⇒ Parte XI: Jacobo Silva Nogales: los días en el purgatorio
Su ingreso al penal de máxima seguridad le pareció un alivio. No sabía que el “aniquilamiento de la persona” ahora era distinto, pero no había terminado. Compartió crujía con Miguel Ángel Félix Gallardo, Caro Quintero, Francisco Arellano Félix, Chávez Araujo, Pardo Cardona y Tinoco Gancedo. Más tarde, con Ignacio del Valle, líder de San Salvador Atenco, con quien trabó una profunda amistad. Jacobo Silva Nogales, se repuso del más crudo enclaustramiento que se ejerce en México y recuperó a su familia, se convirtió en pintor y se hizo cargo de su propia defensa legal y de la de su esposa. Obtuvo la libertad al ganar el juicio al Estado mexicano en 2009
Parte XI
Jacobo Silva Nogales de nueva cuenta fue trasladado. Jaloneos, gritos; ladridos y jadeos de perros frente a su rostro le cortaban el aliento. Pero notó que no estaba recibiendo golpes. “¿Sabes en dónde estás?”. Esperaba que le dijeran de nuevo: “en el infierno”. Le preguntaron con más fuerza, a lo que respondió con un lacónico: “no”. Entonces escuchó: “Estás en un centro federal de readaptación social”.
“Lejos de aterrorizarme, me dio mucho gusto –dice Jacobo–. Pensé: ‘si así va a ser de aquí en adelante, puedo aguantar toda la vida. Es preferible, y por mucho, 1 año en Almoloya que 1 hora en la tortura.”
Fue presentado a los medios de comunicación junto con su esposa, Gloria Arenas, el 25 de octubre de 1999, a fines del sexenio de Ernesto Zedillo. Diez años fueron los que purgó Jacobo Silva Nogales en prisiones federales de máxima seguridad: 9 años con 7 meses en el Centro Federal de Readaptación Social (Cefereso) 1 en Almoloya (luego llamado La Palma y actualmente El Altiplano), ubicado en el Estado de México; y 5 meses en el Cefereso 4 Noroeste, ubicado en El Rincón, Tepic, Nayarit. Ambos son considerados de máxima seguridad, pero el de mayor rigor carcelario de toda la República es el asignado con el número 1.
El drama continuó; pero para Jacobo también fue “buena época”: conoció a Ignacio del Valle, líder del Frente de Pueblos en de Defensa de la Tierra, de San Salvador Atenco, con quien trabó una profunda amistad; recuperó a su familia Silva Nogales, y descubrió que podía pintar. Con Ignacio del Valle convivió cuando éste cayó preso luego de la represión, en mayo de 2006, que sufrió el movimiento de los “macheteros”.
“La mejor experiencia es haber convivido con Ignacio del Valle, lástima que hubiera sido en esas condiciones… O tal vez por haber sido en esas condiciones es más bonita; fue una experiencia inolvidable: es una persona honesta, valiente, tan apegada a su pueblo… Es admirable. También fue para mí muy importante saber que podía pintar y decidí convertirme en pintor; la pintura me dio horas y días completos de placer. Y el otro aspecto trascendente fue el contacto con la familia.”
—¿Esperabas el reencuentro con tu familia?
—No. Llegué a pensar que me iba a quedar ahí solo, sin que a nadie le interesara visitarme. Creí que iba a estar solo en ese trecho. Me dio mucho gusto cuando vi a mi hermana Elizabeth y, un poquito antes, a mi hermano Abel. Él había sido soldado. Y cuando sabía que de estudiante andaba yo en manifestaciones, me decía que ni me metiera en problemas; y bueno, ahí estaba conmigo, apoyándome. Y pese al riesgo, porque fue amenazado de muerte varias veces… Claro que fue un momento muy intenso haberme reencontrado con mi familia.
—Qué te dijo tu hermano.
—No me reconocía, por lo que lo primero que me dijo fue: “¿Tú eres Jacobo?”. Y yo: “¿Tú eres Abel?”. Habían pasado más de 14 años desde la última vez que lo había visto. Y estaba muy avejentado, porque estaba muy enfermo. No parecía que hubieran pasado 14 años, sino 25 o 30. Con todo y su enfermedad, me fue a dar su apoyo… Era reanudar los lazos familiares que yo había roto por seguridad; y ahora, por iniciativa de ellos, se reanudaban, aunque les implicara riesgos.
—¿Te pidió explicaciones?
—Ningún reproche; en absoluto. Él y mi hermana Elizabeth iban preocupados. Me preguntaban qué tenían que hacer para sacarme de ahí. No tenían dinero. Les dije que buscaran abogados de las ONG [organizaciones no gubernamentales], las que defienden presos políticos. Consiguieron el abogado. Y algo muy importante: me informaron cómo estaba mi mamá, mis otros hermanos… Y también me preguntaron por mis hijos.
