Puri, India. El sol está alto en el cielo del mediodía y la humedad es implacable –de 95 por ciento– en este pueblo costero de India. El monzón ha sido deficitario. Los arrozales se están volviendo amarillentos en los bordes debido a las olas saladas que los bañan. Las olas rompen apenas a 200 metros de las granjas y las casas.
Bengalata Rout –de 60 años– se dirige hacia el “muro forestal” de Casuarina frente a la costa. Son árboles que las mujeres de la aldea de 108 hogares de Tandahara plantaron. Esto después de que la tormenta súper ciclónica de 1999 diezmara sus cabañas con paredes de adobe y techo de paja. Dejó sus fértiles granjas envenenadas con sal.
Hace 33 años, plantaron los árboles en el límite del pueblo, a buena distancia de la costa. Hoy, en una noche de tormenta, el mar choca contra los troncos de los árboles. Amenaza con entrar en sus casas.
Situada en la bahía de Bengala, Tandahara es una de las últimas aldeas en el estado de Odisha, en el este de India. Se encuentra a unos 20 kilómetros del Templo del Sol de Konark, declarado patrimonio de la humanidad por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco por sus siglas en inglés). A su vez, muestra los impactos del cierre de los mares.
“Cuando el gran ciclón nos azotó, el cinturón de protección de Casuarina que estaba en pie antes, plantado por el gobierno, estaba destrozado”, dijo Rout a IPS, mientras caminábamos hacia el bosque de Casuarina. “Inmediatamente nos dimos cuenta de que si no hubiera estado allí entre el mar y nuestro pueblo, habríamos sido aniquilados”. Fue un descubrimiento que cambió la vida de estas mujeres rurales.
La tormenta de categoría 5 –con vientos de 160 millas por hora– tocó tierra en Odisha, en octubre de 1999. Mató a más de 10 mil personas, debido a marejadas ciclónicas de 20 pies de altura que llevaron el agua entre 16 y 20 millas tierra adentro.
Sin embargo, Tandahara no había perdido ni una sola vida. Sin desperdiciar tiempo, las mujeres se ofrecieron como voluntarias, incluso los niños que clamaban por colaborar. Se dividieron en diez grupos de diez miembros con una mezcla de jóvenes y mayores.
Se solicitaron árboles jóvenes al gobierno y a organizaciones sin fines de lucro que vinieron a ayudar. Se hizo la siembra. Los hombres echaron una mano, pero las mujeres se encargaron de asegurarse de que los árboles sobrevivieran.
“Fue un desafío. El suelo se había salado y las plantas jóvenes luchaban por sobrevivir”, dijo Kanaka Behera –de 32 años– una de las mujeres más jóvenes. “Y el agua que recibimos en nuestra aldea también se había vuelto un poco salina”.
“Pensamos que, para cocinar y beber, buscábamos agua subterránea de un pozo excavado poco profundo. ¿Por qué no conseguir también agua dulce para las plantas? Pero eso fue un kilómetro tierra adentro desde nuestro pueblo, más distancia de la plantación en la dirección opuesta. Lo haremos, decidimos finalmente, y cavamos un hoyo más ancho para obtener más agua”, añadió Behera.
“Durante meses, hasta que las plantas sobrevivieran, nos levantábamos antes del sol, alineando nuestros cubos alrededor del pozo de agua donde esta se repone naturalmente durante la noche. Entonces comenzó el trabajo realmente arduo”, dijo Bena Mallika, de mediana edad, vestida con un sari verde brillante.
Unas 10 mujeres llenaban los cubos. Se los entregaban a otras 10 personas que se los pasaban a más mujeres que esperaban hasta que los árboles jóvenes –a un kilómetro y medio de distancia– estaban chapoteados y relucientes.
Sólo al mediodía terminaron, exhaustos, pero triunfantes, después de haber llevado 1 mil cubos a las plantas. Hicieron esto día tras día. Meticulosamente, alrededor de cada árbol bebé cavaron un canal circular de seis pulgadas de ancho con sus propias manos para retener el agua dulce por más tiempo y crear un oasis de nutrición.
Sin embargo, cultivar escudos de árboles es un ejercicio desalentador contra un océano herido y embravecido de forma intermitente. Se trata de un puñado de mujeres decididas que se enfrentan a que los fenómenos climáticos se vuelvan más frecuentes e intensos debido a un mar que se calienta rápidamente.
