más allá de su relación exclusiva con el sector privado.
Es decir, la visión de conjunto adquiere una dimensión social por encima del interés privado. El objetivo es que se visibilice que la economía nacional es resultado de la actividad común. De aquí que a su ingreso personal se le agregue un ingreso colectivo, es decir, “transferencias directas” que realiza el Estado en forma de pensiones, becas, programas de impulso productivo, etcétera, para la mejora de la calidad de vida. Pero también se logra a través de la mejora en la infraestructura que le permita al trabajador colectivo reducir los gastos de tiempo necesarios. Por ejemplo, la mejora en transporte público y una planeación de polos de trabajo no centralizada en una ciudad reducirían el tiempo de transporte. Esto permitiría el desarrollo de otras actividades sociales y familiares, distintas de las operativas en el centro laboral. Sin entrar en el detalle en esta entrega, pero con el compromiso de hacerlo en futuras ocasiones, este es el sentido de la reducción de la jornada de las 40 horas.
Por lo pronto, decíamos, mientras que para el capitalista el salario es un molesto costo, para el trabajador es el mecanismo de preservación de la sociedad. La construcción de un Estado de bienestar implica, por tanto, la adopción de un criterio nuevo en el que el trabajo tenga un ingreso personal pero también un ingreso colectivo que reconozca la naturaleza compartida de la producción.
El siguiente paso será conformar mecanismos para que el salario más el ingreso colectivo permita recombinaciones productivas alternativas. Estas no solo deben mejorar la reproducción, sino también facilitar el salto a actividades de producción. Por ejemplo, este sería el papel de las cooperativas que permiten experimentar relaciones horizontales en su forma organizativa y de amplificación del bienestar colectivo como esencia, haciendo un contraste importante con la concentración de la riqueza antes mencionada.
México, aun encontrándose en la primera fase de la recuperación cuantitativa del salario, ya mostró la virtuosidad de esta nueva visión al sacar de la pobreza a casi 10 millones de mexicanas y mexicanos durante el sexenio pasado (2018-2024).
El sector privado suele olvidar que no tiene sentido producir si no hay alguien que te compre, por lo que se debe tomar conciencia de que un salario alto tiene, incluso, beneficios para el propio sector privado. Por ello, el papel de la rectoría del Estado está en ejecutar estas políticas de redistribución que serían imposibles sin la legitimidad y empuje popular. La experiencia nos demuestra que fue el consumo del mercado interno el que rescató nuestra economía durante la pandemia. Mientras que el sector privado exigía apoyos con la promesa de que esto le llegaría a los de abajo, se demostró que el círculo virtuoso llega si se comienza desde la raíz.
Durante el neoliberalismo, los bajos salarios fueron, por virtud de su constreñimiento cuantitativo, símbolo de competitividad. Pero bajo el modelo económico de la 4T, el signo de avance es precisamente su contrario, su aumento. Esto permite, año con año, una mejora en las condiciones de vida y en la generación de alternativas productivas. La forma de medir este avance tendrá que ser alcanzar una nueva proporción en la distribución del pago de factores a capital y a trabajo, pero sobre todo que podamos experimentar la conformación de un sector social nuevo, con calidad en su consumo y con alternativas variadas para su experiencia en lo productivo. Esta es la senda que distingue el crecimiento del desarrollo, se trata no solo de una economía que se expande sino de una sociedad que pone su fuerza productiva al servicio de sí misma.
Oscar Rojas Silva*
*Economista (UdeG) con estudios de maestría y doctorado (UNAM) sobre la crítica de la economía política. Académico de la Facultad de Economía. Director del Centro de Estudios del Capitalismo Contemporáneo y comunicador especializado en pensamiento crítico en Radio del Azufre y Academia del Azufre.
[1] Con cifras del INEGI
[2] Cifras de OXFAM: “El monopolio de la desigualdad: cómo la concentración del poder corporativo lleva a un México más desigual” publicado en 2024.
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