FOTO: JUAN JOSÉ ESTRADA SERAFÍN/CUARTOSCURO.COM
El Plan Michoacán por la Paz y la Justicia no es propiamente un “plan de pacificación”, sino de desarrollo regional integral que moviliza todo tipo de recursos públicos para neutralizar a los grupos criminales. Con éste se ocupa el territorio y predomina el mando miliar en las decisiones, bajo la supervisión de la presidenta Claudia Sheinbaum. Esto significa que ya hay, en los hechos, un ajuste en la estrategia nacional de seguridad
La reciente conformación del Plan Michoacán para la Paz y la Justicia y su inmediata aplicación, ante la crisis política estatal, es una respuesta contundente –con toda la fuerza del Estado en el ámbito federal, de sus instituciones y mecanismos de poder– a lo que amenazaba con convertirse en una insurgencia nacional, orquestada por la derecha en proceso de reagrupamiento. Ello, además, conecta con la belicosidad y estrategia de acoso permanente contra la seguridad nacional de nuestro país desde el gobierno del presidente de Estados Unidos de América, Donald Trump, que empezaba a sobredimensionar su reacción ante los hechos criminales sufridos en Michoacán; sumado al motín mediático.
La crisis en Michoacán se precipitó a partir de los asesinatos del líder de la organización de los productores de limón (Bernardo Bravo, ocurrido el 21 de octubre), y del presidente municipal de Uruapan (Carlos Manzo, el 1 de noviembre), así como la desaparición de otro presidente municipal (Alejandro Correa, quien fue localizado con vida el 6 de noviembre)–, hechos de coyuntura que de manera condesada expresaban toda la trama política y criminal vivida en las últimas dos décadas en ese estado sureño de México.
Por ello, era imperativo romper la armonización política e ideológica reaccionaria y transnacional en proceso. Hubo gran sensibilidad política del gobierno federal ante ello, así como capacidad de respuesta organizada y direccionada al núcleo fundamental de la problemática. Territorio de guerra permanente desde más de una década.
La disputa central es en torno a Tierra Caliente, que comprende siete municipios en Michoacán, además de las regiones en Guerrero y el Estado de México, y en menor medida de Jalisco y Colima. Es un corredor estratégico, zona productora de aguacate y limón, principalmente, cítricos diversos, pero también de drogas sintéticas, facilitada por la cercanía con el Pacífico mexicano. Hay muchos millones de dólares comprometidos en la zona, de la cual diversos grupos en alianza expulsaron a Los Zetas hace varios años.
Los principales grupos delictivos en disputa por la región son: Cárteles Unidos, llamado también la Resistencia, que integra a exmiembros de la Familia Michoacana, Cártel del Golfo, Los Viagras, Caballeros Templarios; también están Los Blancos de Troya; la Nueva Familia Michoacana; Los Tequileros; el Cártel de Tepalcatepec; el Cártel Jalisco Nueva Generación, principalmente. Sobre este conglomerado, una autoridad pública tiene que actuar directamente y de inmediato. Incluso, ya vienen con retraso en la magnitud requerida, porque es una zona que tiene bien identificada la DEA por ser productora de metanfetaminas y de tráfico de fentanilo y cocaína. De allí, la reacción inmediata del gobierno de Trump ante el asesinato del presidente municipal de Uruapan.
Mi discrepancia con todo ello radica en que el Plan Michoacán no es propiamente un “plan de pacificación”, sino, conceptualmente, un plan de desarrollo regional integral, que moviliza todo tipo de recursos públicos a través de una estrategia de neutralización de fuerzas criminales obstaculizadoras de los objetivos propuestos, mediante la fuerza militar del Estado nacional; con ésta se ocupa el territorio y predomina el mando miliar en las decisiones, porque del avance en los objetivos de neutralización criminal depende el cumplimiento de los objetivos de carácter político institucional, económicos, de empleo, de desarrollo, social y cultural. Por ello hablamos del predominio de la fuerza militar en las decisiones al interior del programa, bajo la supervisión de la presidenta Claudia Sheinbaum, quien guía el accionar de las fuerzas federales.
