El exabrupto autoritario

El exabrupto autoritario

Tenemos que hacer el máximo esfuerzo para preservar hasta el final [los] derechos que estén más cerca del corazón de la Constitución. ¿Y cuál sería éste? Ese núcleo tiene que ver con las reglas básicas del juego democrático. Derechos como la libertad de expresión ocupan un lugar más que central. Deben ser objeto de una protección especial […] El derecho a criticar a las autoridades en ejercicio del poder merece una protección aún más especial […]. En el núcleo esencial de los derechos de la democracia está el derecho a protesta. No hay democracia sin protesta, sin posibilidad de disentir, de expresar las demandas. Sin protesta la democracia no puede subsistir. Es la base para la preservación de los demás derechos. Si esto falta, todo lo demás puede caer
 
Roberto Gargarella, Carta abierta sobre la intolerancia. Apuntes sobre derecho y protesta. Sociólogo y profesor de derecho constitucional en las universidades Torcuato di Tella y la Nacional de Buenos Aires
 
Quizá sea una soberana “insensatez”. Una “burda calumnia, frívola”, como ha sido a priori descalificada desde las trincheras oficiales y por sus publicistas, por los “mexicanos de buena fe” y los “buenos abogados”, como los califica y se autocalifica Javier Lozano (los adjetivos calificativos entrecomillados son de él), postura incluso respaldada por el ignaro de Enrique Peña Nieto. Tal vez la “intentona no prospere” y sea rechazada, acaso porque haya sido elaborada con “ligereza”, erróneamente, por “abogados ignorantes”, por considerarse jurídicamente improcedente o por cualquier otra razón.
 
Sin embargo, caló hondo la demanda interpuesta ante la Corte Penal Internacional, por el “jurista” Netzaí Sandoval Ballesteros, Loretta Ortiz Ahlf –“a quien alguna vez quise y respeté”– y John Ackerman –“a quien intelectualmente nunca he respetado”–, entre otros, respaldada por más de 24.5 mil “abajo firmantes debidamente adoctrinados”, en contra de Felipe Calderón, Guillermo Galván Galván, Francisco Saynez Mendoza, Genaro García Luna y Joaquín Guzmán Loera, por delitos de lesa humanidad, ocurridos en el contexto de la “guerra” contra el crimen organizado. Tocó fibras sensibles. ¿Quién puede permanecer indiferente ante una acusación por 470 casos de asesinatos, torturas, desplazamientos forzados o reclutamiento de menores, en un “contexto generalizado de violencia sistemática que ha llevado a México a una crisis humanitaria, con más de 50 mil personas ultimadas, 230 mil desplazados y 10 mil desaparecidos”? Acaso sólo sea el caso del Chapo.
 
Ello explica la respuesta oficial para rebatir fallidamente las “absurdas imputaciones” en contra de los inculpados y en defensa de las nociones inasibles; “el Buen Nombre de México”, el “daño” ocasionado a las “instituciones”; colmada en descalificaciones “son claramente infundadas e improcedentes”, “verdaderas calumnias, acusaciones temerarias”. Respaldada en “pomposas” autoridades difusas: ¿quiénes son “las voces más autorizadas en la materia”, los “mexicanos buenos”, los “buenos abogados”? Al menos se conocen los nombres de los autores del “bodrio” y los “abajo firmantes”. Saturada de denuestos, destacándose Lozano en los juegos florales, quien resultó mejor injuriador que abogado: “ruindad humana”, “ignorancia jurídica”, “sesudas reflexiones y explicaciones”, “oportunismo político-electoral”, “frívolos”, “ocurrentes”, “destilan rencor con tufo de revancha”. Paupérrima en ideas para tratar de refutar las acusaciones de genocidio y de crímenes de lesa humanidad. Contundente al momento de amenazar a los “iluminados” con demandarlos, aunque luego el gobierno se vio obligado a recular, a desistir en su pretensión y reconocer que el anuncio fue un “error”, de acuerdo con la vocera presidencial, Alejandra Sota.
 
Quizá después que la Corte, ante el conflicto entre La Jornada y Letras Libres, resolvió que las denuncias relacionadas con ataques al honor, a la moral de otros, son vaporosas, “gozan de una posición preferencial”, en nombre de la libertad de expresión. Acaso porque a los “buenos abogados”, entre las brumas de su arrebato, se dieron cuenta, o alguien más docto y templado les dijo que su demanda carece de sustancia jurídica y que harían otra vez el ridículo (como ha sucedido reiteradamente con la procuradora general de la República, o el consejero jurídico del Ejecutivo federal) y que no pasaría nada merced a la parcialidad de la Corte Penal Internacional.
 
