Políticas antinarco: un panorama de violencia extrema

Políticas antinarco: un panorama de violencia extrema

Santiago Gallur Santorum*/Cuarta parte
 

La década de 2000 será recordada por el estallido de la violencia del narcotráfico. Y es que durante este lapso se instauran en la sociedad términos como el de “narcoterrorismo” o “colombianización” que, si bien no son del todo precisos, sí dan cuenta del panorama de terror vivido.

Para comprender el desarrollo de los acontecimientos es necesario llevar a cabo un análisis en torno a dos periodos temporales distintos, que están marcados por el inicio del gobierno de Felipe Calderón y su política antinarcóticos, que son 2000-2006 y 2006-2010.
 
A pesar de la existencia de un escenario de violencia extrema previo al inicio de la “guerra” contra el narco, y que es arrastrado de las décadas anteriores, 2006 supone el inicio de una serie de dinámicas que revelarán los nexos ya señalados en decenios anteriores entre algunos grupos de policías, militares, empresarios y políticos, con los cárteles. Es decir, que se podría entender que a partir de 2006 los narcos empiezan a mostrar hasta dónde llega su poder real al arrinconar a la sociedad mexicana en una situación de la que nadie parece tener idea de cómo salir, y donde muy pocos quieren recordar como se llegó hasta ahí.
 
A pesar de la aparente complejidad del tema, para entender la situación vivida a partir de la segunda mitad de dicha década basta con remitirse al contexto de evolución del narcotráfico durante los años anteriores (Proceso, ediciones 1208-1780; Asa Hutchinson, administrador de la DEA [Agencia Antidrogas Estadunidense]: “The past, present, & future of the war on drugs”, 15 de noviembre de 2001).
 

Las primeras señales que aventuraban la catástrofe

 
Decir que nadie podía imaginar lo que ha ocurrido en México en los últimos seis años sería faltar a la verdad, ya que las señales eran tan fuertes y evidentes como lo habían sido ya en décadas anteriores. Todo indicaba que el papel de socios de los colombianos había aportado excepcionales beneficios económicos a los narcos mexicanos (entre 19 billones y 39 billones de dólares cada año, de acuerdo con el documento de la DEA de 2009: Lanny A Breuer, secretario auxiliar de la División Penal del Departamento de Justicia de Estados Unidos, et al, DEA, “The rise of mexican drug cartels and US National Security”), y que esto a su vez había facilitado un incremento directamente proporcional de su capacidad de corrupción (Ismael González Vera, coordinador, ¿Quién combate la corrupción en la PGR?, México, Distrito Federal, Procuraduría General de la República, 2006, páginas 89-110) y su poder armamentístico (Joseph M Arabit, agente especial a cargo de El Paso Division, DEA, y William Mcmahon, director adjunto de operaciones de campo de la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos [ATF]: “Southern border violence: homeland security threats, vulnerabilities, and responsibilities”, 30 de marzo de 2009).
 
Es más, a principios de la década, y continuando con la tendencia iniciada en la de 1990, algunos medios señalaban ya que el gobierno mexicano permanecía impasible ante el narco por la gran cantidad de dinero que estaba aportando al país. Mientras, el vecino del Norte anunciaba la lucha contra el lavado de dinero del narco… en América Latina (Karen P Tandy, administrador de la DEA: “United States efforts to combat money laundering and terrorist financing”, 4 de marzo de 2004; Michael A Braun, jefe de operaciones de la DEA: “Counternarcotics strategies in Latin America”, 30 de marzo de 2006).
 
A la vez, los nexos entre narcos, policías y militares conocidos previamente, evidenciaban la continuidad en el uso que algunos cárteles estaban haciendo de las fuerzas de seguridad (Proceso, ediciones 1209-1312; Contralínea, ediciones 1-213; Jorge Luis Sierra Guzmán, El enemigo interno. Contrainsurgencia y fuerzas armadas en México, México, Distrito Federal, Plaza y Valdés, Universidad Iberoamericana, Centro de Estudios Estratégicos de América de América del Norte, 2003, páginas 31-40, 71-120, 160-181, 220-250; Luis Astorga, Seguridad, traficantes y militares. El poder en la sombra,México,Tusquets, 2007, páginas 15-17, 46-48, 57-102).
 
Mientras tanto, en un momento en que los cárteles eran señalados por la DEA como la mayor amenaza del crimen organizado para Estados Unidos (Lanny A Breuer, et al, DEA: “The rise of mexican drug cartels and US National Security”, 9 de julio de 2009) todavía se podían notar las consecuencias de la implicación de Raúl Salinas de Gortari en el lavado de dinero del narco, debido a las presiones externas de países como Suiza para que se persiguiese en México a los cómplices del hermano del presidente (Proceso, ediciones 1209-1312; Frontline, “The rise and fall of the Salinas brothers”).
 