Incluso, un plan de pacificación técnicamente requiere indicadores de medición. Por ejemplo, el Institute for Economics & Peace (IEP) –institución altamente especializada– usa indicadores cruzados que vinculan las variables criminológicas con las económicas y de justicia, para determinar interrelaciones y resultados cuantificables, mediante el “Índice de Paz de Paz México” (IPM), como parte del “Índice de Paz Global” (IPG). El que se refiere a México y mide los avance en la materia, está compuesto por cinco indicadores, cuyo comportamiento se expresa en particular y conforma el indicador general, que son: homicidios dolosos; delitos con armas de fuego, cárcel sin sentencia; delito con violencia y crímenes de la delincuencia organizada. Dentro de cada uno hay subíndices, por ejemplo, en el último mencionado, están el narcomenudeo, el tráfico de drogas, etcétera.
Observar que el enfoque metodológico del IEP, efectivamente, es vincular la paz con la justicia mediante indicadores cruzados y usando las bases de datos oficiales, procesándolos, y así se construyen una serie de indicadores. Por ello, en el Plan Michoacán se deben crear los procesos que arrojen los datos y luego que estos se procesen estadísticamente desde una base de datos para ofrecer valoraciones. Si la ocupación militar del territorio, el sellado del mismo, etcétera, dan resultado, se producirán los datos, luego los indicadores y se trabajarán como tales evidenciando o no un proceso de pacificación. La gran peculiaridad es que tales procesos se concretarán con operaciones militares, en lo fundamental, en plena lucha armada contra los cárteles, no para concluir la lucha violenta que existe, como se ha hecho en otras experiencias de pacificación: Irlanda del Norte, Colombia, Centroamérica, España. He allí la enorme particularidad del “enfoque mexicano” que ya habíamos apreciado en sus similitudes en el caso de Sinaloa.
En dicho estado, a poco más de un año de la crisis política y de la exacerbación de la confrontación criminal de las facciones del Cártel de Sinaloa (agosto, 2024), se estiman en 11 mil efectivos militares, en números redondos, la presencia de los cuerpos federales armados. Y bajo su mando está la movilidad de los ciudadanos, porque hay zonas donde predominan los retenes y allí mandan los militares.
¿Estamos entonces al inicio de un ajuste en la estrategia nacional de seguridad, aunque el secretario Omar García Harfuch diga que es una prolongación de ella? El documento original del Plan Nacional de Seguridad no contempla la ocupación militar territorial de estados de la República, aunque sí un conjunto de operaciones dentro de ellos. Si eso constituye un ajuste y sigue el estado de Guerrero, difícilmente podremos creer algo distinto a la entronización de una variante dentro de la misma estrategia general que implicaría un ajuste parcial de ella.
Los antecedentes en Michoacán incluyen la severa crisis de inicios de 2014, cuando surgió una amplia milicia popular –que llegó a integrar 15 mil ciudadanos, armados y mal armados, sin entrenamiento táctico– conocida como las Autodefensas, que comandó el doctor Mireles, en respuesta a la opresión criminal, control territorial y social, económico y político, cruelmente ejercido por La Familia Michoacana, y luego de su división, los Caballeros Templarios, lo que conformó un modelo de supremacía criminal en paralelo al poder del gobierno y las policías del Estado, así como la zona militar respectiva, en donde los componentes religiosos y la “ayuda social” eran dos ejes de su control social criminal, porque lo mismo obsequiaban dinero, hacían obras comunitarias, prohibían se vendieran drogas en colegios y escuelas diversas, rescatan mendigos y alcohólicos, que violaban niñas de 12 años, raptaban adolescentes y mujeres diversas.
Esa podría ser la primera etapa de la gran crisis de criminalidad y nulificación de la autoridad pública en Michoacán que, con distintas líneas de continuidad, se desarrolló hasta la actualidad. Luego de una estabilización ficticia desde el gobierno federal (con Enrique Peña Nieto), con la incorporación de una parte de las Autodefensas a la policía regional, la aprehensión del líder de los Caballeros Templarios, Servando Gómez (la Tuta), y la conclusión de la tarea del comisionado para la Seguridad y el Desarrollo Integral de Michoacán, Alfredo Castillo Cervantes, apodado “virrey”, entre otras cuestiones, porque mediante una burda fabricación encarceló al líder de las autodefensas José Manuel Mireles, para anular la resistencia a desarmarse y a integrar a muchos ciudadanos que aún lo seguían a una policía regional controlada por el Ejército.
