Sin lugar a duda, hablar del tema de seguridad pública en el gobierno de Andrés Manuel López Obrador (2018-2024) es entrar a un terreno bastante complejo y escabroso. En primer lugar, porque si hay una temática en la que la crítica y propaganda opositora ha sido mezquina, sesgada y definitivamente indolente es ésta, con la mira puesta en demeritar todo logro de la actual administración y restarle legitimidad al ejercicio de su gobierno.
Por supuesto que hay elementos que nos dejan insatisfechos, máxime si se miran los números absolutos, brutos, sin ningún tipo de contexto, sin ninguna comparación y sin ningún reconocimiento de los procesos que están detrás del conjunto de situaciones que en el día a día se expresan en múltiples delitos, fenómenos de violencia y faltas a la ley. Sin embargo, aun en consideración a las cifras frías, en la mayor parte de los rubros claves sobre la seguridad pública, no hay coincidencias con las aseveraciones de que vivimos en el país más inseguro y violento del mundo.
Hasta hace un par de semanas, meses previos al 2 de junio de 2024, todo indicaba que se buscaba generar un ambiente de miedo que en el contexto electoral se tradujera en votos a favor de la oposición. Aunque la inferencia es válida, no agota otras recriminaciones que desde hace años se hacen al gobierno de López Obrador, y que al parecer serán más intensas antes de que concluya su mandato (e incluso después), en cuanto a una supuesta decisión de compartir el monopolio de la violencia física con distintos grupos delincuenciales.
Si uno parte de un marco analítico base para evaluar cualquier política o acción pública, se debe reconocer que el diseño de ésta siempre se estructura en torno a un referente conceptual discursivo, una narrativa donde se expone el problema, sus causas y efectos, base para orientar el trabajo de gobierno, esperar un comportamiento específico de los distintos actores concurrentes en la problemática y, puntualmente, trazar una estrategia de la que se desprendan acciones que en conjunto deberían solventar la problemática correspondiente.
La seguridad pública en el actual gobierno rompe con una lectura donde la inseguridad y la violencia son producto de malhechores a los que exclusivamente se les debe enfrentar con policías, vehículos y armas sofisticadas. La dimensión discursiva de la política de seguridad del gobierno de la 4T se enmarca en una postura humanista, centrada en las personas y el respeto a los derechos humanos, lo que se descubre en frases del tipo “abrazos, no balazos”.
Aunque pueda parecer un absurdo, en esta expresión se encierra una perspectiva diferente que entiende el combate a la delincuencia, el crimen y el conjunto de delitos que aquejan a la sociedad mexicana más allá de una lógica armamentista, con más policías y más equipo de seguridad. El indicador clave que muestra la forma como esto cristaliza es el índice de letalidad [1], que en los últimos años se ha reducido significativamente, como se aprecia en la siguiente gráfica.
La perspectiva desde la cual se problematiza el tema también descansa en el supuesto de que las personas no son malas por naturaleza, sino que, por el contrario, hay contextos específicos que animan las conductas antisociales. Desde esta lectura se desprende la exigencia de que el Estado garantice los derechos sociales y se priorice el acceso a la educación, la salud, la alimentación y la vivienda, entendidas como condiciones físico-sociales que inhiben los factores de producción de la delincuencia y la violencia que le acompaña.
No son individuos aislados que, aunque tuvieran todas las posibilidades para tener una trayectoria de vida diferente, decidieron tomar el camino de las conductas antisociales; por el contrario, el contexto socio económico, la pobreza y la falta de oportunidades habrían condicionado significativamente su forma de vida y antecedido a sus delitos. Esto nos permite interpretar la expresión “la paz es fruto de la igualdad y la justicia”, y las acciones en las que se traduce, pensadas para impactar en las causas. Así, mediante una cantidad significativa de recursos para jóvenes, se busca que esta población amplíe sus opciones para mantenerse estudiando o para integrarse al campo laboral y evitar que en la búsqueda de ingreso realicen acciones fuera de la ley o sean atraídos por los empleos que ofrecen grupos delincuenciales.
