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Tercera parte. Al interior de Estados Unidos, la población enfrenta una profunda crisis social. El acceso a la salud se ha vuelto un privilegio; millones padecen la falta de atención médica mientras el problema de las drogas –impulsado desde hace más de medio siglo por las propias élites del poder– sigue destruyendo vidas.
La desigualdad económica es abismal. Más de 7 millones de personas carecen de empleo, 2 millones están encarceladas y medio millón no tiene un techo donde dormir. Los pueblos originarios continúan siendo violentados, despojados y discriminados.
El cambio climático, producto directo de políticas gubernamentales orientadas al lucro y no a la protección ambiental, cobra cientos de vidas cada año. Incendios, tornados y huracanes devastan comunidades enteras. Solo el huracán Helene dejó más de 250 muertos. A pesar de estas tragedias, el gobierno sigue indiferente y enfocado en servir los intereses de las grandes corporaciones.
Donald Trump profundizó esta situación con la imposición de su BBB, la llamada “Beautiful Big Bill”, presentada el 3 de julio como una “gran y hermosa” reforma fiscal. En realidad, se trata de una medida cruel que reduce los impuestos a los más ricos y castiga a los sectores populares y a los inmigrantes. Los recortes dejan a más de 12 millones de personas sin acceso a la salud y disminuyen los apoyos alimentarios.
La población más vulnerable enfrenta el riesgo de perder la subvención para sus hogares, lo que agrava la crisis de vivienda. Mientras tanto, el gobierno canaliza recursos millonarios a la construcción del muro fronterizo con México y a los campos de detención de migrantes.
En contraste, el Pentágono absorbe 850 mil millones de dólares del presupuesto federal, un gasto que coexiste con un déficit fiscal de 5 billones y una deuda nacional que supera los 37 billones de dólares.
El cierre del gobierno federal, que comenzó el 1 de octubre, se convirtió en el más prolongado de la historia estadunidense. Paralizó programas de ayuda y afectó a decenas de millones de trabajadores. Según una encuesta de PerryUndem, el 77 por ciento de la población considera que el cierre incrementó el hambre, mientras el 83 por ciento asegura que muchas familias se vieron obligadas a saltarse comidas.
La llamada “primera potencia mundial” muestra así su rostro más real: un país donde la pobreza, la desigualdad y la desesperanza avanzan mientras las élites concentran el poder y la riqueza. El discurso de la prosperidad estadunidense se desmorona frente a una realidad marcada por la exclusión, el racismo y la impunidad institucional.
Ante la creciente protesta social, el gobierno de Donald Trump optó por la represión. El 6 de junio ordenó el despliegue de 4 mil efectivos de la Guardia Nacional y 7 mil marines para contener las manifestaciones contra las deportaciones masivas. Los migrantes, apoyados por amplios sectores de la población, se opusieron con firmeza a la política de expulsión y al trato inhumano en los centros de detención.
Las redadas alcanzaron a personas con años de trabajo en Estados Unidos e incluso a quienes contaban con residencia o documentación legal. En una sola operación, 500 trabajadores fueron detenidos en la planta de Hyundai en Los Ángeles. La represión desató resistencia en ciudades como Washington, Los Ángeles, Chicago, Florida, Texas y Colorado, donde miles se volcaron a las calles para defender los derechos humanos.
En la frontera sur, la militarización se profundizó. En estados como Texas, Arizona y Nuevo México se desplegaron miles de tropas y elementos de la Guardia Nacional bajo el pretexto de “asegurar la frontera”. Las imágenes de soldados patrullando zonas habitadas por familias trabajadoras reflejan la deriva autoritaria de un país que, paradójicamente, se autoproclama defensor de la libertad.
Las redadas masivas, los arrestos arbitrarios y la coordinación de múltiples agencias policiales y militares no lograron intimidar a la población. Desde barrios populares y comunidades migrantes, surgieron nuevas voces de resistencia. Personas de distintas condiciones sociales se unieron para enfrentar la represión y denunciar los abusos del Estado. Las calles resonaron con consignas de dignidad: “¡Ningún ser humano es ilegal!” y “¡Alto a las deportaciones y la detención masiva!”.