Odisha se ha topado con 10 ciclones en un lapso de 22 años –entre 1999 y 2021–. La frecuencia ha aumentado con respecto a décadas anteriores, según datos de la Autoridad de Gestión de Desastres del Estado de Odisha (Osdma), la cual trabaja para reducir el riesgo de catástrofes.
En términos más generales, el subcontinente indio ha sido testigo de más de 478 fenómenos extremos desde 1970, cuya frecuencia se aceleró a partir de 2005, informó con anterioridad IPS. Sin embargo, otro fenómeno –más devastador– se está apoderando de Tandahara.
Sentados en una plataforma de cemento bajo la sombra de un viejo baniano, hay varios ancianos que comparten cómo el mar se ha acercado. Recordando hace más de cinco décadas, Tahali Kalia Gopal Behera –de 70 años– narró: “Cuando yo tenía 18 años, los jóvenes íbamos al mar a pescar cangrejos rojos. Llevamos nuestro almuerzo y salimos de casa por la mañana, regresando recién por la noche. En aquella época el mar estaba a más de 3 kilómetros de distancia”.
“El mar se ha comido 20 hectáreas de tierra de nuestra aldea”, dijo Bidyadhar Bhuyan, otro anciano. De los 480 kilómetros de costa del estado de Odisha, 79 por ciento experimentó modificaciones drásticas.
La tendencia de cambio de la costa del estado muestra que 21 por ciento ha estado sujeto a erosión y 51 por ciento se ve afectado por la acumulación. Basado en 26 años de imágenes de satélite, el estudio de 2018 del Centro Nacional de Investigación Costera del Ministerio de Ciencias de la Tierra sigue siendo el último que utiliza datos tan exhaustivos.
La provincia Puri de Odisha –donde los pueblos costeros como Tandahara son los más afectados– experimentó la mayor acumulación en 110 kilómetros de su longitud total de costa de 140 kilómetros, según este estudio.
La acreción costera es el aumento o adquisición gradual de tierras por parte del mar. Ocurre a través del lavado de arena, tierra o limo. La erosión es el lavado gradual de la tierra a lo largo de la costa.
Si bien los fenómenos de erosión y acumulación son naturales, los desastres climáticos y los persistentes eventos de baja presión –que causan mares turbulentos– están aumentando el desequilibrio ecológico, según un experto de Osdma.
“Cuando me casé y llegué al pueblo, había dunas de arena que se extendían por todo el camino”, recordó Mallika –de 46 años–. “Ahora ya casi no queda playa donde se puedan levantar dunas; sólo las arenas de la costa están subiendo más”.
El mar está tan cerca que este 2023 –incluso sin ningún suceso importante de baja presión– la entrada de agua de mar ha abierto un canal de 100 metros hacia los pastizales en las afueras de la aldea, añadió Bhuyan.
Una investigación de la Universidad de Oxford –realizada en 52 sitios en el mundo sobre “soluciones basadas en la naturaleza”– indicó que las paredes de los bosques costeros, los manglares y los arrecifes de coral hacen que las olas rompan antes de tocar la costa o ingresen a las poblaciones humanas. Ello reduce tanto la fuerza como la altura del oleaje y, en el proceso, disminuye la probabilidad de que el mar penetre en la tierra de las personas.
El estudio halló que los hábitats naturales eran entre dos y cinco veces más rentables que las estructuras de ingeniería, como el tubo geotextil instalado en otro distrito afectado en Odisha, el cual quedó hecho pedazos en 10 años.
Estos –como el biomuro de Tandahara– pueden ayudar a proteger contra los impactos del cambio climático. Al mismo tiempo, frenan un mayor calentamiento –mediante el secuestro de carbono–; apoyan la biodiversidad, y aseguran los servicios ecosistémicos, según creen los investigadores.
A medida que la bahía de Bengala se convirtió en un punto crítico para las tormentas tropicales, las olas se acercaban cada vez más a Tandahara. Día y noche, cubrían con una niebla salada sus cultivos básicos de arroz. Comenzaron a fallar y los hombres empleables emigraron.