Finalmente, en cuanto a esta dimensión discursiva, cuyo elemento más visible es la Estrategia Nacional para la Prevención de Adicciones, se hace énfasis no sólo en los aspectos dañinos del consumo de sustancias psicoactivas, sino en la falsedad y decadencia que se promueve en la cultura del narco (riqueza, diversión, placer); se le antepone, por una parte, la comprensión y atención de los factores del entorno, condicionantes en el riesgo de consumo de sustancias, y un trato a la población afectada como una población digna de derechos, evitando criminalizar, estigmatizar y marginarlas; por otra parte, el reconocimiento y la promoción de distintas expresiones culturales con mayor interés por las familias, las personas, con un sentido orientado por la primicia de lo colectivo y lo comunitario que cuestiona un sentido de vida encauzado al consumo de bienes, el lujo barato y el dinero fácil de la narco cultura.
La política pública en la materia también viene acompañada de cambios en el marco jurídico correspondiente, el propósito ha sido que el conjunto de las Fuerzas Armadas cuenten con la normatividad necesaria para actuar en tareas interiores de seguridad pública y que su actuación no se encuentre al margen de la ley, como en su momento sucedió en los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. En este sexenio, en los primeros meses de 2019 se promovió una reforma constitucional que encaminó la creación de la Guardia Nacional, misma que se completó con la aprobación de la Ley de la Guardia Nacional, en mayo del mismo año, y permitió la extinción de la anterior institución responsable, la Policía Federal.
En el mismo sexenio también se intentó transferir el control operativo y administrativo de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional, lo que invalidó la Suprema Corte de Justicia de la Nación en abril de 2023; aunque, gracias al artículo cuarto transitorio, el personal militar adscrito a la Guardia Nacional pudo continuar con sus labores dentro de ésta.
La institucionalidad de la nueva fuerza de seguridad también se manifiesta en la profesionalización de sus integrantes y su formación bajo la responsabilidad de la Secretaría de la Defensa Nacional que, a diferencia de la Policía Federal, institución a la que sustituiría, no logró que se le reconociera por su profesionalismo y disciplina [2].
Finalmente, esa institucionalidad también se plasma en labores siempre enmarcadas en la normativa correspondiente, como antes ya se mencionó, y sin atribuciones fuera de la ley. Cuando alguno de sus integrantes ha incurrido en excesos, se ha sometido a los procedimientos de sanción correspondiente, como en los casos de los homicidios de los jóvenes Luis Fernando y Mauro Miguel –en Coahuila, en 2023–, donde los integrantes de la Guardia Nacional fueron imputados por homicidio calificado y alteración de evidencia, o el asesinato de cuatro mujeres y dos menores de edad en la colonia Industrial de León, en junio de 2024. Todo lo contario al encubrimiento de eventos de verdadera ignominia y vergüenza donde algún grupo de las Fuerzas Armadas habría participado, como Aguas Blancas, El Charco, Villas de Salvárcar, Ayotzinapa, Tlatlaya.
La tarea de vigilancia política asignada a los cuerpos de seguridad en toda América Latina fue resultado de una estrategia de control supra nacional, diseñada en las agencias y departamentos punitivos de Estados Unidos. Esto tuvo su historia en la conformación de los Estados de seguridad nacional, en la década de 1970, como parte de una política de vigilancia, control y represión hacia los movimientos sociales o hacia toda expresión que cuestionase el orden político y el propio sistema económico.
Las policías, los “cuerpos de seguridad”, estuvieron centrados mayoritariamente, al menos hasta la década de los noventa, en la vigilancia de las personas que integraban colectivos políticos y sociales opositores a los regímenes gobernantes. Se llegó a tolerar la presencia de traficantes, de grupos al margen de la ley, a condición de que informaran e incluso confrontaran a las organizaciones sociales o movimientos políticos que aparecían en los territorios donde tuvieran presencia.
