México ha declarado 182 áreas naturales protegidas. Cuarenta y cuatro de ellas tienen categoría de reserva de la biósfera; 67 son parques nacionales; 18 santuarios naturales; cinco monumentos naturales; 40 áreas de protección de flora y fauna, y ocho áreas de protección de recursos naturales.

La superficie total de estas áreas naturales protegidas suma 90 millones 839 mil 521 hectáreas (o 908 mil 395 kilómetros cuadrados). El territorio no es menor. Coloca a México como uno de los países que más superficie natural “protege”, junto con Estados Unidos, Rusia y España.

Tenemos que entrecomillar “protege” porque, a pesar de los esfuerzos de algunas instituciones y personas, la política del Estado mexicano es incoherente. Por un lado, declara áreas para su protección natural y, por otro, fomenta la explotación irracional de recursos por parte de multinacionales. Además, se muestra incapaz de combatir al crimen organizado que ha incursionado en la tala clandestina, el tráfico de maderas preciosas y la extracción de minerales…

El reconocimiento para el trabajo de protección natural de muchas instituciones y personas es claro. Incluso, algunas de ellas son parte de estructuras gubernamentales u oficiales, dependencias públicas, universidades.

Sin embargo, habrá qué cuestionar el modelo que México ha elegido para “proteger” su patrimonio natural, muy cercano, en algunos casos, a la restricción, a la privatización y al negocio.

¿Cuántas de estas áreas naturales protegidas se han declarado sin el acompañamiento y la anuencia de sus dueños, es decir, de comunidades indígenas y campesinas?

En nombre de una tramposa “protección” se limita el aprovechamiento de los recursos, se prohíbe el ingreso a la zona y termina por concretarse, legalmente y en los hechos, un despojo. Un despojo menos estridente del que ocurre cuando las mineras u otras empresas y gobiernos directamente expropian para usos de explotación abierta.

Este tipo de despojo, en nombre de la “protección” de la naturaleza, conlleva una aparente justificación moral: se están “protegiendo” recursos naturales. ¿Y de quién los están “protegiendo”? ¿De sus dueños, generalmente pobres, familias y comunidades que por generaciones han vivido en ese entorno y de cual forman parte?

Toda esta retórica está sustentada en una falacia: en que los territorios deben “protegerse” por expertos en aras de un interés nacional versus campesinos iletrados de interés colectivo.

Ahora resulta que los pueblos indígenas, quienes han convivido armónicamente por miles de años con la Madre Tierra, son los depredadores o los que, por ignorancia, socavan la biodiversidad…

La especial relación que los pueblos indígenas y campesinos mantienen con sus montes y aguas es difícil de comprender para quienes ven una dicotomía entre el ser humano y la naturaleza. Para la cultura occidental el ser humano está destinado a someter, dominar y explotar la naturaleza (o recursos naturales, como claramente gusta decir). De ahí la depredación que su desarrollo genera.

En contraste, para los pueblos indígenas, el ser humano y la colectividad son parte del entorno. La relación de las personas con la Madre Tierra (por ello no dicen “recursos naturales”) no es de dominio, sometimiento y explotación. Es de respeto y colaboración. La propia actividad humana en esos montes resulta beneficiosa para todo el entorno.

Cuando se declara un área natural “protegida” –del tipo que sea– sin el acompañamiento de las comunidades, se trastoca la relación que los pueblos indígenas mantienen con el monte, los ojos de agua, los arroyos, los cerros… una relación que incluye lugares sagrados, imprescindible para la reproducción cultural.

Y tenemos entonces aberraciones como las que les impide a los pueblos indígenas recolectar quelites y hongos o cazar, como lo habían venido haciendo por generaciones sin que pusieran en riesgo especie alguna. El pretexto de la “conservación”, en estos casos, es utilizado para expulsar a las comunidades de sus territorios, socavar su identidad y convertirlas en clientelas políticas (como premio de consolación por no ingresar a sus montes, se les otorgan algunas migajas monetarias que los hacen dependientes). En lugar de comunidades se nombran administraciones que dirigen los “parques nacionales” como si de una empresa se tratara.

¿Cómo ser kikapú sin cazar venado? ¿Cómo ser wirakitari sin recolectar peyote? ¿Cómo nahua sin hacer ofrendas al cerro? ¿Cómo yoreme sin correr la pahko? ¿Cómo cucapá sin pescar? ¿Cómo triqui sin hablar con las cuevas? ¿Pidiendo permiso? ¿Cómo ser amerindio con los montes inventariados y secuestrados?

No será con vallas ni con despojos seudoproteccionistas como se conservará sana la Madre Tierra. No son las colectividades las que han puesto al planeta en la mayor crisis ambiental de su historia. El sistema que está destruyendo la vida se llama capitalismo. No nos confundamos. Los capitalistas son los victimarios; no los salvadores de los ecosistemas.

Fragmentos

Inicia un año complicado. Los dueños del sistema han designado a sus candidatos que se disputarán la Presidencia de la República. Cualquiera que gane, les responderá a ellos; alguno tal vez haría cambios cosméticos, pero ya les dijo que no se preocupen: nada que hará locuras y nada que tocará las sacrosantas variables macroeconómicas… Sólo una mujer indígena, María de Jesús Patricio Martínez, representa un proyecto antisistémico. El movimiento que la respalda no juega con la esperanza de ganar las elecciones, sino de que su irrupción en el proceso sirva para generar y fortalecer una organización nacional indígena, campesina, obrera y popular.

Zósimo Camacho

[BLOQUE: OPINIÓN][SECCIÓN: ZONA CERO]

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