Dejadas atrás, con niños y padres ancianos para llegar a fin de mes, quedaron las mujeres. Comenzaron a criar cabras. En la actualidad, las 108 familias tienen nada menos que 500 cabras.
Una cabra adulta que pese 15 kilogramos (kg) puede alcanzar hasta 8 mil rupias indias (96.3 dólares), más durante las temporadas festivas. Hermosa ganancia, sí, pero también la mayor amenaza diaria para los muros de Casuarina.
“Hasta que los árboles jóvenes midan al menos cinco pies de altura y estén fuera del alcance de las siempre hambrientas cabras, debemos protegerlos. Patrullamos en grupos de tres, por la mañana y por la tarde”, dijo la anciana Harkamani Swain.
Rout camina con determinación. Es difícil seguirle el ritmo. Atraviesa arrozales abandonados e irregulares. Ella va a comprobar si alguna cabra o el toro del pueblo han entrado a mordisquear los nuevos árboles jóvenes plantados bajo el plan forestal del gobierno a principios de agosto de este año, cuando llegaron las lluvias. Si ve al toro entre las plantas, gritará y las mujeres se apresurarán para ayudar a ahuyentarlo.
“Si el ganado destruye las plantas, sus propietarios tienen que pagar una multa de 100 rupias (1.2 dólares)”, explica Rout. Entonces, suspira aliviada al no ver ningún intruso. “Para sacar un toro hambriento de la plantación se necesita más de una mujer. Si se pide ayuda, pero el miembro del grupo, cuya casa está más cercana, no responde también se le cobran 100 rupias”, explica cómo las estrictas reglas comunitarias les han ayudado a hacer crecer el muro de árboles.
Al ver su afán, en el 2000 los funcionarios forestales las asesoraron para formar un Comité de Protección Forestal en la aldea. Se les proporcionó –por única vez y sin costo alguno– varias vasijas de hierro del tamaño de un grupo, por un valor de 60 mil rupias (722.8 dólares), con el objetivo de alquilarlas a eventos en la aldea y mantener los fondos bancarios.
“Si este grupo activo no hubiera estado cuidando el bosque costero, incluso cuando el gobierno los planta y a veces también los riega, no permanecerían con vida más allá de un mes. Se les inculca un fuerte sentido de propiedad. Con ellas tenemos una verdadera alianza”, dijo un funcionario forestal del gobierno local a IPS. Pidió no ser identificado porque no se le permitía hablar con los medios.
Cuando los funcionarios forestales trajeron árboles jóvenes, la playa cercana estaba llena de troncos muertos de Casuarina y ramas de una tormenta anterior. Además, proliferaban enredaderas. El grupo de mujeres se ofreció a despejar los pedazos grandes. A cambio, podían llevarse a casa la madera muerta.
“Con las ramas más delgadas pudimos reparar las cercas costeras”, dijo Kanaka Behera a IPS. De lo contrario, el funcionario habría empleado hombres de los contratistas a cambio de un salario. “Nos apropiamos de los muros de tormenta. Patrullaremos hasta que los árboles jóvenes crezcan”.
Los árboles muertos se utilizan para las vigas de los tejados de los cobertizos de ganado con techo de paja y para leña. De esta manera, se satisficieron las necesidades de los hogares rurales. El gobierno de Odisha –desde la tormenta Phailin de 2013– ha proporcionado casas con techos de hormigón y paredes de ladrillo resistentes a los desastres en un radio de cinco kilómetros desde la marea alta.
Bajo el espeso dosel de Casuarinas, en un rincón yace un montón de heno podrido. Las mujeres pueden realizar dos cultivos de hongos desde principios de julio hasta fines de agosto. La densa maleza impide la lluvia dañina caer sobre los delicados hongos. La alta humedad es ideal para cosechas abundantes, cuyos ingresos van a la cuenta bancaria del grupo. La misma se utiliza cuando los miembros necesitan fondos con urgencia.
La ruta apunta más lejos, en más de 25 enramadas de betel cubiertas con telas de red verde, justo detrás del matorral de Casuarina.