El 11 de agosto de 2025, Trump dio un paso más en su política de control y violencia interna al ordenar el despliegue de la Guardia Nacional en Washington. Su mandato incluyó la expulsión “inmediata” de las personas sin hogar. Además, anunció que declararía una emergencia nacional, con lo que militarizó y federalizó la capital del país. En apenas 10 días, las fuerzas de seguridad arrestaron a 630 personas, muchas de ellas por el simple hecho de no tener vivienda.
Un mes después, en septiembre de 2025, Trump volvió a exhibir su desprecio por la vida humana y su retórica de odio. Durante una comparecencia pública, utilizó la expresión “Chipocalypse Now” para referirse a Chicago. Afirmó que “ama el olor de las deportaciones por la mañana”. Y, con tono cínico, indicó que “Chicago está a punto de descubrir por qué se llama Departamento de Guerra”.
Trump ya no se guía por la ley nacional, sino por las leyes de la guerra. Trata a los migrantes como “enemigos extranjeros” y justifica la violencia institucional bajo la obsoleta Ley de Enemigos Extranjeros de 1798, una norma que niega derechos básicos y legitima la persecución. Chicago, convertida en el epicentro de la resistencia, se levanta contra la ocupación militar ordenada por la Casa Blanca.
La militarización interna, disfrazada de política de seguridad, desnuda la verdadera naturaleza de un gobierno que utiliza el miedo y el nacionalismo como armas de control social. En nombre del orden, Trump avanza hacia una forma de autoritarismo que coloca al país al borde de una crisis moral y política sin precedentes.
Mientras Estados Unidos endurecía su política interna, Donald Trump extendió su ofensiva al plano internacional. Su administración impulsó una guerra económica sin precedentes, dirigida contra China, Rusia, Irán y buena parte de América Latina. En nombre de la “seguridad nacional”, reinstaló viejos mecanismos de control y sanción que afectaron tanto al comercio mundial como a la estabilidad financiera de múltiples países.
Trump concibió la economía global como un campo de batalla. En lugar de cooperación, impuso castigos comerciales, aranceles abusivos y bloqueos financieros. Las sanciones contra China y Rusia paralizaron transacciones internacionales; asimismo, afectaron el precio del petróleo, el gas y los productos tecnológicos.
La tensión se trasladó a los mercados: bolsas en caída, fuga de capitales, inflación y una incertidumbre global que golpeó con fuerza a las economías más frágiles.
La lógica imperial se hizo visible. Trump buscó reafirmar la hegemonía de Estados Unidos a través del castigo económico. Sus discursos repetían una idea: “América primero”, pero esa consigna se tradujo en aislamiento y represión para el resto del mundo. La administración estadunidense convirtió el dólar en un arma política, utilizando su dominio sobre el sistema financiero internacional para doblegar gobiernos enteros.
En América Latina, el impacto fue devastador. Países como Venezuela, Cuba y Nicaragua fueron objeto de bloqueos que impidieron importar medicinas, alimentos y bienes esenciales. México no quedó al margen: las presiones comerciales se combinaron con la amenaza de imponer aranceles a productos agrícolas y manufactureros si no se incrementaba el control migratorio en la frontera sur. La relación bilateral se tensó mientras Washington utilizaba su poder económico para imponer su agenda política.
En paralelo, Trump reactivó las sanciones contra Irán, congeló fondos en bancos europeos y amenazó con castigos a cualquier nación que comerciara con Teherán.
Con estas medidas, el gobierno estadunidense desestabilizó rutas energéticas enteras y generó crisis en los mercados petroleros. La guerra económica, presentada como una estrategia de defensa, se convirtió en un arma de dominación global.
El propio presidente no disimuló su desprecio por los organismos internacionales. Denunció el multilateralismo, retiró fondos a la ONU y descalificó a la Organización Mundial de la Salud, la Unesco y el Consejo de Derechos Humanos.
