México se estremece hoy día atrapado en las telarañas del narcotráfico, llorando a sus muertos, sus hijas violadas o raptadas, su economía cada día más dependiente del coloso vecino del Norte, y con la esperanza de un milagro.
Estados Unidos pierde rápidamente su hegemonía económica mundial ante el embate del bloque de los BRICS (contracción de Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), la creciente fuerza del Mercado Común del Sur (Mercosur), las naciones de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba), Petrocaribe y la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), y, como dando patadas de ahogado, acelera su intervencionismo militar.
Ese deseo de llevar todo al plano militar –donde tiene vasta superioridad– se expresa a través de campañas “contra el terrorismo”: Daesh (el Estado Islámico), el virus del ébola, Boko Haram, Al-shabaab y otras entidades legendarias son usadas para obtener áreas de control en el planeta, igual que hacen sus muchachos en un juego de futbol americano, yarda por yarda.
El imperio británico enfrentó una situación similar en 1776, cuando su lucrativo negocio de la industria textil sufrió un golpe mortal con la independencia de Estados Unidos.
En aquellos días, los productos textiles “de América”, hechos por manos de esclavos en los campos agrícolas del Sur y en las fábricas del Norte, inundaban el mercado hindú debilitando la economía de la India.
La balanza comercial de Europa con “el Oriente” se inclinaba a favor de China, ya que ésta sólo aceptaba plata por sus productos, plata que escaseaba en Inglaterra, lo cual llevó a Londres a incrementar la siembra de amapola en tierras fértiles hindúes.
Ya desde 1693 los ingleses venían comportándose como un narco-Estado, tratando de convertir a sus ciudadanos en adictos al opio proveniente de la región de Bengala.
El escritor John Coleman asegura que fueron los documentos de sir George Birdwood los que confirmaron algunos detalles de esos negocios.
El imperio necesitaba clientes para su opio y para conseguirlos decidió enviar a millones de chinos al infierno de la drogadicción usando misioneros para promover el uso de la droga. Estos repartían paquetes e instruían a la población en el uso y consumo del opio.
La British East India Company (BEIC), propiedad de familias poderosas inglesas, jugó un papel central en el narcotráfico.
Su poder e influencia era tal que llevó a lord Bertrand Russell a declarar que los dueños de la empresa eran tan poderosos que “hasta podrían dar asesoría a Dios si hubiera problemas en el Cielo”.
En su libro Conspirators’ hierarchy: the story of the Committee of 300, el doctor John Coleman relata que el negocio del narcotráfico era tan lucrativo que pronto la familia real le entró al comercio de la British East India Company y la usó como vehículo para producir opio en la región de Bengala y otras partes de la India.
A través de lo que se llamó transit duties, la corona exigió un impuesto a todos los productores de opio registrados ante la autoridad estatal que enviaba su opio a China.
Las ganancias de la BEIC excedían la suma anual combinada obtenida por General Motors, Ford y Chrysler en sus momentos de gloria.
Pasaron varias décadas antes de que el gobierno chino notara el profundo daño causado por el narcotráfico y la drogadicción a la población y a la economía nacional.
Es evidente que la aprobación en 1729 de las primeras leyes antidrogas en China no hizo mella en los narconegocios de Britania, ya que tropas inglesas fueron emplazadas en el Paso Jáiber para dar protección a las caravanas que transportaban el opio.
La lista de consejeros de la BEIC incluía miembros de los más respetables clubs de varones ingleses, incluyendo parlamentarios y magistrados.
Los bancos británicos se incorporaron al negocio financiando a las empresas que proveían las químicas necesarias para convertir el opio en heroína.
Los bancos de Hong Kong y Shanghái, desde Londres, operaban a través de una empresa llamada Tejapaibul.
El gobierno británico protegía el narcotráfico y los intereses de las grandes familias: Matheson, Keswick, Swire, Dent, Baring, y Rothschild. Y coordinaba un buró de asesinos por el mundo operando a través de sociedades secretas.
