En días recientes se confirmó que la acusación en contra del gobernador con licencia Javier Duarte de Ochoa es por el delito de lavado de dinero. Ello, por operaciones que supuestamente realizó con recursos procedentes de un quebranto millonario a las finanzas de Veracruz.
Según la Procuraduría General de la República (PGR), el defenestrado priísta habría blanqueado 253 millones de pesos que supuestamente desfalcó a las secretarías estatales de Salud y Educación, y que de forma ilegal habría transferido a varias empresas fantasma para después destinarlo, en su mayoría, a la adquisición del rancho Las Mesas, en el Estado de México.
Sin embargo, el monto del daño al erario podría ser mucho mayor. Y es que los desfalcos a las arcas veracruzanas suman miles de millones de pesos, y no centavos como pretende hacernos creer la PGR.
Tan sólo en los ejercicios de 2011 a 2014, la Auditoría Superior de la Federación (ASF) señaló irregularidades en ese gobierno estatal por 27 mil 503.5 millones de pesos, correspondientes sólo al gasto federalizado: 13 mil 456.4 millones del periodo de 2011 a 2013 y 14 mil 47.1 millones de 2014.
A esas cifras multimillonarias de desvíos y demás corruptelas se deberán sumar las anomalías que detecte la ASF en las evaluaciones a los ejercicios 2015 y 2016, también responsabilidad del exgobernador Duarte, que inició funciones el 1 de diciembre de 2010.
Pero eso no importa, pues la averiguación en contra de Duarte de Ochoa se hizo porque ya era insostenible mantenerlo en la impunidad, y no porque realmente prevalezca el estado de derecho en México o porque las autoridades se ocupen de hacer justicia. Para nadie es un secreto que la estructura gubernamental protege a sus corruptos hasta que ya no puede.
Por ello, hasta hace unos días esas alertas que ha venido haciendo la Auditoría Superior sobre los fraudes en Veracruz le pasaron de noche a las autoridades financieras, entre las que sobresalen la Comisión Nacional Bancaria y de Valores (CNBV), la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) y el Servicio de Administración Tributaria (SAT) –dependientes de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público– y la Unidad Especial de Investigación de Operaciones con Recursos de Procedencia Ilícita y de Falsificación o Alteración de Moneda, de la PGR. Ello incluso a pesar de que el máximo órgano de fiscalización del país interpuso varias denuncias penales contra la administración veracruzana.
Sobre esta ausencia de actuación no se puede exculpar a las autoridades financieras aduciendo incapacidad para detectar, primero, el fraude contra el erario y, luego, el lavado de dinero. Es claro que lo que hubo y hay es franca complicidad.
Una complicidad que ha permitido que muchos gobernantes defrauden sus estados, como sería el caso de Jorge Torres, exgobernador interino de Coahuila, acusado en 2013 de lavar 2.8 millones de dólares en Bermuda, pero no por la justicia mexicana, sino por una corte federal de Estados Unidos.
Lo mismo ocurrió con Eugenio Hernández Flores, exgobernador de Tamaulipas, señalado por una corte estadunidense en 2015 de blanqueo de capitales; y con Humberto Moreira, de Coahuila, cuyo proceso en España no prosperó. Un último caso es el del exgobernador de Sonora Guillermo Padrés, quien enfrenta cargos de lavado ante la justicia mexicana.
Sin duda, los casos de Duarte, Padrés, Torres, Hernández y Moreira evidencian la fragilidad de las instituciones encargadas de combatir el lavado, mismas que se doblan ante los intereses particulares de gobiernos y partidos. Fragilidad que, por desgracia, se traduce en complicidad para proteger actualmente a otros funcionarios, políticos, integrantes del poder judicial y gobernantes corruptos.
Éstos engrosan la lista de personas políticamente expuestas y ni así son escrupulosamente fiscalizados. Dicha lista –elaborada por la Secretaría de Hacienda y que debería servir para vigilar con lupa las finanzas de quienes ejercen cargos públicos– también incluye al presidente de la República, a los secretarios de Estado, a los titulares de organismos paraestatales, a los ministros, magistrados, jueces, consejeros de la Judicatura; a los titulares de órganos autónomos –como el Instituto Nacional Electoral–; a los senadores y diputados, entre otros.
Pero hasta ahora, esos controles han sido inútiles para evitar el lavado de dinero desde la esfera de los poderes político, gubernamental y judicial. Eso lo demuestra la escasez de investigaciones y, en consecuencia, la casi nula actuación contra quienes resulten responsables.
Por lo pronto, la CNBV, la UIF, el SAT y la Unidad Especial de la PGR podrían empezar por vigilar a esas personas políticamente expuestas; en especial a los 32 gobernadores, pues la ASF ha detectado irregularidades en todas las entidades federativas.
En el periodo de 2011 a 2014, las anomalías ascendieron a 175 mil 295.6 millones de pesos, monto que incluye sólo los recursos fiscalizados por la “Auditoría especial del gasto federalizado”, pero que no engloba las cifras observadas en auditorías al gobierno federal.
De acuerdo con la ASF, en términos de probables desfalcos a las finanzas estatales, después de Veracruz sigue Michoacán, que en el mismo periodo registró irregularidades por 21 mil 745.8 millones de pesos.
A ésta le sigue Jalisco, con anomalías por 16 mil 352.6 millones; el Estado de México, por 14 mil 898.3 millones; Chiapas, por 9 mil 625.9 millones; Guerrero, por 8 mil 757.7 millones; Oaxaca, por 7 mil 195.6 millones; Guanajuato, por 6 mil 973.8 millones, por mencionar sólo algunos casos.
Las autoridades financieras tienen herramientas legales para investigar y castigar estos delitos, sólo falta voluntad política para actuar contra quienes se corrompen y quebrantan las finanzas públicas de este lastimado país.
[AGENDA DE LA CORRUPCIÓN]
Nancy Flores
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