En junio pasado, la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA) llevó a cabo su XLIV Periodo Ordinario de Sesiones. La reunión tuvo lugar en la Ciudad de Asunción, Paraguay, del 3 al 5 de junio, sobre el tema del desarrollo sustentable y con el lema: “Desarrollo con inclusión social”.
Si se toman en cuenta los altos índices de pobreza que persisten en todo el Continente Americano, la relevancia de esta consigna es evidente. Recordemos que el documento Panorama social de América Latina, publicado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, sostiene que en la región existen 167 millones de personas en pobreza y 66 millones en situación de indigencia. Por su parte, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), en sus resultados respecto a 2012, muestra que 53.3 por ciento de la población en México vive en pobreza, y 19.7 por ciento en extrema pobreza.
Gran parte de la responsabilidad recae sin duda en la falta de compromiso que los gobiernos de los países del área tienen con respecto del combate a la pobreza, pues actualmente muchos de ellos responden a organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o el Banco Mundial, cuyos lineamientos son íntegramente de corte capitalista liberal, y cada vez están más lejos de la sensibilidad y el respeto por los derechos humanos. Recordemos sólo que el último “consejo” dado por el FMI en 2012 proponía aumentar la edad de jubilación y bajar las pensiones ante el crecimiento de la esperanza de vida, por “el riesgo de que la gente viva más de lo esperado” (El País, 11 de abril de 2012).
Los gobiernos de América Latina se han puesto de acuerdo en el discurso de que es necesario impulsar el desarrollo humano y social para abatir la pobreza que aflige al Continente. En consecuencia, el desarrollo ha sido de nueva cuenta declarado como relacionado con una promesa de bienestar con relación a la calidad de vida. Es decir, el avance en los niveles de crecimiento económico, social, cultural y político de una comunidad o país. Con ello, no obstante, vale la pena también destacar que esta calidad de vida se ha visto avasallada por un modelo de cálculos mercantiles, en los que la felicidad depende de la capacidad de consumo.
Desde este punto de vista, el desarrollo responde a otro modelo aún más específico: el neoliberal. Dicho modelo concibe todo bajo un único estándar, el occidental, y para muchos, neocolonizador. Y en ese sentido se trata de un “desarrollo” económico “global” basado en la acumulación de riqueza, la explotación de los recursos naturales y la precariedad de las fuentes de trabajo. Y en un “progreso” político sustentado en la realización controlada de una democracia electoral, pero no participativa, que entrega el poder a unos cuantos y no toma realmente en cuenta la opinión y las expectativas de la sociedad en general. Un desarrollo cultural selectivo, que elitiza y controla los recursos culturales.
El debate en torno a esta visión del desarrollo ha hecho cuestionar su validez y dirigido la atención a aspectos que se deben atender para lograr los avances y mejoras que permitan satisfacer las necesidades humanas. Por ello en los debates sociológicos actuales el desarrollo no sólo debe hacer referencia ni tener como fin la acumulación de bienes y riquezas materiales, sino que debe también comprender un concepto más amplio, como es el de desarrollo sostenible, que está ligado a lo social, lo cultural, lo económico y lo medioambiental.
Por ello los Estados parte no deben olvidar sus obligaciones y compromisos adoptados en documentos regionales de protección de derechos humanos, como la Convención Americana sobre Derechos Humanos y su Protocolo Adicional, el Protocolo de San Salvador, los cuales establecen definiciones, criterios y lineamientos para que los Estados adopten las medidas necesarias de orden jurídico, político, social y económico, a fin de lograr, progresivamente y de conformidad con la legislación interna, la plena efectividad de los derechos humanos de las personas que habitamos este Continente.
Los Estados deben garantizar un entorno socioeconómico que promueva y permita un acceso total y sin discriminación alguna a condiciones en las cuales las personas puedan gozar plenamente de sus derechos fundamentales, como son el derecho a la alimentación, la salud, la educación, la vivienda, los derechos laborales (como el contar con condiciones de trabajo seguras y sanas, así como con seguridad social), a un medio ambiente sano y a la participación ciudadana, principalmente cuando se trata de la toma de decisiones en materia de política pública.
Por ello, si se toma como marco de referencia la garantía y el cumplimiento de los derechos humanos, el desarrollo sólo puede tener como propósito promover el bienestar y la libertad sobre la base de la dignidad y la igualdad inalienables de todas las personas. Por tanto, el desarrollo con inclusión social sólo puede tener como objetivo el disfrute de derechos y el acceso a oportunidades para mejorar con equidad la calidad de vida de la población, y un sistema de procuración y administración de justicia que funcione. Un desarrollo con inclusión social debe buscar ciertamente como resultado la mejora en la calidad de vida de las personas, pero también la mejora en los procesos.
Hoy en día la pobreza no puede entenderse sólo como la falta de bienes materiales y oportunidades, como el consumo, el empleo y la propiedad, así como la democracia no sólo significa contar con elecciones populares y periódicas pero sin el acceso a la toma de decisiones por parte de la población. Los Estados deben garantizar instituciones que reflejen un interés fundamental por las personas y políticas públicas que tengan la cobertura más amplia, así como procesos que cuenten con la mayor participación, permitiendo con ello que los bienes materiales y oportunidades sean accesibles y asequibles para todos, sobre todo para que los grupos en situación de discriminación no queden excluidos.
Sin embargo, cuando las personas y comunidades buscan un desarrollo basado en derechos humanos, suelen encontrarse con obstáculos principalmente en lo que toca a los derechos colectivos. Las dificultades están mayormente dirigidas al ámbito jurídico, principalmente cuando los Estados no determinan o reconocen quién tiene derecho a pedir qué. Aunque igualmente estos obstáculos se refieren a lo político, sobre todo cuando las autoridades ven la demanda y exigencia de los derechos como una amenaza para los intereses de algunos pequeños grupos de privilegiados, o de los propios intereses unilaterales del Estado. Ello se puede ver de manera más clara cuando se aborda el tema de la libre determinación, más aún cuando ésta se encuentra ligada con la toma de decisiones sobre el control y la explotación de los recursos, por lo que a menudo es objeto de grandes movilizaciones sociales.
Los derechos humanos refuerzan la exigencia de que la reducción de la pobreza sea la meta primaria de las políticas de desarrollo. De ahí la importancia de la Declaración de Asunción, adoptada en esta Asamblea por los miembros de la OEA, en la cual los países se comprometen firmemente en su lucha contra el hambre, la pobreza y la discriminación. En ella los Estados de la región reconocen la importancia de la inclusión social, la igualdad de oportunidades, la equidad y la justicia social como elementos fundamentales para la democracia. También la importancia de impulsar políticas públicas y marcos normativos conformes con estos objetivos. Pero, es aún más indispensable que se haga real y efectivo su compromiso de generar un desarrollo basado en la inclusión social y la promoción, protección y garantía de los derechos humanos integrales en la región.
*Filósofo, sociólogo y teólogo; director general del Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria, OP, AC
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Contralínea 394 / 13 de Julio al 20 de Julio
Miguel Concha Malo*