En la década de 1990, con la presencia de grupos delictivos organizados con un poder de violencia mucho mayor a los de la delincuencia “tradicional” de la mayor parte del siglo XX (centrada al robo de transeúntes, asalto a casa habitación, en mayor medida), se tuvo que pensar en instituciones y cuerpos de seguridad pública especializados, de mayor tamaño y con tecnologías de punta [3], ajenas a la vigilancia de grupos sociales e incluso a la contra insurgencia.
Innegablemente, el carácter ilegítimo de algunos de los gobiernos del neoliberalismo, por cuanto a la dudosa forma como asumieron el poder [4], su incapacidad para afrontar las crisis económicas [5] y los altos niveles de corrupción e ineficiencia en la gestión gubernamental [6], hicieron imposible que los cuerpos de seguridad abandonaran la práctica de policías políticas de vigilancia y persecución, por lo que la seguridad pública se mantuvo supeditada a decisiones de carácter político-electoral.
La respuesta que evidencia una ruta diferente en el gobierno de López Obrador se aprecia claramente en la desaparición del Estado Mayor Presidencial: más de 9 mil encargados del cuidado del presidente y su familia son asignados a otras labores y el abandono en las acciones de vigilancia y persecución del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), ambas en 2019.
Ahora bien, lo que se maneja como un hecho inobjetable, la presencia del Estado en cuanto al monopolio de la violencia física en sexenios anteriores, frente a la supuesta capitulación del actual gobierno, no se sostiene de ninguna manera. Para los sexenios previos, ese relato terminó de ser más una campaña de comunicación permanente difundida por los medios de comunicación –a los que se pagaba–, que una práctica efectiva. Al bajo número de policías por cada mil habitantes se sumaba una exigua Policía Federal, que en el mejor momento apenas alcanzó la cifra de 40 mil elementos, con un personal operativo de sólo 20 mil, frente a los más de 140 mil miembros que en 2024 alcanzó la Guardia Nacional, más los 125 mil 630 integrantes de las Fuerzas Armadas (Ejército y Marina) desplegados para el apoyo en seguridad pública.
Así, hasta antes de iniciar el actual sexenio, la seguridad pública se entendía como un conjunto de acciones que mostraban la capacidad del Estado y las fuerzas públicas para mantener el orden y ostentar el uso exclusivo de la violencia física. La seguridad pública sería entonces sinónimo de cuerpos policiacos con instalaciones e instrumentos sofisticados con el que combatían la delincuencia y la violencia, en el papel se tendría un control completo del uso de la violencia física en todo el territorio mexicano, con lo que los robos y secuestros estarían reducidos a su mínima expresión, lo que no se aprecia en la imagen 1 (barriles robados vs tomas clandestinas) y las gráficas 2 (desvío de combustible por día), 5 (robo transporte público) y 9 (tasas de secuestro), que se presentan más abajo.
Contrario a lo que pudiera esperarse de una política centrada en un lema como el de “abrazos, no balazos”, y a diferencia de lo que podría pensarse de una política de seguridad en cuyo centro estuvo el argumento de “librar una guerra contra el narco” (Calderón dixit), sólo hasta este sexenio se desarrolló y asentó la infraestructura y los cuerpos de seguridad necesarios para una cobertura en todo el territorio necesarios para afrontar la delincuencia.
La constitución de la Guardia Nacional, junto a nuevas instalaciones de formación y de base de operación y logística en todo el territorio, sólo se vinieron a establecer hasta este sexenio; es decir, aún y cuando se tiene una perspectiva diferente sobre la manera de afrontar la delincuencia, no se abandona el compromiso de garantizar la presencia y monopolio de la fuerza física del Estado en el conjunto del país. Ello, en el marco de una estrategia que comprende claramente la dimensión territorial para avanzar de manera paulatina, en primer lugar, a la recuperación de los territorios, vía la aparición del conjunto de instancias de la seguridad pública y, en un segundo momento, vía la presencia permanente de esos cuerpos de seguridad en 500 cuarteles (400 de la Guardia Nacional y 100 proporcionadas por el Ejército).
Cabe aquí anotar, que incluso la lucha del Estado mexicano por el territorio nacional se inicia antes del despliegue de la Guardia Nacional, con el combate al robo de combustible, extensamente conocido como huachicol (imagen 1 y gráfica 2), ejemplo palpable del control sobre el territorio por parte de organizaciones delincuenciales y la permisividad que del lado gubernamental se tuvo.