Y como en toda operación encubierta, entonces los intermediarios (los llamados cut-outs, los operativos cuya presencia y actividades se pueden negar en cualquier momento) fueron esenciales, pues ellos permitían ocultar las identidades de los autores intelectuales dejándolos operar detrás de las bambalinas y las cortinas de terciopelo.
El Servicio Secreto Especial Británico (los agentes 007 de la época), continuaron sobornando oficiales del gobierno chino. Los que no aceptaron la clásica mordida sencillamente fueron asesinados.
En 1810, Occidente gastaba 350 millones de dólares en porcelana, algodón, seda y varios tipos de té provenientes de China, y para 1837 casi el 60 por ciento de las importaciones de la nación asiática eran opio.
Entre los capos de la droga bajo la tutela y supervisión del imperio inglés estaba David Sassoon, nacido en Persia e hijo de Saleh Sassoon, un rico banquero y tesorero de Ahmet Pasha, el gobernador de Bagdad.
Tras el derrocamiento de Pasha en 1829, la familia Sassoon se mudo a Bombay, India, donde poco después el gobierno británico le otorgó virtual monopolio de todos los productos de algodón, seda y más que nada del opio.
En sólo 1 año, entre 1830 y 1831, los hijos de Sassoon traficaron casi 19 mil cofres de opio obteniendo millones de dólares. Parte de esas ganancias terminaron en manos del gobierno británico y la reina Victoria.
En 1836, el comercio aumentó a 30 mil cofres con opio, relata el doctor John Coleman. Para esas fechas, Estados Unidos había entrado al negocio, logrando junto con Britania una venta de 30 mil cofres de opio por año.
Según los investigadores Konstandinos Kalimtgis, David Goldman y Jeffrey Steinberg, antes de la Primera Guerra del Opio, el gobierno chino enfrentaba a un bien organizado grupo de contrabandistas, una quinta parte de la población adicta, mientras el crimen organizado exhibía las ganancias del narcotráfico sin vergüenza, dominando gobiernos locales, regionales y hasta la integridad del nacional.
Además, ninguno de sus oponentes estaba seguro, ni siquiera el jefe de Estado: la policía estaba desmembrada y la fibra de la nación, deteriorada mas allá de los límites del peligro.
El número de adictos creció considerablemente y, 3 años después, el emperador ordenó el fin al contrabando y venta de la droga, nombrando para esos menesteres a Lin Hse-Tsu. Este último lideraría la campaña contra el opio.
Lin confiscó 2 mil cofres de opio a Sassoon y los arrojó al río. El capo Sassoon exigió que Inglaterra castigara al oficial chino y la corona respondió al agravio contra el traficante ordenando ataques militares contra las ciudades y bloqueando los puertos.
El Ejército chino, diezmado por 10 años de consumo de opio, no pudo contra el poder castrense de Britania. La guerra de 1839 terminó con la firma del Tratado de Nankín, otorgándole al cártel de Sassoon el derecho a drogar a toda la población de la nación asiática, legalización del opio en China, compensación de 2 millones de libras al capo y soberanía territorial a la corona inglesa en varias regiones del país.
Además China fue obligada a pagar 21 millones de libras a Londres por el costo de la guerra.
El botín de guerra fue tal que creó incentivos para buscar pretextos para más agresiones militares. En 1858, al alegar que China violaba el Tratado, el imperio inició un conflicto armado que duró 2 años. Durante la guerra, el comandante lord Elgin ordenó el saqueo e incineración de templos para dar una lección a los chinos por desobedecer las cláusulas del Tratado de Paz. En el Tratado de 1860, los británicos ampliaron su área de distribución de opio a siete octavas partes del territorio chino permitiendo que Britania obtuviera ganancias de 20 millones de libras en 1864.
Ese año, el cártel de Sassoon importó 58 mil 681 cofres de opio, y para 1880 creció a 105 mil 508 cofres, convirtiendo a los miembros de la familia Sassoon en los judíos más ricos del mundo.