Y, ¿por qué la estabilización socio política fue artificiosa durante esos años?, porque el doble objetivo planteado en la intervención federal del proceso, la desaparición de las Autodefensas populares y la derrota de la principal organización criminal en el estado, se lograron sólo parcialmente. La captura de la Tuta y algunos de sus lugartenientes no concluyó el tema del control criminal en muchos territorios del estado; los residuos de los Caballeros Templarios hicieron resurgir la problemática en una nueva versión, con parte de sus miembros en la Nueva Familia Michoacana, más la concurrencia en Michoacán de otras organizaciones criminales, como en ese momento el Cártel del Pacífico y luego el CJNG; y otras más de tipo local, que llegaron a pelear por el gran botín que significa el corredor económico vinculado al Pacífico mexicano conocido como Tierra Caliente, y la extorsión a instancias de gobierno con el presupuesto público que comprendió territorios de distintos municipios en Michoacán, Guerrero y Estado de México. Hablamos de cientos de millones de dólares como valor en riesgo.
Aunque no hubiera sido esa la intención del gobierno federal y del Ejército mexicano, el desarme y nulificación de las Autodefensas populares influyó en la recomposición de las estructuras criminales. Lo demás se pensó que podía hacerlo la extensión y profundización del Programa Nacional Contra el Hambre. Error garrafal.
En el fondo, en la estrategia de Peña Nieto hubo una concepción incompleta, parcialmente errónea de la paz como la entendemos los contemporáneos a la luz de las experiencias, cuando las violencias de Estado no logran contener las insuficiencias estructurales de las instituciones públicas, la corrupción sistémica de una fracción amplia de empresarios vinculados a ella, y la criminalidad trasnacional que ha capturado el primer círculo de poder presidencial. Si todo eso inicia un proceso de reversión política, los obstáculos a su avance son inmensos y muy variados.
Proponerse un proceso de recuperación de la paz no puede ser a cualquier precio y por cualquier medio. La propia Organización de las Naciones Unidas tiene todo un cuerpo teórico-jurídico internacional vigente que arroja luz sobre ello, más diversas experiencias internacionales. No se parte nunca de cero en tales procesos, y en sociedades convulsionadas por la violencia el objetivo de recuperar la paz social para el desarrollo social pasa a ser un objetivo estratégico determinante del futuro.
Pero se tiene que conformar una voluntad colectiva de dimensión nacional al respecto, un compromiso ético y político institucional indeclinable, por encima de cualquier otro objetivo personal o de grupo. En México no la hay: predomina el corto plazo, lo electoral, el golpe artero y la falsificación de los hechos contra el adversario.
El poder actual desde la Presidencia se propone e instrumenta procesos de transparencia política y ética republicana, pero ni al interior de su partido [Morena] hay el mismo compromiso, incluido un sector de las fuerzas federales, lamentablemente. Requerimos un lugar de alta prioridad a dicho objetivo, que conforma un nuevo paradigma en la gestión de la conflictividad nacional, regional. Es la expresión de una nueva filosofía política.
El expresidente AMLO lo vio con claridad, la presidenta Claudia Sheinbaum lo ha comprendido con total precisión. Pero no es una voluntad colectiva en todas las regiones de México. Por ello, se debe entender que es una pieza central en la lucha contra la criminalidad organizada, no un proceso espontáneo, ni transitorio ni de contención o estabilización, solamente, sino de resolución de una conflictividad aguda que ha desbordado la institucionalidad y la voluntad política de los gobernantes, y que posee la complicidad de importantes sectores de la sociedad nacional. Se trata del gran proyecto de un gobierno nacional. Es lo más coherente y racional respecto del planteamiento hecho: “la guerra armada contra el crimen organizado ha concluido”, hecha por el expresidente AMLO.
Pocos como el expresidente de la Comisión Parlamentaria Antimafia en el parlamento italiano, Francesco Forgione, expresó la problemática estructural de la criminalidad trasnacional, sencillamente pero con tanta precisión: “el problema es que tanto en México como en Italia muchos sectores sociales viven de la mafia, conviven con la mafia; muchos sectores burgueses de la sociedad utilizan y reciclan el dinero mafioso; muchos políticos, sindicatos, diputados, existen gracias a sus votos. […] Para combatir a las mafias, a las organizaciones criminales y al narcotráfico no es suficiente la represión, se necesita apoyo de la política, transparencia en la economía y coherencia del Estado. Y sobre todo sirve mirar de manera nueva el mundo” (Rodríguez, Cynthia, Introducción, 2009).
