España se coloca como el país europeo con más autorizaciones para siembra de organismos genéticamente modificados. Sin embargo, las autoridades no informan a la población en dónde se efectúan los ensayos ni qué productos agropecuarios se cultivan con estas características
Inés Benítez/Tierramérica-IPS
Málaga, España. Este país se encuentra en primer lugar dentro de la Unión Europea en materia de cultivos a gran escala de semillas genéticamente modificadas.
Según la cantidad de experimentos y la extensión de los predios plantados, España acoge 42 por ciento de los ensayos experimentales de cultivos modificados al aire libre de la Unión Europea, indican datos del Centro Común de Investigación de la Comisión Europea.
“Se está realizando un experimento a gran escala sin conocer sus consecuencias en la salud, el entorno y el futuro de la agricultura”, dice a Tierramérica la ecologista Liliane Spendeler, directora de Amigos de la Tierra España.
Esta organización ecologista promueve la campaña Únicos en Europa: la teletienda de los transgénicos, para informar a la sociedad sobre estos cultivos.
Los organismos genéticamente modificados son aquellos a los que se han incorporado en laboratorio genes de otras especies, vegetales o animales, para producir características deseadas, como resistencia a plagas o a climas adversos.
No hay estudios concluyentes sobre la inocuidad de estos transgénicos para la salud humana y el ambiente. Por eso la Organización Mundial de la Salud recomienda estudiar cada caso en forma individual.
En 2012, España contaba con una superficie de algo más de 116.3 hectáreas de maíz transgénico MON-810, de la corporación biotecnológica trasnacional Monsanto, 20 por ciento más que en 2011, según el Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente, con base en datos de venta de semillas.
Ecologistas critican que esos datos sean estimaciones imprecisas y que no exista un registro público sobre la ubicación de los terrenos sembrados de transgénicos.
Cuando cultivos ecológicos u orgánicos certificados se “contaminan” con variedades transgénicas, los agricultores pierden ese galardón y no pueden demandar al dueño de las siembras modificadas porque no existe el registro, ni reclamar indemnización por daños pues no está prevista en las legislaciones española y europea, lamenta Spendeler.
En España, como en toda la Unión Europea, sólo se permite cultivar maíz transgénico. La soya y el algodón modificados se importan de Argentina, Brasil, Canadá y Estados Unidos.
“Los alimentos transgénicos producidos en países en desarrollo llenan los estómagos de vacas y cerdos de los países industrializados”, dice a Tierramérica el responsable de la campaña sobre este tema en Greenpeace España, Luís Ferreirim.
“De 1996 a 2011, los cultivos biotecnológicos han contribuido a la seguridad alimentaria, la sostenibilidad y [la respuesta al] cambio climático”, sostiene un informe del 20 de febrero del Servicio Internacional para la Adquisición de Aplicaciones Agrobiotecnológicas (ISAAA, por sus siglas en inglés).
Según el ISAAA, en 2012 se plantaron 170.3 millones de hectáreas de vegetales transgénicos en todo el mundo, 6 por ciento más que en 2011. Estados Unidos es el mayor productor, seguido de Brasil.
Pese a las mejoras de productividad, eficiencia y reducción del uso de plaguicidas, que defienden los promotores de los transgénicos, un número importante de países europeos los prohíben, valora Ferreirim.
En Europa hay 11 Estados que dicen no a los transgénicos, ocho de ellos en la Unión Europea tras la suma de Polonia en 2013. Y en 2012 sólo cultivaron Portugal, España, Rumania, Eslovaquia y la República Checa, apunta.
Noventa y cinco por ciento de estas siembras de la Unión Europea se concentran en España (88 por ciento) y Portugal (7 por ciento).
La mayor parte del maíz modificado se destina a elaborar pienso. “Dado que la pirámide de alimentación se ha invertido y cada vez demandamos más proteína animal, esto llega directamente a nuestros platos”, dice Ferreirim.
La legislación europea obliga a indicar en la etiqueta de un alimento si sus ingredientes contienen o han sido elaborados a partir de transgénicos, salvo en los casos en los que esa presencia no supere el 0.9 por ciento del ingrediente.
El pienso que se comercializa en España mezcla maíz transgénico y convencional, lo que constituye “un grave atentado al derecho de elección” del ganadero por una ración no modificada para sus animales, dice Spendeler.
La activista Carmela San Segundo, de Ecologistas en Acción, en la sureña ciudad de Málaga, destaca el “gran poder” que ejercen las corporaciones agroquímicas que venden semillas modificadas.
Esta organización no gubernamental consiguió que una docena de pueblos malagueños se declararan Zonas Libres de Transgénicos, figura legal reconocida por la Unión Europea.
“Hay que trabajar mucho: hablar con asociaciones de vecinos, agricultores y miembros de los ayuntamientos. No es un problema que preocupe porque la gente lo desconoce bastante”, declara a Tierramérica.
En España, la plantación de maíz transgénico se inició en 1998 para hacer frente a la repercusión económica de las plagas, según la cartera de Agricultura.
Pero hoy se ignora la incidencia real de la plaga de taladro (Ostrinia nubilalis) que afecta al maíz.
“¿Se justifica el uso de esta tecnología sin contar con datos concretos sobre las pérdidas causadas por las plagas?”, se pregunta Ferreirim.
El ambientalista explica que la variedad de maíz transgénico Bt, de la corporación estadunidense Monsanto, evita el empleo de plaguicidas porque produce en sus flores una bacteria tóxica para los insectos.
Pero, aunque no siempre haya amenaza de plagas, este maíz libera constantemente ese gen que, tras la cosecha, queda en el suelo y daña su fertilidad, asegura.
“Se ha comprobado en cultivos transgénicos de varios países que, a la larga, empiezan a aparecer plagas secundarias, lo que obliga a usar otros pesticidas”.
Además, los experimentos de siembras al aire libre no pasan por ningún control de seguridad, asevera Ferreirim.
Según una encuesta publicada en 2010 por la Unión Europea, 53 por ciento de los españoles rechazaban introducir genes de otras especies en los alimentos; mientras, sólo el 27 por ciento estaban de acuerdo.
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Contralínea 333 / mayo 2013