Río De Janeiro, Brasil. “Mala suerte”, es la excusa recurrente del gobierno de extrema derecha en Brasil para evitar que adversidades económicas socaven las posibilidades de reelección del presidente Jair Bolsonaro en octubre, aunque su gestión agrave el desastre.
Una inflación acumulada 10.54 por ciento en los 12 meses concluidos en febrero, el índice de desempleo abierto de 11.1 por ciento en el último trimestre de 2021, cuando el ingreso promedio del trabajador brasileño fue 10.7 por ciento inferior al de igual período de 2020, son algunos datos del fracaso.
El producto interno bruto (PIB) en los 3 años del actual gobierno creció 1.2 por ciento en 2019, cayó 3.9 por ciento en 2020 y se recuperó en 4.6 por ciento en 2021. Para este año el mismo gobierno, siempre optimista, espera un crecimiento de 1.5 por ciento, mientras en el sector privado y el académico las previsiones se acercan a cero.
A la pandemia de Covid-19 que golpeó la economía mundial en 2020 y la sequía que redujo la cosecha de granos desde el año pasado y elevó el costo de la energía eléctrica, se suma ahora la guerra en Ucrania como un trastorno adicional en el peor momento.
El alza de los precios del petróleo desnuda la incapacidad del actual gobierno en definir alternativas que mitiguen los efectos inflacionarios y los conflictos que pueden generar los nuevos costos de los combustibles.
Divididos entre sus prometidas metas de austeridad fiscal y sus necesidades electorales, los ministerios involucrados, el presidente Bolsonaro y los jefes del Poder Legislativo amenazan adoptar medidas que no solucionan el problema y provocan otros.
Una ley aprobada por el legislativo Congreso Nacional el 10 de marzo y sancionado por el presidente el día siguiente fija una tasa única para el impuesto sobre combustibles cobrado en los 26 estados brasileños, como forma de reducir el precio final.
Es inconstitucional, reaccionaron algunos gobernadores de estado. Afecta finanzas locales y viola derechos federativos, para bajar en 60 centavos de real (12 centavos de dólar) el precio del diésel, el combustible más consumido en Brasil y usado principalmente en transporte de carga.
El gran temor de Bolsonaro es que el alza del diésel provoque una nueva huelga de camioneros, de efectos políticos y económicos que podrían ser fatales para su gobierno. En mayo de 2018 una paralización de 10 días generó el caos en el país y puso de rodillas al gobierno del entonces presidente Michel Temer.
Otras propuestas para contener el alza de los combustibles están en debate, incluyendo subsidios, fondos de estabilización y eliminación de impuestos nacionales.
Representarían gastos del gobierno central, a los que se opone el ministro de Economía, Paulo Guedes, y que pueden asustar inversionistas por violar la austeridad fiscal prometida por el gobierno y ya atropellada varias veces.
Además la guerra en Ucrania amenaza dejar sin fertilizantes la próxima siembra de los granos que encabezan las exportaciones brasileñas, como la soja, la caña de azúcar y el café. Esa carencia, si no se restablece el suministro ruso, estallará en septiembre, vísperas de las elecciones.
Brasil importa 85 por ciento de los fertilizantes que consume en sus extensos monocultivos, de que es el mayor exportador mundial.
Por varios caminos la guerra en Europa del Este agrava la inflación brasileña y obliga el Banco Central a mantener y acelerar el alza de las tasas básicas de interés, que ya alcanzaron 11.75 por ciento, el nivel más elevado del mundo en términos reales si se excluye Rusia, que vive condiciones excepcionales ante las sanciones económicas que le impuso el Occidente por invadir Ucrania y desatar una guerra en ese país.
El interés elevado traba más aún la economía, ya prácticamente estancada y desfavorable a las pretensiones electorales del presidente.
Las reacciones electoralistas de Bolsonaro ante el cuadro adverso generan un círculo vicioso. Adoptó, por ejemplo, varias medidas que amplían el consumo, al liberar fondos de los trabajadores, adelantar para los próximos meses el pago del aguinaldo a los jubilados, facilitar el crédito para pequeñas empresas y ampliar un programa de microcrédito.
Todo eso inyectará el equivalente a 33 mil millones de dólares, estiman especialistas en cuentas públicas.
Pero representará más dinero en manos de los consumidores y, por ende, más inflación, en un momento de producción aún afectada por el desconcierto en sus cadenas. Probablemente forzará el Banco Central a mayor elevación de sus tasas de interés, frenando el crecimiento económico.
Los “accidentes” en el recorrido de actual gobierno pueden servir de atenuantes en su evaluación que determinará el resultado de las elecciones presidenciales de octubre de este año.
Pero entre los electores bien informados será difícil negar que las respuestas gubernamentales de hecho agravaron los efectos negativos de la pandemia, la sequía y la guerra en Ucrania.
Brasil tuvo la peor gestión en el combate a la Covid-19, se reconoce. Bolsonaro restó gravedad a la pandemia, rechazó las medidas de prevención, como uso de mascarillas y aislamiento social. Alegó que paralizarían la economía y provocarían un desempleo más mortal que la misma enfermedad.
Además hizo, junto con buena parte de su gobierno, propaganda del uso de medicamentos ineficaces, como la cloroquina, usada en tratamiento de la malaria, y varios antiparasitarios, con harta distribución por distintos organismos estatales.
Desde el inicio de la pandemia en Brasil, en marzo de 2020, hubo cuatro ministros de Salud, por intervención directa de Bolsonaro.
El resultado es que Brasil presenta la segunda mayor cantidad de muertos por Covid-19, sólo superada por Estados Unidos. Son 657 mil 102 víctimas mortales hasta el 20 de marzo, según datos del Ministerio de Salud.
La acción del presidente y sus seguidores embarazó el control de la pandemia, facilitando su propagación y la consecuente mortandad. Hubo casos de estados en que colapsaron los servicios médicos.
La economía sufrió los efectos de ese agravamiento innecesario de la pandemia y le costó a Bolsonaro una pérdida de popularidad y credibilidad difícil de mensurar.
La sequía de 2020 y 2021 en el centro-sur de Brasil, que prosigue este año en el Sur, golpea la población de forma más inmediata en el costo de la electricidad. En los 12 meses terminados en octubre de 2021 el aumento fue de 30.3 por ciento como promedio. Para 2022 se espera un alza de más de 20 por ciento.
La inflación, impulsada principalmente por alimentos y energía, afecta más a la población pobre, es decir la gran mayoría de los electores. Por eso debilita las pretensiones de reelección del actual gobernante.
En un intento por neutralizar esos daños, Bolsonaro optó por acciones netamente populistas, como el programa del Auxilio Brasil, que sustituyó la Bolsa Familia creada en 2003 por su principal adversario, el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, con un pago mensual que es el doble del anterior, el equivalente a 80 dólares.
El problema es que la inflación corroe el poder adquisitivo de esa suma, que es 33 por ciento inferior a la ayuda de emergencia durante los primeros meses de la pandemia en 2020. Además esa ayuda benefició a 64 millones de pobres y el Auxilio actual sólo a 17 millones, en un país con 214 millones de habitantes.
Mario Osava*/Inter Press Service (IPS)
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