—¿Sabían que eras padre?
—No. Habían escuchado en las noticias que había cinco niños en [las oficinas de] el DIF [Desarrollo Integral de la Familia] de Chilpancingo, y que no se sabía de quiénes eran. Me preguntaban si eran mis niños para ir por ellos y llevarlos a la casa. “No, tengo una hija”, les dije. También, por las noticias, sabían que mi esposa era una de las detenidas. Les dije que mi hija tenía 18 años de edad y que ahora se tenía que cuidar solita –explica Jacobo, mientras vuelve la mirada a Leonor Silva Arenas, quien presencia la entrevista; intercambian sonrisas–. Y yo les pregunté si no se decía nada de ella en los periódicos. Como me dijeron que no, les di la dirección para que fueran a verla. Ya no la encontraron, pero sacaron las cosas, los libros, de ese domicilio. Y ya me informaron que de mi hija no se sabía nada.
—Esos fueron los buenos momentos durante tu estancia en la cárcel; cuáles fueron los malos.
—El constante y diario trato inhumano que se les da a los presos –contesta de inmediato–. También, el abuso que se comete contra todos; la tortura sicológica constante: una zozobra permanente. Me tocó ver a muchas personas golpeadas por los oficiales de custodia; ver a personas que se ponían muy graves en la entrada; pude escuchar bastante cerca a alguien que se estaba muriendo. Y también la obstaculización del contacto familiar, aunque la ley diga que se debe favorecer ese contacto. Y también me preocupé mucho por mi hija. Fue más de 1 año y medio que no supe nada de ella. Cuando me enteré de que estaba en Canadá me dio mucho gusto. Aunque estuviera lejos, estaba bien.
—La prisión a la que llegaste es famosa por las denuncias de violación a los derechos humanos y por los internos: integrantes de movimientos armados y luchadores sociales, pero también narcotraficantes y secuestradores. Después estuviste en otros penales. ¿Fue muy diferente?
—El Altiplano es la peor cárcel del país. Todo mundo quiere salir de ahí. No hay alguien que diga: prefiero estar en esta cárcel que en otras. Una vez llegó una persona que decía que de qué nos quejábamos; que no había casi golpes; que no había conflictos con otros presos, que no había quién te quitara la comida o la ropa. Pero se suicidó a los 3 meses de haber llegado. Es que la presión es otra. Pero muy intensa.
—¿Son comunes los suicidios en El Altiplano?
—Conocí a dos personas que se suicidaron. Y a otras que intentaron suicidarse pero no lo lograron. Es que es todo un sistema que te induce al suicidio.
—Cómo funciona ese sistema.
—Por el maltrato. Cuando la gente necesita algo de qué asirse, se le impide. Mucha gente que entra a La Palma sabe que va a tener condenas tan grandes que ya no va a salir viva de la cárcel. Lo que los mantiene vivos, y más o menos cuerdos, es la relación familiar. Y están conscientes de eso. Mientras mantengan la relación familiar, estarán bien. Si no, en algún momento se van a desquiciar. La relación familiar es el contacto con el mundo, con el mundo de cada quien. Y el mismo sistema obstaculiza el contacto familiar. A los del centro del país los mandan a Matamoros o a Puente Grande. Y a los de Monterrey, por ejemplo, los traen al centro. Por eso hay presos en abandono familiar. Es claro que el objetivo es aniquilar a la persona. En una cárcel como esa, una persona debería de estar, cuando mucho, 5 años; y luego ser trasladado. Eso si no se quiere que el interno sufra daño mental.
—En la mayoría de las cárceles, los días de visita se pueden ver niños y hay áreas verdes. ¿Lo mismo ocurre en La Palma?
—No. En absoluto. El aislamiento es muy severo. Siempre predomina el color gris. Y el ángulo de visión desde la ventana de la celda es de 12 centímetros: un cachito.
Nueve años y 7 meses permaneció Jacobo Silva en el penal de máxima seguridad de Almoloya, Estado de México; luego, 4 meses en el Cefereso 4, también de máxima seguridad, de Tepic, Nayarit.
—Quiénes fueron tus compañeros de crujía en El Altiplano.
—Durante 5 años fuimos siete en el mismo lugar: además de mí, [estaban Miguel Ángel] Félix Gallardo Martínez, [Rafael] Caro Quintero, Francisco [Rafael] Arellano Félix, [Oliverio] Chávez Araujo, [Javier] Pardo Cardona y [Marcos Maceratt] Tinoco Gancedo. Ya después se amplió y éramos 12. Después se fue Caro Quintero; luego el grupo se amplió a 20. Al final, en el grupo éramos cerca de 25 personas.
