El escritor judío Primo Levi escribió Los hundidos y los salvados, en 1986, 1 año antes de su suicidio, desesperanzado de la condición humana que fue capaz de perpetrar los exterminios en campos de concentración como Auschwitz. Se preguntaba si lo sucedido allí podría repetirse, “si volverían a darse exterminios en masa, unilaterales, sistemáticos, mecanizados, provocados por un gobierno, perpetrados entre poblaciones inocentes e inermes, y legitimados por la doctrina del desprecio”.
Si Primo Levi hubiera sobrevivido, jamás hubiera comprendido a algunos personajes de su propio pueblo judío, que lleva a cabo una operación de exterminio sistemática de ciudadanos palestinos y en contra de las resoluciones del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), aunque no se utilicen los terribles lager (secciones en los campos de concentración nazis). El gobierno del Estado de Israel dispone de esos medios y está dominado por la doctrina del desprecio: a sus ojos, la vida de los palestinos no merece respeto y los tratan como si pertenecieran a una raza inferior, que no existe en ningún lugar de la Tierra.
Los gobiernos más extremistas de Israel les han arrebatado los derechos humanos más elementales, el derecho a su tierra, a su cultura, a su educación, al trabajo y a todo lo que conlleva el derecho a vivir con dignidad. Por eso los persiguen, los hostigan, los expolian, los asesinan “selectivamente”, hasta que se ven forzados al exilio para sobrevivir.
Se reproduce la historia en su caricatura más perversa. El pueblo judío padeció el destierro y el exilio en numerosas ocasiones, la última desde la destrucción de Jerusalén por Tito en el año 70. Sus rabinos los convencieron de que ese castigo obedecía a su resistencia a los planes del Dios que los había elegido, segregándolos como a pueblo elegido.
Así caminaron, sometidos, bajo el peso de una culpa inventada y que se acrecentó con el falso cargo de pueblo deicida, culpable de la crucifixión de Jesús de Nazaret. ¡Como si un pueblo pudiera ser responsable de crimen alguno, máxime cuando los seguidores del rabino de Nazaret eran judíos o prosélitos en su inmensa mayoría!
Destierro, culpa, exilio, sumisión, hasta que surge la oportunidad de la venganza, transfiriendo toda su frustración contra otro pueblo en sus bajas horas históricas. Y ahí se transmuta el perseguido en perseguidor, la víctima en verdugo, el oprimido en opresor. Pero nunca será un pueblo, ni una raza, ni una nación, sino una minoría que ha alcanzado el poder político con ayuda de otros cuya oscura conciencia de culpa se manipula.
El pueblo judío no es culpable, ni responsable de crimen alguno. El planteamiento sionista de Teodoro Herzl truca los datos para conseguir una reparación mediante la venganza, utilizando la fuerza del dinero, su influencia en los medios y de los lobbies, como si les perteneciera por derecho propio la antigua tierra que, dicen, se las prometieron; por eso creen con derecho a arrebatarla mediante la fuerza a los palestinos.
Pero un gobierno enloquecido en una limpieza étnica sólo se detendrá si Estados Unidos, la Unión Europea y los países libres de la ONU presionan hasta obligarlos a desistir de su criminal política. Bastaría con la suspensión de la descomunal ayuda de Estados Unidos para convencer a los ciudadanos israelíes de la inviabilidad de su proyecto. Pero ha optado por el unilateralismo en política exterior. A pesar de que prestigiosos analistas en The New York Times, The Washington Post y hasta el diario israelí, Haaretz, alzan la voz de alarma ante el inhumano plan de ahogar económicamente a todo un pueblo mediante un muro de ignominia en tierras palestinas, la poda de cerca de 100 mil árboles, la destrucción de miles de kilómetros de cañerías de agua y la demolición de millares de casas como “medida preventiva”.
Esta actitud de los grupos más fanáticos es inhumana, como lo fueron las humillaciones, incendios, noches de cristales rotos y “estrellas amarillas” que los nazis infligieron a los judíos antes de llevarlos a los campos de exterminio.
La opinión pública mundial y las instituciones supranacionales deben tener presente que sin palizas, incendios y cristales rotos, nunca hubiera existido Auschwitz y los demás campos de exterminio que llevaron a proferir el grito “¡nunca más!” a todo un pueblo, ante el silencio vergonzoso de quienes, con su cobarde actitud, se convirtieron en cómplices de un crimen contra la humanidad.
*Profesor emérito de la Universidad Complutense de Madrid; director del Centro de Colaboraciones Solidarias
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