Madrid, España (Inter Press Service). La crisis de Covid-19 no ayudará demasiado al ambiente ni a paliar el cambio climático: la reducción de emisiones es insignificante (en parte por su carácter no permanente) comparada con lo que realmente tenemos que hacer para mantener el calentamiento global en niveles aceptables.
Además, debemos tener cuidado con cómo salimos de la crisis. Algunos elementos pueden contribuir a que no lo hagamos en la dirección correcta.
Los precios del petróleo han bajado a niveles ridículos: no hay demanda y tampoco hay ya lugar para almacenarlo. Estas condiciones debilitan la motivación para sustituirlo por combustibles más sostenibles.
Los precios del dióxido de carbono ( CO?) también bajaron mucho por el parón económico. Al igual que en el caso del petróleo, es una tendencia normal: al bajar la actividad económica, se reducen las emisiones. Por tanto, también disminuye la necesidad de disponer de permisos para emitir.
Sin embargo, en este caso hay un sistema de almacenamiento incorporado al mercado europeo de emisiones: el banking. Existe la posibilidad de guardar permisos (o de comprarlos ahora) para utilizarlos luego, cuando sean más caros. Esto, que algunos podrían considerar especulación indeseable, es muy positivo. Permite estabilizar el precio de los permisos y reducir el costo de alcanzar un determinado nivel de contaminación.
Al comprar permisos ahora, sube el precio del CO?. En el futuro, cuando (ojalá) la actividad económica se recupere, el precio de emitir será inferior al que hubiera habido sin banking. La cantidad emitida será la misma, pero el coste y, por tanto, el impacto económico, será menor. El banking ya se ha puesto en marcha, y por eso los precios se han recuperado hasta niveles cercanos a los que había antes de la crisis.
Por último, existe la tentación de primar la recuperación económica y postergar o incluso dejar sin efecto temporalmente medidas ambientales por sus posibles consecuencias negativas a corto plazo para la economía. Algunas de las propuestas del presidente estadunidense Donald Trump, por ejemplo, parecen ir en esta dirección. Este riesgo es aún mayor dada la amenaza de que los populismos y nacionalismos crezcan con la crisis.
En estas condiciones, ha surgido un debate muy apropiado sobre cómo convertir esta crisis en una oportunidad. Dirigiendo correctamente los flujos de dinero que se van a movilizar para recuperar la actividad, es posible crear una economía más sostenible.
No es una cuestión sencilla. Igual que muchos tratan de defender el status quo con la excusa de la recuperación económica (aerolíneas, compañías petrolíferas, etc.), existe el riesgo de enfocar mal esta oportunidad. Puede convertirse simplemente en una extracción de rentas públicas que beneficie a algunos agentes con negocios verdes a costa del consumidor o contribuyente. De esta forma, no se promovería un cambio de modelo económico hacia uno menos consumista y más sostenible. Por eso es importante que este debate sea serio y riguroso.
Para canalizar correctamente las ayudas públicas, podrían distinguirse dos fases: una enfocada a evitar el hundimiento de la economía y otra en la que comenzamos a reconstruir.
En la primera fase no debería haber muchas restricciones previas. Lo importante es que el dinero llegue lo antes posible a quienes lo necesitan: las familias y las empresas. Esto no significa que nos debamos lavar las manos acerca de cómo se usa ese dinero: tenemos que tratar de evitar que se utilice para los fines equivocados.
Por ejemplo, se podrían pedir contrapartidas a las empresas que lo reciban: pedirles a cambio una estrategia de futuro alineada o compatible con la descarbonización.
Ahora bien, hay que tener cuidado con no pedir imposibles. Sería poco realista, por ejemplo, pensar que debemos salvar a las aerolíneas sólo si se comprometen a reducir sus emisiones de hoy para mañana. Esto es técnicamente imposible. Tampoco parece tener mucho sentido invertir dinero público en salvar industrias a las que no queda mucho tiempo de vida en su configuración actual.
Pero hay sectores donde la condicionalidad de las ayudas puede ser muy efectiva. Un ejemplo es el sector turístico en España, con mucho potencial para descarbonizarse y hacerse más resiliente con las inversiones necesarias. O el sector de la automoción, que debe evolucionar hacia un paradigma eléctrico.
En esta primera fase podríamos aprovechar también la bajada en los precios de los combustibles o el CO? para, aunque parezca contraintuitivo, introducir esa fiscalidad ambiental que llevamos tanto tiempo esperando. Esto evitaría que volviéramos a consumir más petróleo o más carbón.