La historia de la criminalidad trasnacional en los distintos países y regiones es la historia de las relaciones que logra estructurar con la sociedad, con las instituciones y poderes públicos, con los poderes económicos, y que se traducen en líneas de acción social de cooptación y control de todos esos sectores, mediante dinero, protección, apoyo diverso y con violencia criminal.
Por ello, la pacificación es la reversión de todos esos lazos perversos, sucios y dañinos; la ruptura de esa estructura socio-criminal, económica y política, en muchos casos, cultural también, instaurando una nueva voluntad de convivencia, de respeto a las instituciones, etcétera. Pero debe incluir a “los mafiosos”, por paradójico o absurdo que parezca, bajo muy distintas modalidades. Así ha sido en todas las experiencias habidas hasta hoy, y los gobiernos de EUA lo saben. Por ello, tales procesos se acompañan de iniciativas de “justicia transicional”, de aliados con compromiso social amplio, como las instituciones religiosas, culturales o educativas. En México, la reforma a la justicia tiene avances fundamentales pero incompletos, en todo lo concerniente a la investigación, dignificación del ministerio público, honestidad y también de los agentes a su cargo.
Por ello, los procesos de pacificación no son sólo “la ausencia de violencia criminal desbordada”, la incluye, pero son antes que nada expresión del derecho humano a vivir en paz, el cual los gobiernos nacionales están obligados a promover y respetar. En ese proceso se puede contar con la asesoría y apoyo de organismos internacionales, en el momento apropiado, como lo hicieron en Colombia, César Gaviria, Álvaro Uribe, Manuel Santos e indirectamente, Gustavo Petro, para mencionar sólo a estos mandatarios regionales. Es un proceso social que perfectamente bien puede medirse a través de diferentes indicadores cuantitativos, pero también cualitativos.
¿Por qué consideramos que el actual Plan Michoacán no es un plan de pacificación bajo los parámetros generales conocidos históricamente? Nuestro estudio al respecto ha comprendido las experiencias de Colombia, España en los países vascos, el proceso de pacificación centroamericano, Irlanda del norte, Sudáfrica y Brasil (durante el combate por recuperar las favelas en Sao Paulo). No todos los procesos concluyen exitosamente con un documento jurídico que suscriben las partes, vinculante y que les obliga a ambas. Muchos se frustran, por traiciones, conjuras para frustrarlos, etcétera. De ello hemos extraído las siguientes conclusiones: las líneas maestras de un proceso de pacificación conforme a la experiencia europea, africana y latinoamericana son los pivotes que en tales análisis mencionan, y están a disposición de los lectores e interesados en esta revista de los meses de noviembre de 2019 y febrero de 2024.
El Plan Michoacán presentado posee muchos méritos en lo social y económico, pero carece del enfoque de pacificación como concepción predominante, como la que hemos reseñado en los párrafos anteriores, y acompañarlo para hacerlo posible con 10 mil 500 militares de los distintos cuerpos armados federales, incluyendo algunos cientos de tropas de élite y sellar el Estado en términos de entradas y salidas sujetas a la supervisión militar. Es un despliegue impresionante sólo en paralelo al ocurrido en Sinaloa a partir de este año; se entiende, porque en cualquier movilización militar masiva el control territorial es fundamental para lograr los propósitos que ella se ha propuesto. Van por las organizaciones criminales y toda la actividad económica y la recuperación de los territorios y sectores sociales que controlan desde hace años. Es el objetivo estratégico y, a partir de ello, se da viabilidad a los otros objetivos de desarrollo integral propuesto.
Se expresa así una concepción de la paz y de un proceso de pacificación muy peculiar, no presente en las experiencias conocidas de pacificación: la paz llegará como resultado de la ofensiva total contra la criminalidad trasnacional dentro de Michoacán, de su eventual derrota y de los avances en todos los frentes fijados por el propio Plan, en donde lo primero mencionado es conditio sine qua non, en donde la paz surge como la resultante de la derrota del adversario y el desarrollo social, no a partir de un proceso de conciliación con los adversarios, que es como se han construido tales procesos. Incluso en el más cuestionable de ellos, como fue la negociación del segundo gobierno de Álvaro Uribe en Colombia con la Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), en cuya implementación intervino con fondos financieros el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), para instrumentar los programas sociales locales y regionales y de empleo, así como la posterior reinserción social, un proceso que desarmó a más de 20 mil paramilitares, que incluso usaban sierras eléctricas para asesinar a sus adversarios.