Los calderonistas se replegaron. Al menos temporalmente. Pero en un país en donde en los últimos años se ha atentado y asesinado a sangre fría a 64 defensores de derechos humanos (Marisela Escobedo, Susana Chávez, Norma Andrade, Nepomuceno Moreno, Trinidad de la Cruz Crisóstomo), a 104 periodistas –de acuerdo con la revista Contralínea– a miles de personas, donde se criminaliza la crítica, la disidencia, la demanda de justicia y democracia, la intimidación oficial acecha como un animal depredador, sediento de sangre, sobre los “ruines” disidentes que se niegan a someterse. “Nosotros somos los señores de la vida y de la muerte”, le dijeron a Adolfo M Pérez Esquivel, Premio Nóbel de la Paz, cuando estuvo detenido en una de las cárceles de la dictadura militar argentina.
 
Sin duda, en su cálculo político, los que presentaron la demanda en la Corte tuvieron presente que ésta pueda ser desechada, debido a las limitaciones del derecho internacional y la controvertida reputación del tribunal. De acuerdo con el filósofo italiano Danilo Zolo, en la escala mundial no prevalece la equidad y la imparcialidad en materia de justicia, sino la selectividad y la arbitrariedad, el “doble sistema”. “Una justicia a medida para las grandes potencias y sus autoridades políticas y militares [que] gozan de absoluta impunidad tanto por los crímenes de guerra como por las guerras de agresión de las que fueron responsables en estos últimos años, enmascarándolas como guerras humanitarias para la protección de los derechos humanos o como preventivas contra el ‘terrorismo global’. [Otra] ‘justicia de los vencedores’ [aplicada] a los derrotados, a los débiles y los pueblos oprimidos, con la connivencia de las instituciones internacionales, el silencio encubierto de los juristas académicos, la complicidad de los medios de comunicación y el oportunismo de un gran número de ?organizaciones no gubernamentales’. A las máximas autoridades y los militares de la OTAN [Organización del Tratado del Atlántico Norte], Carla del Ponte, de la Corte Penal Internacional los exoneró, pese los gravísimos crímenes de guerra que cometieron en Serbia, Vojvodina y Kosovo. En cambio, enjuició por las mismas razones a Slobodan Miloševi?, expresidente de la República Federal Yugoslava. Saddam Hussein, fue asesinado por un tribunal especial de Irak, bajo la ‘justicia de los vencedores’, y George W Bush y los militares estadunidenses ni siquiera fueron molestados por el genocidio y la violación a los derechos humanos que cometieron en esa nación” (La justicia de los vencedores. De Núremberg a Bagdad, Trotta, 2007).
 
No obstante, en países como México, donde reina la impunidad, los poderes Legislativo y Judicial están sometidos al Ejecutivo, y los tres son responsables de los crímenes y las violaciones masivas a los derechos humanos cometidos por los aparatos represivos del Estado: ¿ante quién puede reclamarse justicia, si la Corte con sus decisiones se ha mostrado como otra enemiga de la democracia, su clasismo, sus prejuicios, su ignorancia, su ausencia de argumentos, falta de deseos por renovarse, por convertirse en un contrapeso real de los otros poderes, de ganarse el respeto social como una defensora infranqueable de la Constitución?
 
La Corte Penal Internacional es una opción cuando una nación no juzga o no puede juzgar esos delitos que, además, considera imprescriptibles, concepto que inquieta a más de un déspota en desgracia nacional e internacional. En ese sentido, es pertinente recordar a Hans Kelsen que escribió en 1944: “En cuanto a la pregunta de qué tribunal debe estar autorizado a juzgar a los criminales de guerra, si nacional o internacional, debe haber poca duda de que uno internacional es mucho más apropiado para esta tarea que una corte nacional, sea civil o militar”. Esa posibilidad, empero, es remota en el caso mexicano.
 
La ineficacia de los órganos internacionales es manifiesta. Se ilustra con el desdén de los calderonistas ante los dictámenes de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, relacionados con el asesinato de ocho mujeres en un campo de algodón de Ciudad Juárez y la desaparición forzada de Rosendo Radilla Pacheco.
 