En cada intervención pública, reforzó su discurso nacionalista y su rechazo a cualquier forma de cooperación internacional. Estados Unidos, bajo su mando, se replegó sobre sí mismo, encerrado en una lógica de confrontación que recuerda los momentos más oscuros de la Guerra Fría.
La llamada “guerra comercial” no sólo afectó a los Estados, sino también a las personas. Millones de trabajadores migrantes, campesinos y pequeños productores en distintas regiones del mundo sufrieron las consecuencias directas de los aranceles y los bloqueos. En fábricas, plantaciones y puertos, la crisis se tradujo en desempleo y precariedad.
Las cadenas de suministro globales se fragmentaron, los precios subieron y el acceso a los alimentos básicos se volvió más incierto para los sectores populares.
Detrás del discurso patriótico de Trump se esconde una profunda estrategia de concentración del poder económico. Mientras las élites financieras y las corporaciones armamentistas multiplicaban sus ganancias, la mayoría de la población enfrentaba el deterioro de sus condiciones de vida.
La promesa de “recuperar el empleo estadunidense” se transformó en propaganda: las industrias se automatizaron y las comunidades obreras, en lugar de renacer, se empobrecieron.
La “América grande” que Trump prometió se sostiene sobre la exclusión y el castigo. Su proyecto económico, militar y simbólico no busca prosperidad compartida, sino dominación. En ese contexto, los pueblos del mundo se ven arrastrados por una ola de sanciones, guerras y crisis que responden a la ambición de un solo hombre y de un sistema que lo respalda.
Mientras la administración de Donald Trump impulsaba sanciones y bloqueos fuera de sus fronteras, dentro del país se profundizaba una crisis política sin precedentes. El discurso del “enemigo interno” sirvió para justificar una expansión de los mecanismos de control social.
Las agencias de seguridad, el ejército y la policía adquirieron un papel central en la vida pública, bajo el argumento de proteger a la nación del terrorismo, la migración ilegal y la delincuencia.
El gobierno federal fortaleció los aparatos de vigilancia masiva. Las escuchas telefónicas, el espionaje digital y la recopilación de datos personales se normalizaron como parte del discurso patriótico. Las redes sociales, lejos de ser un espacio de libertad, se convirtieron en herramientas de propaganda y manipulación. Las campañas de desinformación desde la Casa Blanca generaron un ambiente de polarización extrema, donde cualquier crítica era presentada como traición a la patria.
El control mediático fue otro de los pilares del nuevo autoritarismo. Trump atacó de forma sistemática a los medios de comunicación que no le eran afines, calificándolos de “enemigos del pueblo”.
Promovió cadenas y programas que replicaban sin matices su narrativa, construyendo una realidad paralela en la que él aparecía como el salvador frente a un país en decadencia. Este discurso, sostenido por el miedo y el nacionalismo, dividió a la sociedad estadunidense en bandos irreconciliables.
Las instituciones democráticas se debilitaron. El poder judicial fue presionado para actuar conforme a la agenda presidencial, mientras el Congreso enfrentaba bloqueos y amenazas. La Casa Blanca acumuló poder a través de decretos y órdenes ejecutivas, desplazando el equilibrio entre los tres poderes. Bajo la retórica de “recuperar la grandeza de América”, se erosionaron derechos civiles conquistados durante décadas de lucha.
En las calles, el descontento se manifestó en protestas masivas contra el racismo, la desigualdad y la violencia policial. El movimiento Black Lives Matter fue reprimido con gases lacrimógenos, detenciones arbitrarias y despliegues militares en ciudades enteras.
La imagen del presidente cruzando la explanada de la Casa Blanca escoltado por tropas federales para posar con una Biblia frente a una iglesia vacía se convirtió en símbolo de esa deriva autoritaria: religión, poder y fuerza militar fusionados en una misma escena.