Por un lado, la bajada de precios crea margen para introducir impuestos sin que los consumidores o empresas noten el golpe. Por otro, permite obtener ingresos públicos en lugar de enviar las rentas a los países productores de combustibles fósiles.
Finalmente, en los casos en los que el dinero público (como el del Banco Central Europeo) se dirige a comprar deuda pública, se podría exigir que, cuando esa deuda se utilice para inversión, lo haga con criterios sostenibles. Por ejemplo, Peter Sweatman y Brook Riley animan al Banco Central Europeo a que use parte de sus fondos para comprar deuda del Banco Europeo de Inversiones. Este, en línea con el Green Deal, ha establecido criterios ambientalmente exigentes para su financiación.
Cuando pase la crisis sanitaria, puede comenzar la fase de estímulo de la economía. En esta etapa, si de verdad queremos avanzar hacia una economía sostenible, debemos asegurarnos de que financiamos inversiones y no gastos. Y que las inversiones van dirigidas no solamente al capital físico, sino también al capital humano.
A estas alturas, hemos aprendido algunas lecciones: tenemos que invertir más en salud pública y en tecnologías de la comunicación para que nadie se quede atrás. Todo ello con criterios de sostenibilidad ambiental y social, no sólo económica.
También tendremos que invertir para reducir nuestras emisiones de gases de efecto invernadero y descarbonizar el sector energético. Además, cuando invertimos en eficiencia o renovables no sólo ayudamos a la descarbonización, sino que, por su propia definición, creamos valor añadido y reducimos el gasto, algo muy deseable.
La cuestión es si debemos priorizar todas las inversiones hacia el sector energético y la lucha contra el cambio climático. La salud y la educación también son muy importantes, aunque no se gane dinero. Incluso las infraestructuras, si contribuyen a una mayor sostenibilidad (por ejemplo, con un urbanismo más amable). Aquí hace falta una discusión pública sosegada. Sólo bien informados y no contaminados por intereses económicos ajenos es posible establecer prioridades.
Además, si el objetivo es levantar de nuevo la economía nacional, no basta con apoyar económicamente para invertir en equipos renovables o de eficiencia. Puede que éstos no se produzcan en España y que no contribuyan lo necesario a la creación de empleo, de renta, de competitividad y de conocimiento. Para levantar realmente la economía nacional hace falta invertir con inteligencia en aquellos sectores en los que somos competitivos y que, por tanto, generan renta nacional. Y también en los que podemos serlo.
Por ejemplo, según este reciente estudio, España parece tener potencial para ser competitiva en tecnologías verdes, por el tipo de productos que ya exporta. Pero también puede serlo en otro sectores como el biosanitario, o en la educación.
La política industrial inteligente debe jugar un papel fundamental. Como bien nos recuerda Rodrik, es fundamental para lograr un crecimiento verde y sostenible (porque las numerosas externalidades asociadas hacen imposible que se produzca solo).
Además, al contrario que otras políticas cuyo único objetivo es el proteccionismo, esta tiene beneficios globales. Sus características esenciales son:
-Que haya instituciones que permitan la colaboración entre el Estado y los agentes privados.
-Que las ayudas estén condicionadas al buen rendimiento y no sujetas al capitalismo de amiguetes… y por tanto sean evaluadas rigurosamente.
-Que haya transparencia y rendición de cuentas.
La necesidad de inversión pública también puede ser una oportunidad para integrar alguna de las ideas de Mazzucato: que el Estado no sólo entregue fondos, sino que se convierta en socio de las inversiones para beneficiarse también si las cosas van bien (y no sólo pague si van mal).
Eso sí, como los fondos públicos son limitados, habría que crear las condiciones para que el sector privado también ayude a la recuperación en la dirección deseada. Para eso necesitamos marcos claros que den señales adecuadas y estables. En el caso energético-ambiental, el marco ya está listo, en parte: el Green Deal europeo y los planes nacionales de energía y clima. Pero aún faltan las señales claras y esa política industrial inteligente.
En todo caso, para avanzar en esta dirección no hacen falta cambios revolucionarios. De hecho, ponernos a discutir sobre esas revoluciones puede hacernos perder mucho tiempo. En lo que se refiere a la inversión energética sostenible, ya contamos con muchos de los instrumentos necesarios. Sólo necesitamos la voluntad política para implantarlos.
Pedro Linares*
*Catedrático de organización industrial de la Escuela Técnica Superior de Ingeniería ICAI, en la española Universidad Pontificia Comillas. Este artículo fue publicado originalmente por The Conversation
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