Estamos entonces quizá ante las bases de un paradigma distinto, no totalmente nuevo, porque se aplicó ya mediante la ofensiva militar total contra las organizaciones del crimen trasnacional en Sinaloa, en donde en su fase inicial se desarmó a la policía estatal y municipal (de Culiacán), y la autoridad militar; sin que mediara declaratoria formal alguna, se estableció como la autoridad fundamental, transitoriamente. Parecía que esta excepcionalidad obedecía a la violencia multiplicada, exacerbada ante los enfrentamientos al interior de las estructuras criminales del Cártel del Pacífico, de la detención del Ismael –el Mayo– Zambada, del asesinato del exrector de la Universidad de Sinaloa (Héctor Melesio Cuén), del vacío judicial de la Fiscalía local ante su incompetencia para actuar en este contexto, es decir, también como en Michoacán, ante una coyuntura convulsiva en extremo.
Pero la repetición de factores y elementos presentes en las acciones en Sinaloa, dentro de un contexto de otras diversidades, en donde el eje también, la primera condición, ha sido neutralizar a las organizaciones criminales mediante una ofensiva militar total, ofrece la posibilidad real de que estemos ante un ajuste en la estrategia nacional de seguridad, con factores e instrumentos adicionados.
En ambos casos no se puede hablar de una estrategia de pacificación convencionalmente aceptada, sino de un Plan de emergencia para la estabilización sociopolítica e institucional a partir de la neutralización progresiva de la acción de las fuerzas criminales que controlan porciones importantes de la vida social del Estado, sobre todo, en los municipios conocidos de la región denominada Tierra Caliente.
Pareciera superficialmente visto que el nombre dado al plan “es lo de menos”, si los resultados pueden llegar a ser los necesarios o previstos. No. No “es lo de menos”. Las ciencias sociales y la experiencia política nacional y subcontinental ha venido trazando rutas. Hoy en Colombia, en gobiernos precedentes y en el actual hay una experiencia extraordinaria de procesos sucesivos de pacificación: con las AUC, la negociación con el Cártel de Medellín –de Pablo Escobar–, con las FARC, con el ELN, el reciente proceso echado a andar –mediante permiso del Congreso al presidente Gustavo Petro– para dialogar con todas las organizaciones en armas, guerrilleras y criminales, conjuntamente con la puesta en marcha de programas sociales abarcadores para zonas rurales y urbanas. Y la experiencia de la pacificación centroamericana que México asesoró entonces.
Nuestro país ensaya caminos distintos, en donde la fuerza militar es la apuesta fundamental –no la única–, y no la conciliación de los contrarios como vía de estabilización para la aplicación de los demás programas para el desarrollo integral. Hablamos de dos estados de la República en condiciones coyunturales de emergencia, aunque puede seguir Guerrero. De ninguna manera adhiero a la simpleza de la “militarización”, que ante la falta de alternativas generales ha agitado la oposición de la derecha mexicana y que repite ahora el movimiento de la “generación Z”. Muy probablemente se pensó en neutralizar también con una respuesta contundente de poder armado de este tipo, la eventual vociferación del gobierno de EUA.
El programa militar expuesto por los titulares de Defensa y Marina, y a nombre del Gabinete de Seguridad, Omar García Harfuch, mencionaron cuatro líneas maestras de la aplicación del plan para Michoacán: atención a las causas sociales; consolidación de la Guardia Nacional, fortalecimiento de la policía estatal conocida como Guardia Civil, y de la Fiscalía del Estado; fortalecimiento del trabajo de inteligencia e investigación contra la extorsión y otros delitos (allí se inició el nuevo enfoque contra la extorsión, desde el 6 de julio de 1995); y la coordinación institucional incrementando el estado de fuerza en Michoacán con la secretaría de seguridad y la fiscalía local. Atención especial para la zona productiva protegiendo la producción y comercialización, y las finanzas de los empresarios.