Inglaterra comenzó su control de la península de Hong Kong. China fue obligada a abolir monopolios en el comercio y a limitar las tarifas a sólo el 5 por ciento, además de “aceptar” el principio de “extraterritorialidad”, el cual permitía que empresarios occidentales no fueran regidos por leyes chinas sino por las de sus países de origen.
China también fue obligada a permitir que extranjeros con pasaporte viajaran libremente por el país y dar derechos a obtener propiedad a chinos que se habían convertido al cristianismo.
Las inyecciones de narcodólares a la economía estadunidense, igual que las de China al imperio inglés, abundan como las fosas clandestinas en territorio mexicano.
Una de las más sobresalientes logró notoriedad hasta en los diarios corporativos. En su edición del 2 de abril de 2011, The Guardian, de Londres, publicó un artículo de Ed Vulliamy sobre el masivo lavado de dinero desde México al vecino del Norte.
Entre mayo de 2004 y mayo de 2007, dice el inglés, el Banco Wachovia (ahora propiedad del Banco Wells Fargo) envió, cuando menos, 373 mil 600 millones de dólares de casas de cambio y 4 millones 700 en efectivo, un total de más 378 mil 300 millones de dólares. El 10 de abril de 2006, un avión DC-9 cargado con 5.7 toneladas de cocaína aterrizó en Ciudad del Carmen, en el Golfo de México. La droga tenía un valor de 100 millones de dólares. El avión había sido comprado con dinero lavado en el mismo banco por el Cártel de Sinaloa.
Hasta parece que en esta carrera el caballo favorito del Tío Sam era el del Chapo, pues según fuentes policiales, fue éste quien se benefició con el operativo Rápido y Furioso, donde miles de armas de alto poder fueron introducidas a México “para ver quién las toma y saber su nombre”.
Por su parte, el exagente de la Agencia Antidrogas estadunidense (DEA, por su sigla en inglés), Celerino Castillo, nos aseguró que el Chapo habría pagado más de 20 millones de dólares a Felipe Calderón a cambio de que usara el Ejército Mexicano para combatir a sus competidores.
No se necesita ser un Sherlock Holmes de siglo XXI para darse cuenta que si Estados Unidos tiene menos del 10 por ciento de la población del mundo y consume casi tres cuartas partes de las drogas ilegales del planeta, la sociedad estadunidense sin duda tiene en su seno la red de distribución de estupefacientes más grande del planeta.
Que la DEA se sabe nombre y apellido, número de teléfono celular y hasta fotos del iris de los ojos, ADN, huellas digitales y tono de voz de los capos colombianos y mexicanos y no sabe nada de lo que ocurre en sus propias narices, en su país, probablemente indica que allí hay gato encerrado.
Los poderoso medios de comunicación también sugieren la misma ceguera, amnesia, chovinismo o locura colectiva que sus autoridades; pues si en México los periodistas, no obstante los homicidios, amenazas y peligros, continúan reportando sobre el tema, ¿cómo es que los estadunidenses que pregonan vivir en el cuartel de la democracia y la liberad no se atreven a hacer su trabajo?
David G Guyatt en su libro La mafia, la CIA y el aparato de inteligencia del Vaticano señala que Albert Vincent Carone, un excoronel del Ejército estadunidense, era realmente una paradoja envuelta en un misterio escondida detrás de un enigma.
Carone bailaba entre las gotas de lluvia haciéndose invisible cada vez que merodeaba una sombra.
Carone no sólo conocía figuras del bajo mundo como Vito Genovese, Sam Giancana, Santos Trafficante, Joe Colombo y Paul Castellano, sino que, de acuerdo con su hija Dee, el coronel era miembro de la policía neoyorkina (NYPD) y actuaba como protector de los cargamentos de drogas que la Agencia Central de Inteligencia (CIA) proveía a “las familias de la mafia”.
Luego está el caso de William (Bill) Casey, director de la CIA durante la presidencia de Ronald Reagan-George Bush (padre), importante figura de la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS, por su sigla en inglés) durante la Segunda Guerra Mundial.