Al mismo tiempo, los discursos de odio encontraron un espacio en la esfera pública. Las agresiones raciales aumentaron, al igual que los crímenes motivados por ideologías supremacistas. Grupos armados de extrema derecha desfilaron abiertamente en manifestaciones, amparados por el discurso presidencial. Las redes sociales amplificaron su mensaje, creando una sensación de caos permanente que favorecía el control y la represión.
Trump no inventó esa fractura, pero supo capitalizarla. Su figura encarnó el resentimiento de amplios sectores desplazados por la globalización y la crisis económica. En ellos depositó un nacionalismo agresivo, dirigido contra inmigrantes, mujeres, afroamericanos y cualquier voz disidente.
Lo que en apariencia era un proyecto político se reveló como una estrategia de manipulación emocional a gran escala, sostenida por el miedo, la desinformación y la promesa de restaurar un pasado idealizado que nunca existió.
Así, Estados Unidos, que durante décadas se presentó como modelo de democracia y libertad, comenzó a mostrar los rasgos de un régimen autoritario: concentración del poder, militarización, censura, represión y control mediático. Lo que alguna vez se proclamó como “la tierra de la libertad” se fue transformando en un país dividido, vigilado y cada vez más alejado de los valores que decía defender.
México se ha mantenido históricamente en el radar geopolítico de Estados Unidos, tanto por su ubicación estratégica como por sus vastos recursos naturales. Bajo el discurso de la “seguridad compartida”, Washington ha buscado justificar su intervención en territorio mexicano, primero a través del Plan Mérida y ahora bajo nuevos esquemas de cooperación militar y policial. La narrativa de la “lucha contra el narcotráfico” ha servido para camuflar intereses económicos, energéticos y de control político.
El Plan Mérida, firmado durante el gobierno de Felipe Calderón Hinojosa, fue presentado como una alianza para combatir el crimen organizado. En realidad, implicó una transferencia de poder hacia agencias estadunidenses, que comenzaron a operar con mayor libertad en territorio nacional.
Equipos de inteligencia, armamento, asesorías militares y sistemas de vigilancia reforzaron la dependencia de México respecto a Washington. La política de “guerra contra las drogas”, impulsada por el propio Calderón, terminó por convertir al país en un laboratorio de violencia.
Miles de muertes, desapariciones y desplazamientos fueron el saldo de una estrategia dictada desde el norte. Las fuerzas armadas mexicanas, sin una depuración interna ni controles civiles efectivos, fueron lanzadas a las calles para enfrentar a los cárteles, generando más caos y violaciones a los derechos humanos.
La supuesta “guerra al narco” se transformó en una guerra contra la población, donde comunidades enteras quedaron atrapadas entre los grupos criminales y las fuerzas del Estado.
Estados Unidos, por su parte, se benefició del caos. Las empresas armamentistas multiplicaron sus ganancias gracias al tráfico de armas hacia México, mientras que los bancos norteamericanos lavaban miles de millones de dólares provenientes del narcotráfico.
La hipocresía del discurso se evidenció en el consumo interno de drogas: mientras el país más poderoso del mundo señalaba a sus vecinos por el tráfico de estupefacientes, sus propios ciudadanos sostenían el mercado con millones de consumidores.
Con la llegada de nuevas administraciones, el discurso cambió, pero la estructura de dominación se mantuvo. La cooperación en materia de seguridad se renombró, se maquilló con el lenguaje de la diplomacia y los derechos humanos, pero los objetivos siguieron siendo los mismos: mantener el control político y económico sobre México. El interés real de Estados Unidos no es la paz, sino la estabilidad que garantice el flujo de mercancías, energía y capitales, sin importar el costo social.
Hoy, el desafío para México radica en romper con esa lógica de subordinación. Recuperar la soberanía implica repensar la seguridad desde una visión integral, que atienda las causas sociales de la violencia: la desigualdad, la pobreza y la exclusión.