Sobre la Operación Paricutín, el secretario de la Defensa, Ricardo Trevilla, mencionó que hay dos planes para atender el delito de extorsión. El referido a la producción, corte y empacado de limón y aguacate con 860 militares en el primer caso, y 820, en el segundo, más helicópteros, drones, células contra explosivos, 1 mil 31 vehículos militares; y el objetivo fundamental es detener a generadores de violencia, afectar sus capacidades operativas, asegurando drogas y armamento, empleando para ello, 4 mil 386 efectivos desplegados actualmente reforzados con 1 mil 980 elementos más de inmediato, y así, hasta acumular un total de 10 mil 500 militares, que es una fuerza muy importante. No decimos que van a aplastar a las autoridades civiles y fuerzas policiales locales, sino que por el nivel de organización, disciplina, entrenamiento táctico, mando estratégico y capacidad de combate, y armamento, todo de orden federal, están a la cabeza en la conducción del plan para abrir brecha a las demás fuerzas e instancias públicas. Han ocupado el territorio y van por la recuperación de los espacios y relaciones perdidas, por la destrucción de sus capacidades delictivas. La inteligencia militar tendrá que aportar la información de alto valor para los operativos, pero también, a base de contrainteligencia, descubrir, las infiltraciones de la criminalidad en las instancias de gobierno estatal y municipal, en el poder judicial, en las policías y en las organizaciones empresariales.
El fiscal de Michoacán, Carlos Torres Piña, consideró públicamente que la Asociación de Citricultores del Valle de Apatzingán puede estar infiltrado por el crimen, debido a que durante el decomiso de una falsa credencial (folio número 0101705) de la asociación cuando fue detenido Rigoberto López Mendoza –el Plátano– durante las investigaciones sobre el líder de los productores de limón, lo acreditaba falsamente como integrante en activo, identificado por la Fiscalía como parte de la red de extorsionadores en favor del cartel Los Blancos de Troya, dirigida por César Sepúlveda Arellano –el Box– hoy cercano objetivo de las fuerzas federales, socio de Los Viagras.
En términos de seguridad y nulificación de fuerzas criminales, el plan ya está dando resultados: se ha capturado a distintos líderes de nivel intermedio y algunos de nivel superior (responsables de plazas, cobradores de extorsión), recuperado decenas de armas de alto poder, vehículos, desalojo territorial, pero también se han sufrido las primeras bajas militares, caídos con honor en el campo de batalla.
La parte social y cultural del plan es desde luego trascedente, dicen los politólogos italianos: mientras el Estado no cumpla con sus deberes sociales la mafia es invencible, porque esos vacíos ellos los copan en alguna medida y generan base de apoyo social. Por ello no ha habido concepción de filosofía política y políticas públicas más nefastas que las que propiciaron la expansión y empoderamiento sin precedentes del crimen trasnacional, que fueron las políticas de retracción del Estado en lo social y económico en favor de las mayorías nacionales.
Lo que se ha hecho en Sinaloa desde hace poco más de un año y en nuestros días en Michoacán, tiene una cierta similitud con un estado de excepción o estado de emergencia, que de ninguna manera es ajeno a los mecanismos que usa la izquierda gobernante en distintos países, contra lo que pudiera pensarse. El principio de la ocupación y el mando militar completo o no, en un determinado espacio de la vida pública, lo es. En nuestra Constitución (artículo 29) está consagrado, incluyendo el procedimiento constitucional para su formal decreto.
Este ha sido un recurso de las derechas, a veces instrumentado en forma dictatorial, de facto, precisamente para combatir a la izquierda y masacrarla, pero no es su patrimonio político como recurso de Estado, es un instrumento jurídico en defensa de distintas grandes causas sociales, un recurso de última instancia para defender al Estado nacional mismo, su institucionalidad, el poder nacional popular o la democracia, o alguna otra variante fundamental que permite al soberano tomar dicha determinación mediante los procedimientos establecidos.
Si las situaciones prexistentes en Sinaloa, Michoacán o alguna otra entidad de la república que amerite tipificarse como “de emergencia” o “excepcionalidad” conlleva repensar los conceptos jurídicos políticamente, cuidando la protección de los derechos humanos, porque dicha situación implica suspender parcialmente la vigencia de las garantías individuales (en algunos casos, la suspensión es total), y en ello es en donde las políticas públicas impulsadas en Sinaloa y Michoacán no conllevan dicha suspensión ni siquiera parcialmente. Por ello hemos mencionado antes que observamos “cierta similitud” no un estado de situación plena, que necesariamente sería de facto.