La OSS estuvo vinculada al tráfico de opio y heroína antes de ser convertida en la Agencia Central de Inteligencia al fin de la guerra.
Durante su gestión como el “jefe espía” (Casey), cientos de toneladas de cocaína entraron al país, “transformándose” después en “coca de piedra” y sirviendo de pretexto para el vertiginoso crecimiento del número de latinos y afroamericanos en las mazmorras del complejo industrial carcelario estadunidense.
Durante la intervención militar estadunidense, los grupos productores de opio de Laos, Tailandia y Myanmar, algunos trabajando con la CIA, generaban más del 70 por ciento de la heroína del planeta. La ocupación estadunidense en Afganistán ha cambiado el panorama: la nación surasiática ahora produce cerca del 90 por ciento del opio en el mundo mientras que el “Triángulo Dorado” se ha reducido como al 5 por ciento.
En cuanto al servilismo expresado repetidamente por oficiales del gobierno mexicano hacia Estados Unidos, cualquiera puede concluir que los síntomas de un Estado fallido sólo benefician al coloso del Norte.
También puede notar que si el gobierno (los políticos que ostentan el poder) está en apuros, “el músculo militar del vecino” los podría proteger.
De otra manera, cómo se puede explicar que Genaro García Luna, exsecretario de Seguridad Pública (SSP) federal, se disculpara por el ataque de policías federales contra dos agentes de la CIA (Stan Boss y Chase Garnes) en Tres Marías, Morelos, mientras que la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos sigue matando a mexicanos en la frontera y nadie por parte del gobierno estadunidense pide disculpas por ello.
Uno pudiera argumentar que García Luna “tiene posibles nexos” con los Beltrán Leyva, con Los Zetas, el Cártel del Golfo y otros reconocidos capos. ¿Qué clase de nexos?
El capo estadunidense Édgar Valdez Villarreal, la Barbie, en una carta publicada el 28 de noviembre en el periódico Reforma, aseguró que García Luna estaba en la nómina de los grupos del narcotráfico desde hacía 10 años.
¿Por qué el empeño en ignorar lo obvio?
En el nombre de operaciones encubiertas (sting operations), la DEA ha admitido hacer depósitos de narcodólares en las cuentas bancarias de los capos mexicanos (ver Ginger Thompson, The New York Times, 3 de diciembre de 2011) ¿Y cómo lo explica el Norte? Ellos estaban tratando de identificar cómo operan las organizaciones criminales moviendo el dinero, dónde tienen sus bienes y, lo más importante, quiénes son sus líderes. Y mientras ellos lo averiguan, los bancos y la bolsa de valores se fortalecen a pasos agigantados. México se desangra, se endeuda, su producción desaparece, aumenta su dependencia en “la seguridad que viene de su vecino”, el mismo que ha probado ineptitud garrafal para eliminar dentro de su casa la gigantesca red de distribución de drogas.
Es claro que con unas cuantas variables, las poderosas familias que están detrás del gobierno estadunidense, igual que hicieran la aristocracia y oligarquías inglesas en el caso de China, aplican una penetración y expansionismo que les permite tragarse a México.
No necesariamente como hicieron con Puerto Rico, sino más bien para tener una fuente inagotable de mano de obra barata, energía, minerales y materias estratégicas, como el uranio. Todo, a precio de regalo.
Algunos republicanos hasta proponen rentar obreros, luego regresarlos a México con la salud quebrada, sin posibilidades de jubilación pagada, y reemplazarlos con unos más jóvenes que se harán cargo de la creciente población estadunidense, obesa y en la tercera edad.
Estos obreros rentados les darían de comer, cambiarían sus pañales, les darían su baño, su medicina a tiempo y sin ninguna posibilidad de recibir salarios dignos, pues los sindicatos están desapareciendo rápidamente y ellos (los obreros) todavía no tienen voz propia.
Fernando Velázquez*
* Periodista en Radio Pacífica en California, Estados Unidos
Contralínea 412 / del 16 al 22 Noviembre de 2014
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