En su más reciente libro –La llamada de la tribu–, Mario Vargas Llosa busca convencernos de la superioridad moral del liberalismo frente al socialismo u otras doctrinas que priorizan la justicia distributiva sobre la libertad. Para el premio Nobel, el liberalismo sería algo así como la verdad última a la que ha llegado la especie humana a través de la razón. Es también un estadio superior al que él mismo arribó después de abandonar la tribu: “Optar por el liberalismo fue un proceso sobre todo intelectual de varios años al que me ayudó mucho el haber residido entonces en Inglaterra…”
Conocer de la existencia de campos de concentración en Cuba y su visita a la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en 1968 lo terminó de convencer de los males del comunismo. La década de 1980 sería para Vargas Llosa un momento de reivindicación liberal: dos grandes adalides, Margaret Thatcher y Ronald Reagan, aparecieron al frente de las democracias occidentales para luchar contra el comunismo y recordarle al mundo los logros de sus países en “derechos humanos, en igualdad de oportunidades, en el respeto al individuo y a sus ideas.”
Es aquí donde la tesis principal del libro se desmorona: Vargas Llosa identifica, como si fueran una y la misma cosa, la doctrina liberal con los regímenes democráticos occidentales, y al socialismo con los regímenes comunistas. El liberalismo es una doctrina y, si se trabaja a consciencia, un talante personal. No está encarnado en nadie, ni mucho menos en Reagan que auspició la dictadura militar de Efraín Ríos Montt en Guatemala, acusado de genocidio. El gobierno de Margaret Thatcher tampoco personificó las libertades al promover reformas legales homofóbicas, que en 1988 prohibieron que, en las escuelas públicas, la homosexualidad fuera explicada como una orientación propia de la diversidad humana y no como una desviación. Ondeando la bandera de la libertad, y también de la justicia social, los Estados han cometido crímenes terribles. Son las personas y no las doctrinas las culpables.
La llamada de la tribu es un libro sugestivo que casi nos priva de la posibilidad de discrepar. El arequipeño ha elegido extraordinariamente bien, de acuerdo a sus fines, a los pensadores reseñados: Adam Smith, Ortega y Gasset, Hayek, Popper, Raymond Aron, Isaiah Berlin y Jean-François Revel. Todos hombres, todos occidentales. Los filósofos estudiados en el ensayo parecen formar un todo coherente, centrados en el valor del libre mercado y la democracia, en el que las contradicciones en las que incurrieron serían sólo pequeñas divergencias que nada interfieren en la lógica de sus pensamientos. Por ejemplo, el sionismo y apoyo a la creación del Estado de Israel de Isaiah Berlin, que no habló de las consecuencias que la ocupación inevitablemente tendría para la población palestina, podría ser visto como la comprobación de su teoría de “verdades contradictorias”, que implica la convicción de que perseguir simultáneamente ciertos valores es infructuoso o incluso imposible.
Para Vargas Llosa, la libertad y la igualdad son valores contrapuestos. Ante la disyuntiva habría que escoger, ni duda cabe, el primero. En este punto se hace evidente la falta de revisión de material crítico de las ideas expuestas por los autores estudiados en el ensayo del peruano. Por ejemplo, el filósofo liberal más influyente del siglo XX, John Rawls, dedica buena parte de su obra a tratar de conciliar teóricamente la igualdad y la libertad. Las desigualdades sociales y económicas, para estar justificadas, deben promover el mayor beneficio para las personas menos aventajadas de la sociedad, señaló Rawls en su Teoría de la justicia. Los altos ingresos de un médico especialista, por ejemplo, se justifican por las contribuciones que en el ejercicio de su profesión hace a la sociedad. Otros politólogos continúan pensando los problemas contemporáneos en clave rawlsiana, haciendo énfasis en el sentido igualitario que debe adquirir la libertad, como Martha Nussbaum o Amartya Sen.
En la defensa del liberalismo hecha en La llamada de la tribu, las libertades económicas, morales y políticas van indefectiblemente unidas. Eliminar barreras arancelarias entre Estados y no interferir en la libertad de expresión serían manifestaciones del mismo principio. Podemos estar de acuerdo teóricamente; sin embargo, a la hora de aplicar un criterio libérrimo sin discriminar nos daremos cuenta de las injusticias que hemos generado: pequeños productores nacionales serán avasallados por las importaciones sin reservas, y cientos o miles de trabajadores se verán obligados a migrar a lugares más prósperos; un periodismo irresponsable socavará el derecho a la privacidad de las personas. Todo esto en nombre de la libertad. Por ello, buscaremos al Estado, ese mal necesario de Popper, para que ponga orden.
Así, nos damos cuenta de que el diablo está en los detalles. No, no es que la doctrina liberal debe ser revisada, más bien debemos ser conscientes de la gran disparidad que existe entre las ideas abstractas y su aplicación. Es justo aquí donde no existe un consenso entre liberales, ¿cuánta intromisión de parte del Estado es necesaria para proteger la libertad de todos?, y ¿en qué aspectos debe éste promover la igualdad de oportunidades? A través de la exposición del pensamiento de Adam Smith y de Hayek se comprende la postura del autor de La ciudad y los perros: sólo en materia de educación sería dable la injerencia del Estado. La mano invisible se encargará de regular los demás aspectos de la vida de las personas. Nada más falso, y no hay que ir tan lejos para demostrarlo. En Estados Unidos, por ejemplo, ha quedado en evidencia que la falta de regulación en materia de salud crea disparidades inadmisibles e impropias de la mayor economía del planeta.
La llamada de la tribu es un libro que, como La Sociedad abierta y sus enemigos de Popper, apuesta por el cosmopolitismo: todos los seres humanos formamos parte de una comunidad. Nada que objetar, sin embargo, tengo serias dudas acerca de si en el cosmopolitismo de Vargas Llosa se incluye a los seres humanos que no pertenecen a las “democracias occidentales”, aquellos habitantes de países que llama, siguiendo el término acuñado por Alfred Sauvy, del “tercer mundo.”
Los Estados modernos, especialmente los europeos, han abandonado desde hace muchos años la doctrina liberal clásica. Las constituciones reconocen el papel del Estado en la búsqueda de la igualdad sustantiva a través de políticas que garanticen el cumplimiento de los derechos económicos, sociales y culturales. Es verdad, sin embargo, que desde hace algunos años ha habido una andanada contra el Estado de bienestar, casi siempre de la mano de propuestas proteccionistas e incluso nacionalistas. El más reciente libro del Nobel de literatura ilustra muy bien la relación entre contextos e historias de vida y las ideologías a las que nos adherimos. Esta obra será una referencia accesible, pero no suficiente, para entender la doctrina liberal.