Félix Gallardo, Caro Quintero y Arellano Félix son considerados los fundadores –junto con otros personajes como Ernesto Fonseca– de los modernos cárteles mexicanos de la droga. Los tres excompañeros de sección de Jacobo Silva en el penal El Altiplano pertenecían a la misma organización, que luego se fragmentaría y daría origen a la mayoría de los cárteles vigentes en México. Chávez Araujo y Pardo Cardona también purgaban condenas por narcotráfico, mientras que Tinoco Gancedo, por secuestro.
—¿Cómo fue tu relación con ellos?
—Nunca tuve problemas con alguno de ellos. Hubo respeto hacia mí desde el primer momento. Nadie me quiso involucrar en problema alguno. No sé si me gané ese respeto o ellos de por sí eran así. Lo que es verdad es que me veían como bicho raro. Tal vez, entre ellos, me veían como el tontito del grupo. Ellos disponían, afuera, de muchísimo dinero. Tenían abogados. Y me decían: “Pues lo que hicimos valió la pena; nuestra familia está bien”. Y me preguntaban si yo tenía carros, casas. Les decía que no, que yo andaba de insurgente. Y me decían: “pero qué caso tiene si no te quedaste con algo; de seguro has de tener por ahí algún rancho, algún guardadito… Si te ves listo”. Ya cuando veían las dificultades que pasaba para recibir visitas; que no tenía para contratar un abogado, y que me defendían abogados que no me cobraban, han de haber dicho: “éste sí es tontito de veras” –dice entre risas–. La verdad es que eso hizo ganarme el respeto. Una vez en una clase, la maestra dijo algo de la pobreza. Y uno de los presos, que llegó a ser superpoderoso, pero venía de origen humilde, dijo: “Aquí los únicos que conocemos de pobreza somos Jacobo y yo”. Incluso una vez pidió mi opinión con respecto a una situación jurídica. No hubo, claro, ningún intento siquiera de proponerme negocios. Porque era posible que lo hicieran, que buscaran que yo los contactara con alguien. Pero eso nunca. Desde un principio marqué algo: nosotros somos una guerrilla, y la guerrilla no anda buscando dinero ni le interesa; es más: somos enemigos de esos ricachones.
—¿Conviviste con los hermanos Cerezo Contreras?
—Muy poco. Estábamos en secciones diferentes. A veces, cuando yo estaba en el comedor, ellos estaban en el patio, y los veía pasar enfrente, al baño, o por la reja del comedor. En esas oportunidades se podía ver o encontrarse con personas de otras secciones y saludarse o platicar un poquito.
—¿Platicaste alguna vez con ellos?
—Muy poquito, unos minutos nada más.
—Tú mismo desarrollaste una estrategia jurídica que te llevó finalmente a alcanzar tu libertad y la de tu esposa, Gloria Arenas Agís. ¿Conocías el derecho antes de ser aprehendido?
—No. Y esa fue otra de las experiencias importantes: aprender a defenderme. Al principio no me interesaba el derecho ni defenderme, porque suponía que mi salida sería sólo por presión política. Pero vi que mi defensa estaba en mis propias manos. Vi que podía alcanzar mi liberación y la de mi esposa con un poco de esfuerzo y de tiempo. Tal vez era una exageración, motivada por mi aislamiento y porque no veía todo el esfuerzo que afuera se hacía. Pero me dio muchos ánimos.
En imágenes del Cefereso 1 –recuperadas por el documental Segunda patria, de producciones Klandestino, realizado para promover la liberación de los presos políticos– se puede observar a Jacobo Silva Nogales y a otros presos, custodiados por decenas de policías federales con casco y pasamontañas. Luego de enunciar su nombre completo, Jacobo, con fuerza y claridad, agrega: “rebelión”. Levanta la frente y arruga el entrecejo. Denota orgullo al pronunciar su “delito”.
En 2006, Jacobo Silva asumió la estrategia que finalmente lo pondría en libertad el 29 de octubre de 2009. En términos generales, consistió en reafirmarse culpable del delito de rebelión, uno de los que le fincaron, y demostrar jurídicamente que los otros (homicidio calificado, tentativa de homicidio y daño en propiedad ajena) no eran imputables a los rebeldes si habían sido cometidos en actos de combate. Así, la pena acumulada de delitos tuvo que ser conmutada por la pena del único delito de rebelión.
Con ello, la pena de 46 años y 3 meses de prisión se redujo a 5 años y 3 meses. El Estado respondió aumentando la condena a 14 años y 2 meses. Jacobo promovió un nuevo amparo en el que argumentaba que era “ilegal la modificación de las penas” por delitos ya juzgados. La impecable defensa legal y el acompañamiento de organizaciones no gubernamentales de defensa de los derechos humanos, nacionales e internacionales, finalmente consiguieron que tanto Jacobo como Gloria fueran puestos en libertad.
⇒ Parte XI: Jacobo Silva Nogales: los días en el purgatorio
Fuente: Contralínea 333 / mayo 2013