La obsesiva exigencia de Calderón y de los militares para que el Congreso de la Unión les otorgue la patente de corso, que hasta ahora les ha sido negada, tiene por objeto evitar que en el futuro un gobierno democrático imponga el imperio de las leyes y los someta a juicio por sus transgresiones cometidas con el terrorismo de Estado y la guerra sucia que llevan a cabo en contra del “enemigo interno”. Pero aunque se las confieran, el temor que los inquieta seguirá latente.
 
El pasado 26 de octubre, el gobierno uruguayo eliminó la ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado que les dio impunidad a los militares que cometieron delitos de lesa humanidad durante la dictadura de 1973-1985, por lo que se iniciarán los juicios en contra de ellos. El actual comandante en jefe del Ejército uruguayo, el general Pedro Aguerre, expresó: “En respeto a la decisión de la sociedad y a la democracia, el Ejército nacional no aceptará, tolerará o encubrirá a homicidas y delincuentes entre sus filas, [porque] no es una horda, malón o algo similar”. Sobre los militares gravitan más de 300 denuncias por crímenes que cometieron.
 
¿Escucharemos algún día esas palabras en los militares mexicanos? En 2001, el juez federal argentino Gabriel Cavallo declaró anticonstitucionales las leyes de Punto Final (1986) y de Obediencia Debida (1987), conocidas como las leyes de la impunidad, así como los indultos concedidos por Carlos Menem (1989-1990), que habían paralizado los juicios en contra de los militares. En  2003, el Congreso las anuló y a partir de 2006 la justicia comenzó a declarar inconstitucionales los indultos. Tanto en 2010 como en 2011, han sido copiosas las sentencias dictadas en contra de los militares, entre ellos Jorge Rafael Videla, por su responsabilidad en la desaparición de miles de opositores y guerrilleros de izquierda (casi 9 mil de acuerdo con el informe Nunca Más, septiembre de 1984; alrededor de 30 mil, de acuerdo con organismos de derechos humanos). Chile ha vivido un proceso similar.
 
Quizá el riesgo anterior explique el viraje en el discurso de Calderón, que sustituyó el término “guerra” por el de “lucha por la seguridad pública”. Pero las palabras no se pueden borrar fácilmente. El 5 de diciembre de 2006, dijo a empresarios españoles que trabajaría “para ganar la ?guerra’ a la delincuencia”. El 20 de diciembre de 2007, señaló ante los marinos: “La sociedad reconoce el importante papel de nuestros marinos en la ?guerra’ que mi gobierno encabeza contra la inseguridad; la lealtad y eficacia de las Fuerzas Armadas son una de las armas más poderosas en la guerra”. El 12 de septiembre de 2008, agregó: “En esta ?guerra’ contra la delincuencia, contra los enemigos de México, no habrá tregua ni cuartel”.
 
En un lenguaje digno de un autócrata calificó a la delincuencia como “una bola de maleantes, una ridícula minoría montada sobre el miedo, la corrupción [y] la cobardía de muchos durante mucho tiempo”. Retador, les dijo a los delincuentes que “aquí se toparon, porque estamos decididos a limpiar México”. A “esa plaga que es el crimen y la delincuencia, estamos decididos a exterminar[la], tómese el tiempo que se tenga que tomar y los recursos que se necesiten”.
 
El problema es que en su anárquica guerra deexterminio, un remedo de la “guerra contra el mal” bushiana, también aniquila al estado de derecho. Se lleva entre las patas de los aparatos represivos a los derechos humanos, la Constitución, un número incontable de inocentes, asesinados, heridos, vejados, secuestrados, de acuerdo con Human Rights Watch y otros organismos similares.
 
Los exabruptos de los calderonistas en contra de los “ocurrentes” y los “abajo firmantes adoctrinados” volvieron a mostrar la oreja intolerante, sin límites ni contrapesos legales, que caracteriza a nuestra “democracia vibrante” (Secretaría de Gobernación dixit), de honduras forjadas a rabiosos golpes despóticos. Quisieron arrasar una vez más con los derechos a la libertad de expresión, de disentir, de exigir justicia, de criticar, de protestar socialmente, todos éstos, esencia de la democracia, de las teorías de la justicia, consagrados por la Carta Magna, y que los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial los destruyen sistemáticamente y los criminalizan en lugar de protegerlos de las tempestades autoritarias.
 
*Economista