Al principio del gobierno del licenciado AMLO, algunos periodistas y analistas discutieron esta opción ante la severa “crisis de seguridad pública”, como es el caso del analista Pedro Salazar Ugarte, quien afirmó al respecto: “la emergencia sólo es el momento que provoca las definiciones; es el punto de fractura antes de la bifurcación porque, como sugiere el filósofo político Giorgo Agamben se presenta ‘como un umbral de indeterminación entre democracia y absolutismo. […] La emergencia sólo es la crisis, el estado de excepción es una de las formas de sortearlo” (Pagán, Sartini Rafael, La Jornada de Oriente, septiembre 16, 2018).
Una de las condiciones para la declaratoria del estado de emergencia o de excepción es un estado de guerra, que existe en México desde hace varios años, como guerra asimétrica contra las estructuras del crimen trasnacional; por ello, los militares no están en sus cuarteles como lo establece la Constitución, y por ello también la SCJN aprobó que el ejército mexicano cumpla con actividades de apoyo supletorio con las policías del país en los temas de la “seguridad pública”, y se creó otro cuerpo armado nacional como lo fue la Guardia Nacional, para desarrollar funciones de lucha contra la criminalidad organizada. Todo ello, a pesar de que el expresidente AMLO declaró a la opinión pública (no en un documento formal) que “la guerra contra el crimen organizado había concluido” como guerra armada, en contraposición a la declaración de Felipe Calderón al inicio de su gobierno, concretamente el 8 de diciembre de 2006, cuando declaró la guerra contra las organizaciones criminales, por más que haya resultado una farsa, lo hizo como jefe del Estado, como comandante supremo de las Fuerzas Armadas y como jefe de su propio gobierno.
Hoy los factores, supuestos y criterios jurídico-políticos del “estado de guerra” están vigentes con las acciones en Sinaloa y Michoacán, lo cual implica que navegamos en un mar de contradicciones de distinto tipo en esta intrincada etapa de ofensiva regional total contra las estructuras del crimen transnacional organizado, que considero pertinente resolver gradualmente. Por más que se comprenda que hoy las fuerzas federales son el puntal y garantía –no los únicos– de la preservación de la autoridad pública en tales estados de la República, como actores de la defensa nacional y la seguridad.
Pero, además, en su caso, ideológicamente, el uso integral de las facultades de conjunto del titular del Poder Ejecutivo en toda esta materia, pueden ser usadas en México como se ha hecho en otros países, siempre que sea indispensable, y cuando los hechos dentro de los territorios de la república superen los preceptos y mecanismos ordinarios del estado de derecho en condiciones de normalidad. En Chile, el gobierno de Gabriel Boric decretó el estado de excepción en la Macrozona Sur del territorio nacional ante la violencia rural extrema y la crisis de seguridad, así como también, implementó ante ello medidas diversas para enfrentar la criminalidad en otras zonas, generó mucho debate político, pero se instauraron.
En Perú, el gobierno de Pedro Castillo decretó el estado de emergencia para abordar problemas de criminalidad en distintas zonas del país, tanto en Lima zona metropolitana como en la provincia de Callao, el 2 de febrero de 2022. Luego, decretó el Toque de Queda (la inmovilidad ciudadana) en diciembre del mismo año.
Y en Francia, el gobierno de izquierda de Francois Hollande con la aprobación constitucional de la Asamblea Nacional, decretó el estado de excepción por 90 días, poco después del atentado al Charlie Hebdo y en el suburbio de Saint-Denis (13 de noviembre, 2015) que dejó 130 heridos, y luego lo renovó por otro tanto, ante la violencia e inestabilidad social desatada por el ataque terrorista al seminario satírico (7 de enero, 2015). Fue necesario, decíamos, que el parlamento aprobara la declaratoria constitucional (incluyendo toda la izquierda) de extensión de la excepcionalidad constitucional el 21 de julio de 2016.
No hay espacio ni es el objetivo central detallar tales procesos, pero entendamos que la izquierda puede también hacer uso de tales preceptos constitucionales para preservar el estatuto jurídico de la república, de los integrantes de ella, la institucionalidad de los procesos políticos y combatir a sus destructores.
Jorge Retana Yarto*
*Licenciado en economía con especialidad en inteligencia para la seguridad nacional; maestro en administración pública; doctor en gerencia pública y política social. Tiene 25 años como docente de licenciatura y posgrado; es exdirector de la Escuela de Inteligencia para la Seguridad Nacional, del CNI.
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