Al convivir diario con expertos en diferentes áreas del conocimiento ambiental y viajar a increíbles sitios naturales para conocer a las personas que habitan en comunidades dentro de estos sitios, no es raro que constantemente escuche hablar de la riqueza biológica de nuestro país, e incluso, he memorizado un dato, obligatorio para todo aquel que se involucre en temas ambientales: México es el cuarto país con mayor biodiversidad a nivel mundial.
Pero no es sino hasta hoy que he reflexionado respecto de la responsabilidad que implica poseer tal riqueza y las diversas maneras en las que se ha aprovechado tal magnitud de recursos disponibles. Me he preguntado también si hemos sido capaces de darles algún tipo de valor, y cuál ha sido éste.
Hablar de riqueza natural ha significado por mucho tiempo la disponibilidad de un gigantesco abanico de alternativas de recursos para nuestra vida cotidiana. No sólo de especies vegetales y animales, sino también del agua, el viento, los recursos minerales, el sol, entre muchos otros. Éstos han cobrado el significado de materia prima para elaborar los productos y servicios que hacen la vida más cómoda.
Cuán noble es la naturaleza que nos provee de los elementos necesarios para vivir plácidamente. Y qué lamentable que se aproveche la ocasión para seguir, paradójicamente, las leyes “naturales” del consumo, en las que usamos un recurso funcional en su máximo rendimiento al grado de sobreexplotarlo, o en su mínimo rendimiento para desperdiciarlo.
Se utiliza un mismo recurso hasta que se acaba, se saca el mayor provecho de él y termina por declararse agotado; en el caso de las especies, extinto. Una vez agotado (o extinto) se busca un sustituto para comenzar de nuevo su explotación. Y una vez llegado este punto, ¿quién cuestiona lo que se ha perdido? ¿Somos conscientes de la pérdida?
Estamos tan acostumbrados a usar las especies y los “servicios” ambientales de manera gratuita que no hemos sido capaces de valorar lo que perdemos. No pagamos el aire que respiramos ni somos multados por su daño o desperdicio; no pagamos por el proceso de un árbol que filtra el agua de lluvia ni por la fertilidad del suelo para que crezca una nueva flor; nos da igual que un águila mantenga en equilibrio la cadena alimenticia…
Pero lo más terrible es que hemos olvidado que somos una especie completamente dependiente de estos recursos. Ese falso imaginario que nos hemos creado sobre la riqueza de la biodiversidad nos ha llevado a creer que no tenemos que preocuparnos por la escasez de uno solo de los recursos naturales, o por su total desaparición, quizá porque generalmente, dentro de una amplia gama de posibilidades, no se “nota” una pérdida y en caso de necesitarse, se recurre a otras alternativas para cubrir esa falta.
Saber que somos una de las 12 naciones consideradas megadiversas por poseer, entre ellas, el 70 por ciento de la biodiversidad total del planeta no nos convierte en una fuente inagotable de recursos para repartir en el país y el mundo; es un orgullo, sí, pero también una responsabilidad que debemos aprender a valorar en los términos de su existencia pasada, presente y futura.
Nos obliga a detenernos y pensar en la regeneración o restauración de la biodiversidad que poseemos y no en su sustitución. Buscar una alternativa para saciar la demanda de una especie extinta es como poner “un parche” a la naturaleza. Es el reflejo de una lección que no hemos aprendido y seguimos reprobando. Conocemos y padecemos la escasez de agua, la extinción de 43 especies de pinos en México (que representan el 39 por ciento mundial) y de 251 especies de magueyes, por ejemplo, e insistimos en fingir que todo sigue “en orden” mientras aún nos quede otro tanto de agua, pinos y magueyes que puedan amortiguar esa pérdida.
Debemos obligarnos moral y socialmente a no conformarnos con el reemplazo o con la practicidad de instrumentos y alternativas que exploten otros recursos; pues así sólo se comenzaría un nuevo ciclo de usar, sobreexplotar, agotar y reemplazar.
Por qué no pensar en cambios y sustituciones cuando vienen de la iniciativa de emplear recursos menos contaminantes y renovables en el marco de la sustentabilidad, es decir, atendiendo las necesidades de desarrollo social y económico, pero también ambiental. Iniciativas que se orienten a un equilibrio entre el uso y la demanda de los bienes naturales, no de una solución de emergencia para encubrir una pérdida permanente.
En estos términos, donde la biodiversidad es considerada un capital natural, debemos apelar al uso responsable de la afortunada riqueza que posee nuestro país, valorarla y gestionarla bajo un concepto de consumo responsable, buscando siempre el desarrollo de la sociedad en armonía con la naturaleza.
*Comunicación de Pronatura
Fuente: Contralínea 286