En diciembre de 2012, Enrique Peña Nieto asumió el cargo como presidente de México. En materia económica, su agenda estaba orientada, en esencia, a profundizar el capitalismo neoliberal mediante la privatización de la industria petrolera y llevar adelante la destrucción de la economía popular.
Hasta la fecha, el dinamismo de la economía mexicana brilla por su ausencia. En 2014, la tasa de crecimiento fue de apenas 2.1 por ciento, medio punto porcentual por debajo de la tendencia de largo plazo de 2.6 por ciento. Sin embargo, apenas hace 1 año, el gobierno de Enrique Peña Nieto pedía tiempo y paciencia frente a las voces críticas de su gestión: la ejecución adecuada de las reformas estructurales llevaría, a la brevedad, a una fase de expansión de la actividad económica.
En unas cuantas semanas, sin embargo, el panorama optimista se transformó radicalmente. La desaparición forzada de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa en septiembre de 2014 puso de manifiesto, entre otros elementos, la vigencia del terrorismo de Estado.
Pese a los esfuerzos de los poderes fácticos nacionales (Televisa, Tv Azteca, Milenio Tv, etcétera) por ocultar el carácter putrefacto de sistema político, las ocho columnas de la prensa internacional dieron cuenta de la extrema debilidad del sistema de administración y procuración de justicia.
De manera escandalosa, el caso Ayotzinapa desnudó las redes de corrupción y complicidad, así como los pactos de impunidad que imperan en los tres niveles de gobierno (municipal, estatal y federal). La euforia empresarial alrededor del “Momento de México” se cayó a pedazos.
Para colmo de males, un par de meses antes de la masacre del Estado de Guerrero, el gobierno mexicano comenzó a sentir las consecuencias de la caída sostenida del precio del petróleo. De acuerdo con el diario británico The Financial Times, las expectativas de alta rentabilidad puestas en el proceso de privatización empezaron a perder fuerza.
La mezcla mexicana se ubica en la actualidad en 44.30 dólares por barril y, al menos en el corto plazo, difícilmente alcanzará los niveles de principios de la década de 2000. ¿Quién se animará a colocar sustantivas sumas de capital en una industria víctima de la deflación (caída de precios) en el plano internacional?
Las consecuencias de que el presupuesto público dependa de los ingresos petroleros saltan a la vista. La Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP) anunció a principios de año recortes al gasto por un monto de 124 mil millones de dólares, cifra que representa alrededor de 0.7 por ciento del producto interno bruto (PIB). Los ámbitos de la educación, ciencia y tecnología, salud, vivienda, entre otros, resultaron los más afectados en materia social.
Por añadidura, en medio de una mayor incertidumbre en los mercados financieros, la divisa estadunidense ha repuntado de manera inédita frente a las monedas de América Latina. Es indudable: la depreciación del peso mexicano repercute de manera negativa sobre el poder de compra de los salarios y aumenta la concentración del ingreso en el 1 por ciento de la población. Al mismo tiempo, la caída de la moneda disminuye el consumo de las familias y las perspectivas de inversión de las empresas.
Ante la fuga de capitales de corto plazo, el Banco de México se prepara para aumentar la tasa de interés de referencia y, con ello, ofrecer mayor rendimientos a los grupos de capital financiero trasnacional al costo de estrangular el financiamiento orientado a las actividades productivas en el plano interno.
El dólar estadunidense ronda ya en alrededor de 15 pesos y, no se descarta que las próximas semanas pueda sobrepasar la barrera de los 16. Luis Videgaray Caso, el titular de la SHCP, minimiza los efectos de la depreciación cambiaria con el argumento de que México gana competitividad frente al resto del mundo en los ámbitos del turismo y la manufactura.
En su diagnóstico, Videgaray Caso soslaya la dependencia de México a la economía estadunidense, así como el alto componente importado de los productos manufacturados en territorio nacional. Son los resultados de más de 3 décadas de apertura comercial indiscriminadas.
En definitiva, los costos de la fluctuación de la moneda pesarán, otra vez, sobre los trabajadores, ya sea a través de la disminución de los salarios o el aumento de la jornada laboral, es decir, un incremento de la plusvalía absoluta en términos de Carlos Marx. En cuanto a la división internacional del trabajo, una mayor subordinación a las exigencias del mercado mundial y reproducción ampliada de la dependencia.
Las protestas sociales van en aumento. Los casos de corrupción de la familia de Enrique Peña Nieto y su círculo más cercano de colaboradores prenden fuego a la hoguera del autoritarismo. La sociedad mexicana, que padece crecientes dificultades económicas en medio de la crisis, no está dispuesta a seguir tolerando el uso indebido del ejercicio de la función pública.
Para llevar a cabo transformaciones de fondo, las izquierdas en México deben orientar sus esfuerzos a fortalecer sus vínculos con los movimientos sociales. Es urgente establecer alianzas que privilegien la participación activa de la sociedad en la toma de decisiones. La batalla hay que ganarla en todos los frentes y no sólo en el ámbito electoral.
Privilegiar los diálogos horizontales sobre la verticalidad que pretenden imponer las estructuras partidistas edificadas alrededor de los caudillos. Hay que promover los círculos de estudio y reflexión, los cursos de formación política para jóvenes militantes: poner énfasis en el desarrollo de la conciencia de clase.
En conclusión, hay que adherir vitalidad a la lucha de clases que atraviesa la región latinoamericana. Después de los acontecimientos trágicos de Ayotzinapa, el pueblo mexicano está convocado, de manera urgente, a luchar por su emancipación…
Ariel Noyola Rodríguez*
*Economista egresado de la Universidad Nacional Autónoma de México
[Sección: opinión]
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