Y así, en un contexto enrarecido por las sospechas de corrupción, los tribunales en México obligaban a investigar los fondos que financiaban las campañas de algunos políticos, sacando a la luz lo que muchos sospechaban: algunos cárteles habían conseguido infiltrarse dentro del sistema político. A la vez, mientras Estados Unidos militarizaba la frontera y circulaban informaciones de que los narcos estaban cometiendo ejecuciones protegidos por policías, el conflicto en Guerrero se recrudecía hasta extremos que recordaban en parte a la violencia política de la Guerra Sucia, cuando todavía algunos de sus responsables estaban siendo sometidos a juicios.
 
Todo ello se sumaba a los cuestionamientos internacionales por la utilización de la tortura y la creación de chivos expiatorios por parte de las autoridades en mexicanas.
 
A pesar de todo, las noticias sobre la venta de armas al narco mexicano en Estados Unidos comenzaron a darle cierto sentido a un discurso que culpaba a México de todos los males ligados al narcotráfico, mientras al otro lado del Río Bravo las grandes fortunas del dinero negro del narco engrosaban las cuentas de la industria armamentista, uno de los principales motores de la economía estadunidense. Al fin y al cabo para el vecino del Norte el beneficio era doble, ya que además de proporcionarle grandes cantidades de dinero, los cárteles usarían dichas armas para matarse entre ellos. Claro, los policías y militares honrados que morían intentando frenar el avance del narco más bien serían considerados, junto con las víctimas civiles, como daños colaterales de un enfrentamiento inevitable (Proceso, números 1312-1522; Discursos, declaraciones y testimonios de la DEA: Huchindson, Wolley, Tandy, Lewith, Marshall, González, Casteel, Grabbs, Semesky, Placido, Braun, Comer, McHamon, Breuer y Homer).
 

Una lucha fallida

 
Con el comienzo de la “guerra” contra el narco en 2006 se iniciaron abiertamente dos conflictos en paralelo: el de las fuerzas de seguridad del Estado contra el narcotráfico y el de los cárteles más poderosos que utilizaban a dichas fuerzas contra los otros narcos. Esta última estrategia no era algo nuevo: ya que se podía identificar claramente dicha dinámica de actuación en la década de 1960 y continúa hasta la actualidad. Lo realmente llamativo era el grado de violencia extrema alcanzada, propio de una guerra civil. Y es que realmente esto es lo que se desató: una auténtica guerra civil. Aunque con particularidades propias.
 
No había dos bandos claramente diferenciados. Es decir, el narco ya en 2006 era una estructura con ramificaciones políticas, económicas, militares y policiales, integradas perfectamente dentro del propio sistema mexicano, con la característica de que no eran identificadas abiertamente como parte de los cárteles y por lo tanto no se podía luchar contra éstas. Es decir, que los narcos tenían trabajando para ellos a una parte de las fuerzas de seguridad que, supuestamente, los estaban combatiendo. Además de todo esto, existían unos ocho cárteles principales, con sus propias estructuras de tipo militar equipadas con armamento militar pesado y una compleja red de lavado de dinero integrada en el propio sistema económico mexicano e internacional (Asa Hutchindson, DEA: “The past, present, & future of the war on drugs”, 15 de noviembre de 2001; “Narco-terror: the world wide connection between drugs and terror”, 2 de abril de 2002; “Drugs, money and terror”, 24 de abril de 2002; Steven W Casteel, administrador adjuntoparaInteligencia de la DEA: “Narco-terrorism; international drug trafficking?and terrorism – a dangerous mix”, 20 de mayo de 2003; Sandalio González, agente especial de la DEA: “The impact of the drug trade on border security; field hearing in Las Cruces, New Mexico”, 29 de?junio de 2004).
 
De todo lo anterior se podría concluir que en realidad la “guerra” contra el narco no pasó de un cúmulo de buenas intenciones (en el mejor de los casos), ya que ni el “enemigo” estaba identificado (no había un registro de todas las personas que trabajan directa o indirectamente para el narcotráfico) ni existía una estrategia “correcta” para acabar con éste. Es más, si pensamos en la evolución del narcotráfico en los últimos 40 años la principal característica del poder creciente de los cárteles mexicanos es la de un beneficio económico prácticamente ilimitado (Lanny A Breuer, et al, DEA: “The rise of mexican drug cartels and US National Security”), hasta el punto de que el Chapo Guzmán, líder del cártel de Sinaloa, fue mencionado por la revista Forbes,en 2009, como uno de los hombres más ricos del mundo (Forbes: “The wolrd´s billionaires. #701 Joaquín Guzmán Loera”).
 
Por lo tanto, es evidente que una verdadera lucha contra el narcotráfico pasaría por atacar de forma directa el lavado de dinero procedente del tráfico de drogas, no sólo en México sino también en Estados Unidos (y otros países), ya que ésta es y ha sido siempre la principal fuente de su poder (Karen P Tandy, DEA, “Two hundred and seven million in drug money seized in Mexico City”, 20 de marzo de 2007, y “United States efforts to combat money laundering and terrorist financing”, 4 de marzo de 2004; Donald C Semesky Jr,jefe de la OficinadeOperaciones Financieras de la DEA: “Terrorist financing and money laundering investigations: who investigates and how effective are they?”, 11 de mayo de 2004).
 