Imagen 1. Barriles robados vs tomas clandestinas (2010 – 2018)
Derivado de la misma dimensión narrativa neoliberal, también la seguridad pública estuvo atravesada por la lógica de mercado, donde distintos funcionarios de gobierno se hacían o gestionaban contratos para la adquisición de patrullas, cámaras de vigilancia, servicios diferentes por donde fluía la mayor parte de recursos públicos, sin que la presencia efectiva del Estado creciera [7].
Con las anteriores referencias ya se puede ponderar de mejor manera los resultados que, entre 2018 y 2023, arrojan el conjunto de actividades enmarcadas en la política de seguridad pública de la 4T. En primer lugar, tenemos la reducción en la incidencia de delitos del fuero federal en 29 por ciento (gráfico 3). La reducción de la tasa de robo con violencia en 42.2 por ciento (gráfico 4); en particular, la tasa de robo en transporte público cayó 37.3 (gráfico 5); semejante a la tasa de robo de vehículo que bajó a 38.8 por ciento (gráfico 6); y el secuestro, que se desplomó en 50.6 por ciento (gráfico 7).
No obstante, frente a estos resultados alentadores, hay tres indicadores que deben revisarse con más atención. En primer lugar, están los homicidios dolosos que, innegablemente, se incrementaron en números absolutos, pero que tienen una clara tendencia a la baja, menos de 16.7 por ciento, entre 2018 y 2023. En el último año la tasa es próxima a la correspondiente de 2012 y ya por debajo de las de 2017. Son cifras que nos siguen doliendo, que también resultan de enfrentamientos entre bandas criminales por la disputa de menos territorios [8] ante el mayor control del conjunto del país por los aparatos de seguridad del Estado mexicano.
En segundo lugar, tenemos los feminicidios, cuya tasa por cada 100 mil mujeres tiene una caída de 11.7 por ciento (gráfica 10), pero cuyos números fríos pesan y duelen de sobremanera, por lo que se debe de trabajar aún más, aunque aclarando que la respuesta no se circunscribe a seguridad pública, pues por los casos que se conocen, el fenómeno está vinculado con educación e impartición de justicia.
En el primer caso, se necesita todo un proceso de formación en valores contrarios al machismo prevaleciente en nuestra cultura, pero también en fiscalías o procuradores de justicia sensibles y capacitados para detener amenazas y ataques que en un siguiente momento pueden concluir en asesinatos. Lo mismo que se exige para las y los impartidores de justicia: sensibilidad y capacitación Esto último, para nuestra desgracia, todavía tomará un tiempo.
Por último, tenemos la extorsión, con un incremento en números absolutos y también con una clara tendencia a la alza desde los primeros años en que se registra, 1997 (gráfica 11). La hipótesis que tengo es arriesgada, pero la presento: su incremento responde a la migración de delincuentes, cuya actividad estaba en otra modalidad, como el huachicol o el mismo secuestro, y que ahora buscan seguir medrando a un costo y riesgo menor. Aquí todavía deben pulirse las estrategias para combatirlas, por ejemplo, los cuerpos de inteligencia especializados y retomar las acciones que iban en ese camino, como el Padrón Nacional de Usuarios de Telefonía Móvil, que se tiene en todo el mundo, pero que en México –con el falso pretexto de la defensa del derecho a la privacidad– la Suprema Corte de Justicia de la Nación rechazó en abril de 2022.
Conclusiones
Considerando lo anterior, tenemos elementos para aproximar una respuesta al cuestionamiento sobre el éxito o fracaso de la política de seguridad pública en México, durante el actual sexenio. En primer lugar, debe señalarse que hay un cambio en la política de seguridad pública que emana desde la federación, desde su dimensión narrativa, normativa, institucional, programática y operativa. Aún falta completar el marco jurídico que hasta este mes de julio de 2024 es provisional, pero que en los próximos meses deberá concretarse con la reforma constitucional que validará la transferencia del control operativo y administrativo de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional.
