A 107 años de iniciar el movimiento armado registrado en nuestra historia como la Revolución Mexicana, las nuevas generaciones le rinden honores con desfiles alegóricos por las plazas públicas del país pero en su gran mayoría ignoran cuáles fueron los orígenes que desencadenaron una lucha que costó 1 millón de vidas para que las clases obrera y campesina vieran reflejados en la Constitución de 1917 sus reclamos de justicia y su anhelo a una vida más digna.
Suena patético pero lo cierto es que no hay nada que festejar y parece que la sangre derramada hace más de 1 siglo por todo el territorio nacional fue un sacrificio en vano porque las reformas estructurales hicieron retroceder al siglo pasado las condiciones de pobreza y marginación de millones de mexicanos que ahora subsisten con magros salarios y con una marcada injusticia laboral.
Artículos como el 27 y el 123 constitucionales tuvieron en las condiciones de semiesclavitud que prevalecieron durante el régimen porfirista a los detonantes que llevaron al pueblo a abrazar las armas; a principios del siglo XX, los sindicatos estaban prohibidos y los obreros mexicanos eran mal pagados, obligados a trabajar jornadas de hasta 16 horas sin ningún servicio médico o indemnización en caso de accidentes.
Los movimientos de huelga y protesta que se llegaron a dar –como los enarbolados por los mineros de Cananea, Sonora, y los obreros textiles en Río Blanco, Veracruz– terminaron en verdaderas masacres, autorizadas por un régimen totalitario y protector de los intereses de las empresas extranjeras.
Los campesinos, entonces la población mayoritaria, sobrevivían bajo el yugo de los caciques regionales, las más de las veces representados por los gobernadores de los estados nombrados por compadrazgo o amistad con el dictador Porfirio Díaz. Los llamados peones acasillados eran prácticamente esclavos de sus patrones, imposibilitados de salir de los dominios de las haciendas por las deudas contraídas de generación en generación en las tiendas de raya.
Los indígenas no escaparon a la brutal explotación laboral del porfiriato y un ejemplo de ello fueron los yaquis, comprados como esclavos por los dueños de las fincas henequeneras de Yucatán o de las plantaciones de tabaco, en Valle Nacional, para morir de cansancio y hambre ante la ausencia de leyes y autoridades que les defendieran.
Gran parte del contenido social plasmado en la Constitución de 1917 no fue, por ello, una graciosa concesión sino la única forma de recomponer a un país lacerado por la brutal desigualdad social. Si bien surgieron tras la contienda caudillos que intentaron perpetuarse en el poder, como fue el caso de Plutarco Elías Calles, con leyes que dotaban de tierra a los campesinos y conquistas como el derecho a huelga, a una jornada de 8 horas y a una seguridad social a los obreros, presidentes como Lázaro Cárdenas pudieron cristalizar en la realidad el contenido de los Artículos 27 y 123 de nuestra Carta Magna. Estableciendo de paso una educación de corte socialista, que buscó acabar con uno de los peores males al que se enfrentaba México: el analfabetismo.
Ahora debemos preguntarnos si vale la pena conmemorar un suceso histórico al que los tecnócratas en el poder insisten en calificar de “mitos históricos” –como sucede con la Expropiación Petrolera–, desvalorizando al millón de mexicanos que murieron por hacer de México una nación más justa e independiente.
Siendo realistas podemos afirmar que la Revolución ha muerto y la contrarrevolución ha triunfado, ayudada esta última por neoliberales y legisladores apátridas que echaron por la borda el sacrificio de los mexicanos que encendieron la chispa revolucionaria en 1910. La nación entera fue literalmente apuñalada por la espalda con la daga de las reformas estructurales.
Las “reformas”
La reforma laboral hizo añicos lo logrado por el constituyentes de 1917 para que los trabajadores tuvieran estabilidad en el empleo, para garantizarles el acceso a la seguridad social, a una vivienda y una pensión dignas. Ahora, la legalización del outsourcing y los contratos de prueba anulan a las nuevas generaciones el acceso a tales beneficios. La entrega a los banqueros para el manejo de sus ahorros hace peligrar una vejez decorosa para millones de mexicanos.
La reforma energética despojó a la nación de sus riquezas del subsuelo bajo el engaño de la necesidad de asociar a Petróleos Mexicanos con empresas privadas, nacionales y extranjeras, para la explotación de nuestros hidrocarburos. Ahora brotan nuevos y abundantes yacimientos que llenaran los bolsillos de dólares a empresas extranjeras asociadas o representadas por amigos y compadres de políticos que como en el porfiriato se disponen a devastar a México a costa del hambre y la miseria de las mayorías.
La reforma educativa busca minar la estabilidad laboral de miles de profesores de zonas rurales al imponerles evaluaciones arbitrarias que buscan además anular su antigüedad y, con ello, su derecho a una jubilación honrosa. Tal pareciera que para la tecnocracia neoliberal es vital mantener en la ignorancia a los grupos indígenas y pobladores que viven en los rincones apartados del país, para despojarlos de sus riquezas naturales contenidas en sus ancestrales territorios. El ataque sistemático en contra de las normales rurales es una prueba de la intención por dejar sin maestros a miles de mexicanos que luchan todavía contra el analfabetismo.
Ahora entre los efectos colaterales de las reformas está en marcha el plan de privatización para despojar del acceso a la salud a millones de personas que no tienen acceso al Seguro Social o al Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado por carecer de un empleo estable. La marginación aumenta cada año y es inconcebible que en un país con tantos recursos y riquezas naturales uno de cada dos de sus habitantes sea pobre mientras por el sólo pago de los servicios de su deuda pública para cumplir con los compromisos adquiridos con los organismos financieros internacionales se desembolsen 500 mil millones de pesos anuales, en promedio.
Nada hay que festejar de nuestra revolución y sí mucho que repensar. Naciones devastadas por guerras mundiales o conflictos bélicos a su interior, se levantaron de sus cenizas y salieron adelante; antítesis de lo que ocurre en nuestro país donde la tecnocracia neoliberal no sólo olvidó las lecciones del pasado sino retornó al modelo de despojo y explotación de hace un siglo cuando las empresas extranjeras hacían y deshacían a su antojo por todo el país.
Habrá que recordarles que un pueblo sumido en el hartazgo y la desesperación es capaz de levantarse nuevamente en armas o, en otras palabras, en un gran movimiento social como el encabezado hace 1 siglo por figuras como las de Francisco Villa y Emiliano Zapata. Todo es cuestión de encauzar sus demandas y lograr su unidad de lucha.
Martín Esparza Flores*
*Secretario general del Sindicato Mexicano de Electricistas
[OPINIÓN]