Lo que sucedió en la década de 2000 fue una escenificación de una guerra global contra el narco que derivó en una guerra civil con un número altísimo de víctimas inocentes. Y mientras los muertos seguían aumentando, algunos cárteles, gracias a sus incalculables ganancias, se permitían el lujo de ofrecer trabajo como sicarios a través de narcomantas a militares y exmilitares, mientras ya estaban instalados dentro de sus filas soldados de elite de otros países. A la vez, algunos medios de comunicación empezaron a señalar periódicamente que en Guerrero, Oaxaca o Chiapas, se estaban produciendo enfrentamientos entre grupos guerrilleros como el Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente y comandos paramilitares del narco apoyados por el propio Ejército Mexicano (Contralínea, ediciones 1-213).
 
Este tipo de acontecimientos cerraban la cuadratura de un círculo cuyo inicio se podría establecer 40 o 50 años atrás, y que señalaba una dinámica repetida y constatada hasta la saciedad: el vínculo entre el narco y las fuerzas de seguridad del Estado y la utilización de la violencia como forma de control social (Jorge Luis Sierra Guzmán, op. cit. páginas 31-40, 71-120, 160-181, 220-250; Luis Astorga, Seguridad, traficantes y militares: 15-17, 46-48, 57-102).
 

La “colombianización”: un término que se quedó pequeño

 
El desarrollo del nuevo narco en la década de 1990 provocó la utilización de una serie de términos en un intento por explicar una realidad que a muchos pareció sorprender. El término “colombianización” entonces empezó a usarse como adjetivo referido al proceso de infiltración del narco en las estructuras del Estado (Ismael González Vera, coordinador, ¿Quién combate la corrupción en la PGR?, México, Distrito Federal, Procuraduría General de la República, 2006, páginas 89-110) y a una violencia extrema derivada de dicho fenómeno.
 
Cabe recordar que en Colombia durante la década de 1980 el narco adquirió gran protagonismo mediático debido a la utilización de atentados, asesinatos, ejecuciones y demás actos intimidatorios en contra de todo aquel que osaba ponerse en su camino. Dicho adjetivo por tanto parecería apropiado, sobre todo si nos limitamos a describir lo que ha estado sucediendo en México en el último decenio.
 
El problema es que, a diferencia de que en Colombia en donde Pablo Escobar, líder del cártel de Medellín, era casi un símbolo nacional y había dos grandes cárteles (de los que uno era claramente superior al otro), en México a finales de la década de 2000 encontramos nueve cárteles principales, con sendas estructuras de tipo militar, económicas y políticas asociadas. Y que debido a la propia evolución del narcotráfico en México, poseen un poder similar en aquellos territorios que dominan, a pesar del discurso oficial de la persecución de los grandes capos que evidentemente tiene un claro objetivo mediático. Estos cárteles pueden tener diferencias en cuanto a  los beneficios económicos obtenidos y por lo tanto, el poder de corrupción asociado. Sin embargo, si se habla exclusivamente de capacidad de agresión o violencia potencial, tienen un poder militar (paramilitar) o armamentístico que la misma “guerra” contra el narco ha revelado no sólo equivalente, sino simplemente descomunal. Comparable cada uno de ellos al de un pequeño ejército (Contralínea, edicones 1-213; Proceso, ediciones 1312-1522; Lanny A Breuer, et al, DEA, “The rise of mexican drug cartels and US National Security”; Joseph M Arabit, DEA, “Violence along the southwest border”, 24 de marzo de 2009).
Es decir, que la “guerra” contra el narco de Calderón, después de un saldo de víctimas abrumador, ha permitido conocer hasta dónde llegan las dimensiones de la capacidad militar de los cárteles y por lo tanto cuál es su poder real (Stuart Nash, et al, DEA: “Escalating violence in Mexico and the Southwest border as a result of the illicit drug trade?”, 6 de mayo de 2009; Anthony P Placido, administrador adjuntoparaInteligencia de la DEA: “The US government’s domestic obligations: under the Merida Initiative”). Así, grupos de narcotraficantes equipados con armamento made in USA han conseguido arrinconar al Estado en la guerra de todos contra todos y donde la víctima sigue siendo la misma de siempre: la sociedad mexicana.
 
Mientras tanto, el cuestionado discurso de la “guerra” contra el narco, a través de fuerzas de seguridad con un alto porcentaje de corrupción, encubre una triste realidad: los beneficios económicos obtenidos por el narcotráfico y sus socios siguen en aumento de la mano de una demanda de drogas ilícitas en Estados Unidos que da alas a un negocio que ha generado en tan sólo en cuatro años más muertos que la guerra de Irak, como víctimas de una violencia indiscriminada.
 
*Doctorante en historia contemporánea por la Universidad de Santiago de Compostela, España