Milagros Salazar / Tierramérica / IPS-Voces de la Tierra
Picota, Perú. Desde un furgón que ruge como un búfalo todoterreno, el agricultor peruano Pablo Escudero señala una muralla verde en las alturas. “Ése es nuestro ‘llama lluvias’, el lugar por el que hemos luchado tanto y será la herencia de nuestros hijos”.
Poco después, un letrero en el camino indica “Bosque del Futuro Ojos de Agua”.
Escudero, de 50 años, avanza hasta el corazón de este bosque seco de más de 2 mil 400 hectáreas en el Sur de la región norteña de San Martín, en la provincia de Picota, atrincherado en uno de los afluentes del caudaloso y turbio Río Huallaga.
Él preside la Asociación Bosque del Futuro Ojos de Agua, creada en abril de 2006 y que ahora cuenta con 16 miembros que decidieron privilegiar la protección boscosa en lugar de seguir talando árboles para cultivar.
La Asociación fue la primera en obtener una concesión de conservación privada y comunal en San Martín. Su lucha, que comenzó en 2003, fue premiada por organizaciones no gubernamentales y aplaudida por muchos pobladores inicialmente incrédulos.
En los últimos 50 años, la conservación de los bosques recayó en el Estado, pero en 2000 la Ley Forestal y de Fauna Silvestre estableció que la sociedad civil también podía asumir la tarea.
En forma paulatina, la gente se ha organizado en algunas regiones para aprovechar esta norma, como los agricultores de Picota.
La moneda tiene dos caras: cada año, el país pierde 150 mil hectáreas de bosque por la deforestación de la Amazonia. Pero hay casi 994 mil hectáreas protegidas bajo distintos instrumentos, una superficie más grande que la del suroriental lago Titicaca.
“Cuando llegamos, encontramos motosierras, mafias que querían hacernos daño y nos denunciaron”, cuenta Escudero, quien entre 2007 y 2009 tuvo que enfrentar una denuncia ante la fiscalía del municipio de Pucacaca, al que pertenece el bosque.
Con el apoyo de la no gubernamental Sociedad Peruana de Derecho Ambiental (SPDA), Escudero y otros dirigentes se libraron de la denuncia para seguir trabajando en la conservación. Sólo en mayo de 2010, la asociación obtuvo la concesión por un plazo de 40 años.
Cinco de los 25 gobiernos regionales tienen competencias para otorgar concesiones forestales. San Martín fue el primero en hacerlo y optó por proyectos de conservación no maderables.
“Estos agricultores han trabajado pensando en proteger las cabeceras de cuenca”, dijo a Tierramérica el biólogo Miguel Tang, de la Asociación Amazónicos por la Amazonia (AMPA). “Es un grupo valioso que ha dedicado su tiempo y renunciado a cultivar en un bosque para conservarlo. Creo que es el primer caso nacional”.
Los agricultores migraron a isla Falingahua, a una hora de Ojos de Agua en furgón, donde plantan coco. Antes, la caminata podía llevarles casi cuatro horas.
“Hemos tratado de proteger el bosque de muchas formas: con la inscripción en los registros públicos, fijando hitos, con cuadrillas de compañeros que cuidan y hablando con la gente para que entienda que sin bosque no tendremos agua ni vida”, describe Escudero.
En grupos de tres, recorren el bosque a diario. Ya colocaron 200 hitos de 100 kilogramos para delimitar el territorio y evitar el ingreso de leñadores o de empresas que plantan maíz en los alrededores.
El bosque soporta varias amenazas. Cuando la asociación empezó la tarea, encontró 60 hectáreas deforestadas que se recuperaron en forma natural.
El nombre de este hábitat responde a unos pequeños pozos de agua en las partes altas de este bosque enclavado en un lugar donde el recurso hídrico es escaso.
“Cuando el mono coto (Alouatta seniculus), que es de color naranja y grande, empieza a rugir, el bosque tiembla, pero si grita es porque va a llegar la lluvia”, narra Escudero. Su paraíso también tiene sapos de colores, muchos insectos y una gran variedad de árboles. “Hay mucha riqueza aquí, pero falta investigación”, agrega.
Según indagaciones preliminares para elaborar el plan maestro de la zona, Ojos de Agua tiene árboles quinilla (Manilkara bidentata), especie endémica de los bosques secos, y manchinga (Brosimum alicastrum), cuyos frutos son como nueces pequeñas de alto valor proteico.
Arnaldo Paredes, de 46 años, acompaña a Tierramérica en la expedición y reconoce las huellas de los animales, por ejemplo una sachavaca (tapir amazónico) que estuvo al pie de una manchinga.
Los asociados están construyendo un local para albergar a investigadores y visitantes, y un auditorio.
“Pero no hemos estado solos”, indica Escudero. Desde 2009, reciben recursos de la embajada de Finlandia y apoyo de las autoridades locales, así como asesoría técnica de la SPDA y la AMPA.
Lo que sí hicieron solos fue decidir en qué gastar. En lugar de comprar una camioneta con casi 28 mil dólares que les entregó en 2010 la embajada de Finlandia, adquirieron un furgón que no costó más de 5 mil dólares.
Así pudieron invertir en la fabricación de los hitos, en teléfonos celulares –clave para una comunicación rápida en la custodia del predio– y en una computadora para redactar y guardar los proyectos.
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