Los cenadores cuadrados de bambú de ocho pies de alto –llamados localmente “bareja”– son estructuras de sombra que crean un ambiente de invernadero para hojas de betel de mejor calidad. Puede generar buenos ingresos, pero es un cultivo frágil. “Esas ‘barejas’ se mantienen firmes porque esta gruesa línea de Casuarinas resiste fuertes vientos que fácilmente pueden derribar las estructuras y privar a una cuarta parte de los hogares de nuestra aldea de su sustento”.
La mayoría de las tardes –una vez terminadas las tareas domésticas y las comidas–, las mujeres abandonan el pueblo para sentarse en silencio bajo los árboles. A veces, ríen juntas, cantan, aunque sea desafinadamente, mientras los pájaros gritan desde las ramas, acostumbrados a su presencia.
“Estos árboles son hoy como nuestros hijos mayores; aquí se mantienen firmes, dispuestos a protegernos, dándonos confianza y momentos de satisfacción”, afirma la anciana Bengalata Rout, mientras se aferra a un tronco de árbol ranurado. Su único hijo, Ritu –de 40 años– trabaja como informático a miles de kilómetros de distancia, en Surat, en el oeste de India. Viuda, vive con su nuera y dos nietos pequeños.
El agua de los pozos de Tandahara se volvió tan salada que los niños –por muy sedientos que estuvieran– a menudo se negaban a beber. El agua transportada desde el pequeño pozo subterráneo nunca fue suficiente. Obligados a beber agua cada vez más salada, los malestares estomacales, las náuseas y la irritación de la piel se han vuelto crónicos.
Con los años, unirse para crear la barrera de los árboles ha dado a las mujeres un sentido de unidad y empoderamiento. También están cambiando la mentalidad tradicional colectiva de la aldea.
Después de la pandemia, tomando en sus propias manos el problema del agua potable, las mujeres marcharon hacia el funcionario del gobierno local con botellas de agua salada que obtuvieron de bombas manuales y le pidieron que la bebiera. El oficial se sorprendió por la confrontación, pero admitió que no era potable y ordenó que camiones cisterna la llevaran a la aldea.
Sin embargo, sólo se suministra en abril y mayo –los meses pico del verano–, cuando se vuelve más salada. Una vez más, se limita a sólo dos cubos diarios por hogar, incluso para familias numerosas.
En repetidas visitas de las mujeres, los altos mandos de la administración visitaron la aldea hace cinco meses, prometieron agua corriente, pero el trabajo aún no ha comenzado, dijo Gouri Padhi –de 29 años– que ha estado en la escuela hasta el décimo grado y recibió más educación que los demás.
“Las comunidades ya tienen la agencia para adaptarse y tomar decisiones frente al cambio”, dice el Informe de la Asociación Global de Resiliencia 2023, sin embargo, a menudo necesitan apoyo en forma de datos, conocimientos, información y recursos apropiados para fortalecer aún más las acciones de adaptación y resiliencia.
“A medida que el clima y otros shocks se vuelven más frecuentes y severos, es urgente ser más inteligentes y más rápidos a la hora de desarrollar resiliencia”, dijo Dina Esposito –asistente del administrador de la Oficina para la Resiliencia y la Seguridad Alimentaria– a IPS por correo electrónico.
“En la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, la Usaid, estamos brindando soluciones innovadoras, como sistemas de monitoreo de respuesta a crisis, para generar resiliencia y medir el impacto para que podamos aprender y adaptarnos sobre la marcha”.
Para las mujeres de Tandahara, la resiliencia se encuentra en sus esfuerzos colectivos para salvar su aldea. Mientras tanto, entre los ancianos se hacen más fuertes los murmullos que piden alejarse del avance del mar y reubicar sus hogares a una distancia segura. Dos pueblos vecinos ya se han ido. Ocuparon ilegalmente tierras forestales, señalan.
“Es cierto que cada vez que gimen los vientos, mi corazón palpita de miedo; creo que hoy todo terminará. Cuando suena el móvil del gobierno, huimos con nuestro ganado al refugio contra tormentas de dos pisos. Pero no abandonaremos nuestra aldea ancestral”, afirma Rout con firmeza.
“Haremos lo que sea necesario para que sea más seguro, pero no nos iremos”, añade, al hacerse eco de la postura de su grupo sobre esta cuestión crucial. Muchos de los jóvenes que escuchan asienten con la cabeza.
Manipadma Jena/Inter Press Service(IPS)*
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