En segundo lugar están los resultados, casi en su mayoría favorables, tanto en las comparaciones de los números absolutos como porcentuales, lo que indica que se va por buen camino, por lo que las fuerzas públicas deberán continuar atendiendo tareas preventivas y de vigilancia, dejando a un lado cualquier intento por volver a las tareas de vigilancia de expresiones políticas o movimientos sociales, al tiempo que otras instancias contribuyen a contextos menos propensos a favorecer conductas delictivas.
Finalmente, se demanda poner más atención en aquellos delitos con números todavía altos e incluso tendencias ascendentes. Aquí esperamos que las inercias negativas, que claramente repuntaron con la “guerra contra el narco” y que a la fecha se mantienen con los homicidios dolosos, terminen de ceder ante la constancia de la estrategia que se ha seguido y esperamos se sostenga en el próximo sexenio. En el mismo sentido, se deberá mantener la atención en delitos más complejos, como el feminicidio, o con necesidad de estrategias puntuales de inteligencia, como la extorsión.
No es fácil el camino por andar. Aún se tendrán que cuidar detalles, pero conforme a nuestra reflexión, se tiene una política pública clara en la materia, que recorre la dirección correcta y sobre la que se debe insistir para alcanzar los resultados que todos y todas esperamos ver en nuestra vida diaria y en las estadísticas de los próximos años.
Juan Estrella*
*Académico de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, maestro en estudios regionales por la UNAM
Referencias
[1] Diferencia de restar a civiles heridos y detenidos durante enfrentamientos (minuendo) los civiles abatidos (sustraendo). Desde una perspectiva humanista, donde se prioriza la vida de las personas, los resultados más convenientes serían los que se presentan en números negativos.
[2] Con base en nuestra afirmación, no coincidimos con quienes concluyen que esto es sinónimo de la militarización del país. Apreciamos una decisión pensada para hacer eficaz y eficiente la tarea de la Guardia Nacional, al confiar su profesionalización en una de las entidades de la administración pública del Estado mexicano, la Secretaría de la Defensa Nacional, con mayores capacidades para realizar esta labor. En sexenios previos esto no se pudo lograr: estuvo inicialmente adscrita a la Secretaría de Gobernación, con Ernesto Zedillo; tampoco al crearse y adscribirse a la Secretaría de Seguridad Pública, durante el gobierno de Fox, y menos a su regreso a la Secretaría de Gobernación, con Calderón y Peña Nieto.
[3] En ese contexto se diseñó la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, y la Unidad Especializada en Delincuencia Organizada (UEDO), en abril de 1997.
[4] Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) y Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012).
[5] Ernesto Zedillo Ponce de León (1994-2000).
[6] Vicente Fox Quesada (2000-2006) o Enrique Peña Nieto (2012-2018).
[7] El caso extremo, lo apreciamos en los contratos por adjudicación directa para construcción y administración de reclusorios concretados por Genaro García Luna, secretario de Seguridad Pública federal durante el sexenio de Felipe Calderón, 2006-2012, actualmente preso en Estados Unidos por sus vínculos con el Cártel de Sinaloa (Contralínea, “Cárceles privadas, un negocio de 266 mil millones para seis empresas”, 13 de enero de 2021). Llama la atención los contratos con empresas “periodísticas”, como Grupo Imagen, que obtuvo un contrato por 3 mil 500 millones anuales (Contralínea, “Grupo Imagen tiene dos contratos de cárceles por 3.5 mil millones al año: AMLO”, 13 de mayo de 2021).
[8] En 2023 fueron siete estados y 10 municipios con las mayores tasas de homicidios dolosos por cada mil habitantes, a saber: Colima (Colima 140.32 y Manzanillo 102.58), Baja California (Tijuana 91.76), Zacatecas (Zacatecas 88.99), Sonora (Ciudad Obregón 117.83), Michoacán (Uruapan 63.43, Zamora 105.13), Chihuahua (Ciudad Juárez 77.43) y Guanajuato (Celaya 75.44 e Irapuato 56.39 y León 51.63).
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