El Lula que yo conocí

El Lula que yo conocí

Te despiertas una mañana de calor sureño, que contrasta con el frío impertérrito del Norte, y te enteras de que Luiz Inácio Lula da Silva, el único pobre, el único miserable, el único obrero que llegó a ser presidente de Brasil, y por dos veces, está acusado de robar, de haber aceptado no sé qué dinero de una poderosa multinacional. Quién sabe, dicen los cautos. Imposible, claman otros.

Lo conocí en Brasilia, la capital de Brasil, durante los 3 años que pasé allí como corresponsal, de 1997 a finales de 1999. Entonces nadie daba un duro por las pretensiones de este antiguo trabajador de la siderurgia que con los años, mucha voluntad y un carisma sin par había abandonado las máquinas de precisión de un taller de Sao Paulo para ser líder del Partido dos Trabalhadores (PT), la fuerza más a la izquierda de Brasil.

Claro que en ese país pasar por revolucionario era fácil. La oligarquía que mandaba sigue mandando, aunque ahora disfrazada con preciosos trajecitos de partidos democráticos, pero con la cabeza siempre llena del concepto de que los pobres en Brasil no sirven nada más que para eso, para ser pobres.

En 1989, por primera vez, Luiz Inácio Lula da Silva se presentó a una elección presidencial. Sus adversarios lo pusieron fuera de juego de la forma más sucia, sacando a relucir un aborto que al parecer había tenido una novia suya. Y Brasil no es sólo eso. Los políticos conservadores, los más corruptos del mundo, usan todas las triquiñuelas para no perder el poder. Y así llevan años, siglos.

Lula fue la espinita que apareció repentinamente en sus pies, sin que nadie lo hubiera podido prever y se pasaron de listos cuando pensaron que nadie, ni en la mejor de sus borracheras, daría un voto a un antiguo tornero. Dos intentos más del paulista para llegar a la jefatura del Estado (en 1994 y 1990) fueron otros tantos fracasos.

Lula se había convertido en el perdedor por excelencia, pero no cejaba. Decía, nos decía a los periodistas extranjeros en Brasilia, los únicos que le hacíamos caso, que cambiaría las cosas, que cuando el PT llegase al poder… Para entender lo que está ocurriendo hay que insistir en que Brasil no es una nación como las otras. Está, desde la eternidad, en manos de gente para la cual la derecha es casi un partido revolucionario, y no quiere ceder el poder que les dio el nacimiento en cunas de oro.

Nuestras últimas charlas con Lula tuvieron lugar a finales de 1999, cuando yo había perdido mis propias elecciones y me reclamaban a Europa, y el hombre más perseguido por la derecha pasaba largos ratos dándonos explicaciones.

Había mordido el polvo tres veces, ni se le ocurría negarlo, ni siquiera buscar excusas. El fatalismo de los brasileños se leía en sus ojos. Y un par de veces, o tres, la Associaciao de Imprensa Internacional de Brasilia le homenajeó con una comida que él aprovechaba para decirnos con una fe típicamente brasileña –en Brasil creen en Jesús como en ningún sitio– que el cuarto intento sería el del triunfo.

La verdad es que la mayoría de aquellos hombres aguerridos en la noticia acogían con poca fe, mucha había que tener para creerlo, la posibilidad de que Lula da Silva sería un día presidente de la República.

Nunca había ocurrido en Brasil semejante desatino. Pero incluso aquellos meros deseos, esperanzas sin mucho fundamento, que parecían utópicos y que reflejaban los diarios –como un estribillo que se repite una y otra vez, como si fuera el parte meteorológico o las tiras cómicas– provocaban fuerte alarma entre los habitantes de Lago Sul, el barrio más residencial de la capital, donde además de diplomáticos y periodistas vivía una parte de la burguesía local. El resto estaba en sus chacras, inmensas propiedades.

Más de una vez en aquellos meses oí decir a amigos que cuando los del PT, el partido de Lula, venciesen, asaltarían todas las casas burguesas para robar. Se les imaginaba con el cuchillo entre los dientes, como en un momento aparecieron en caricatura los comunistas europeos.

Ni les cuento lo que ocurrió el 17 de abril de 1997, cuando miles de campesinos sin tierras, cuyas sandalias de goma chirriaban como los pasos de bailarines sagrados por toda Brasilia, echaron a andar por la capital en un desfile largo y silencioso, mientras el presidente Fernando Henrique Cardoso aguardaba preocupado en su Palacio de Planalto y la policía asistía a la invasión con las cartucheras vacías en señal de paz.

Pasé varias horas con aquellos desahuciados de la vida brasileña que habían plantado tiendas de campaña de plástico negro en la monumental avenida. con pose de recién pintada autovía que recorre los principales puntos del poder –pasando al lado del etéreo Itamaraty (Ministerio de Relaciones Exteriores) hasta desembocar en la Plaza de los tres Poderes–, donde los desesperados fueron acogidos por las famélicas esculturas de candangos, que inmortalizaban a los primeros obreros que trabajaron en la construcción de la nueva capital, concebida por los visionarios Oscar Niemeyer y Lucio Costa.

Estábamos a 1 mil 162 kilómetros de Río de Janeiro, la antigua capital de Brasil hasta 1960. Se diría que, al elegir asentar la nueva capital en una sabana totalmente virgen –inhóspita salvo para las serpientes–, el presidente Juscelino Kubischek había querido alejar a los políticos de la mentira y la corrupción.

Algunos de los campesinos sin tierra llegados de todo Brasil para protestar por la falta de una reforma agraria que les diese una posibilidad de existir me contaron sus problemas, me hablaron de sus anhelos.

Desde aquel día extraño en que la capital de uno de los países potencialmente más poderosos del mundo contuvo su respiración, pasaron muchas cosas. Entre otras que, en 2002, Lula llegó por fin a la Presidencia tan anhelada y cumplió dos mandatos de 4 años. Y que, según estudiosos fiables, durante sus dos mandatos los niños tuvieron más esperanzas, comieron más, pudieron estudiar mejor y sintieron que sus padres eran un poco menos desgraciados.

Pero Lula, al que uno de los mejores cineastas brasileños, Fabio Barreto, dedicó una película, Lula, el hijo de Brasil (2009), no constituyó, ni mucho menos, una solución definitiva. Brasil, probablemente, seguirá siendo tierra de desigualdades porque los señoritos de siempre controlan el poder sin necesitar ocupar el palacio presidencial de Planalto.

No sé si el expresidente Lula es culpable de algo. Lo que sí tengo claro es que su llegada al escenario político constituyó un momento largo de esperanza nunca visto, ni siquiera imaginado. Esperanza para un país que nunca la tuvo. Y donde la mayoría de la población, los pobres, claro, no los senadores, esperan, y lo proclaman en carteles, que Jesucristo baje por fin a la tierra para echarles una mano.

Sergio Berrocal*/Prensa Latina

*Escritor y periodista francés residente en España.

[OPINIÓN]

Contralínea 541 / del 29 de Mayo al 04 de Junio de 2017

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