Mientras el país dependa de los dictados del norte, será imposible construir un modelo de justicia propio. La independencia no se decreta, se ejerce en la práctica, en las decisiones políticas que priorizan al pueblo sobre los intereses externos.
El llamado Plan Michoacán, anunciado por la presidenta Claudia Sheinbaum, busca precisamente retomar esa agenda desde una perspectiva distinta: la de la justicia social y la reconstrucción del tejido comunitario.
Sin embargo, los desafíos son enormes. La herencia del neoliberalismo y de los gobiernos sometidos a Washington dejó un país fracturado, con territorios controlados por el crimen y una sociedad cansada de la impunidad. El reto no es menor: reconstruir el Estado de Derecho desde la dignidad, no desde la imposición militar.
América Latina enfrenta un nuevo ciclo de tensiones. Estados Unidos busca reafirmar su dominio sobre la región, reeditando viejas estrategias de intervención, sanciones y presión diplomática. Sin embargo, los pueblos de América han aprendido de la historia. Desde México hasta Argentina, resurge la conciencia soberana que defiende el derecho de cada nación a decidir su propio destino sin tutelas ni imposiciones.
El discurso del “orden global” que Washington intenta imponer ha perdido legitimidad. Las guerras preventivas, los bloqueos económicos y las políticas de exclusión ya no se presentan como defensa de la democracia, sino como lo que realmente son: mecanismos para sostener privilegios. América Latina ha sido un territorio de resistencia frente a esos abusos. La revolución cubana, la lucha venezolana, la dignidad boliviana y la reciente unidad regional marcan el camino hacia un modelo distinto de desarrollo.
La soberanía no se reduce a la defensa militar. Se expresa también en la capacidad de decidir sobre los recursos naturales, en el control de las políticas energéticas, en la independencia tecnológica y en la cooperación solidaria entre los pueblos. La integración latinoamericana, tantas veces interrumpida por golpes, bloqueos o campañas mediáticas, hoy se vuelve urgente. Frente a un mundo en crisis, la región tiene la oportunidad de construir un bloque basado en la justicia, la equidad y el respeto mutuo.
México, como puente entre el norte y el sur, tiene un papel clave. Su historia lo coloca en el centro de las disputas globales, pero también lo dota de una responsabilidad histórica: ser parte activa de la emancipación continental. Recuperar su soberanía no solo implica defender su territorio, sino acompañar las causas justas de los pueblos latinoamericanos. La política exterior mexicana debe volver a los principios de no intervención, autodeterminación y cooperación para el desarrollo.
En este escenario, los gobiernos progresistas de la región enfrentan un desafío doble: resistir las presiones del imperialismo y, al mismo tiempo, responder a las demandas internas de justicia y bienestar. No hay soberanía posible sin igualdad social, sin educación pública de calidad, sin salud universal y sin trabajo digno. La libertad no se conquista únicamente en el plano diplomático, sino en la vida cotidiana de millones de personas.
Trump representa el rostro más crudo de un sistema en decadencia, pero su política no es un accidente. Es la expresión de un modelo que privilegia la guerra sobre la paz, la ganancia sobre la vida. Frente a eso, América Latina tiene la oportunidad de ofrecer una alternativa: una civilización basada en la cooperación, la dignidad y la defensa de la humanidad.
El futuro de la región dependerá de su capacidad para mantenerse unida. Ningún país, por sí solo, puede enfrentar el poder económico y militar de Estados Unidos. Solo la unidad podrá romper el cerco. Desde los Andes hasta el Río Bravo, los pueblos alzan la voz con una certeza compartida: la independencia no se pide, se ejerce.
En medio de las turbulencias políticas y económicas, América Latina vuelve a recordar sus raíces. La historia demuestra que cada vez que el imperio ha intentado doblegar a sus pueblos, estos han respondido con más fuerza, con más conciencia y con más esperanza. Hoy, como ayer, el desafío es resistir y construir una patria grande libre, justa y soberana.
Pablo Moctezuma Barragán*
*Doctor en estudios urbanos, politólogo, historiador y militante social
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