El asalto debía ser corto, el gobierno de Maduro no estaba en condiciones de resistir. Sobre esa certeza Estados Unidos desencadenó una estrategia para derrocarlo: construyó a Juan Guaidó como presidente 2.0, lo dotó de una ficción de gobierno, un reconocimiento internacional, una narrativa articulada entre medios de comunicación, un aceleramiento de sanciones económicas en diferentes niveles. A partir de la superposición de las variables debían darse los diferentes resultados, hasta llegar a la negociación forzada o la salida.
El curso de los acontecimientos no fue como aparecía en el papel. El primero y principal fue el quiebre de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), un elemento medular que debía suceder y no lograron. Para eso fueron descargadas una serie de tácticas, desde la conspiración interna con apoyo de dólares, visas y garantías, hasta la estrategia de la amenaza latente de posible intervención por parte de Estados Unidos. Una combinación de bluff, es decir, de pistola descargada apuntada de frente, con fechas de condensación para intentar el quiebre, como lo fue el 23 de febrero.
El segundo acontecimiento que debía darse, de menor capacidad de definición en el objetivo, era el apoyo masivo de Guaidó en las calles. Su discurso afirma que el 90 por ciento de la población lo apoya. Las imágenes de su capacidad de movilización muestran que el primer impulso del 23 de enero –día de su autonombramiento reconocido por un tuit de Donald Trump– perdió fuerza. Una de las razones principales está en la crisis de expectativas producto de que la promesa de desenlace inmediato no se dio. Otra es que se trató de una construcción artificial, mediática, diplomática, que no logró convocar más allá de la histórica base social de la derecha, marcada por el corte de clase, geográfico, de condiciones materiales de vida, de idiosincrasia e imaginarios. La oposición se parece demasiado a sí misma.
El tercer punto fue el intento de volcar a los sectores populares a las calles, para lo cual los apagones y su consecuente faltante de agua eran el escenario provocado más favorable. El resultado tampoco fue el esperado: la imagen extendida fue la de una mayoría en busca de resolver los problemas, de forma individual, colectiva, articulada al gobierno. Las protestas, impulsadas en su casi totalidad por la derecha, fueron pequeñas y sin capacidad de irradiación.
Cada una de esas variables tiene puntos de retroalimentación. La crisis de expectativas se debe, por ejemplo, a la constatación de que la FANB no se ha quebrado, que Guaidó habla de una inmediatez que no sucede, y de la conclusión que al no darse ninguno de los tres resultados, entonces sólo queda pedir por la intervención internacional encabezada por Estados Unidos. Esa misma narrativa intervencionista aleja a su vez a quienes podrían ver en la propuesta de Guaidó una alternativa a la situación actual, política y económica. Convocar a las mayorías para lograr una acción de fuerza internacional se topa con evidentes barreras.
El derrocamiento de Maduro no parece posible en la relación de fuerzas nacionales. Ha demostrado que el asalto no será corto, y que el chavismo, que es más que un gobierno, está en condiciones de resistir. De ser un asunto nacional, Guaidó perdería fuerza hasta entrar en la lista de dirigentes de la oposición marcados por el peso de la derrota. El problema es que este nuevo intento de golpe de Estado se armó sobre un punto de no retorno: una construcción de Estados Unidos de una fachada de gobierno paralelo, reconocido luego por la Unión Europea, Gran Bretaña, Israel, Canadá, gobiernos de derecha de América Latina. ¿Qué hacer con Guaidó si el plan no da resultados producto del error de cálculo inicial?
La pregunta es por Estados Unidos, su actual administración en la combinación Donald Trump-neoconservadores, y lo que se denomina el Estado profundo, es decir, las estructuras de poder real, invisibles, que constituyen y garantizan el desarrollo estratégico de Estados Unidos en la disputa geopolítica. Una derrota en Venezuela sería atribuida a la administración, en un período preelectoral, y sería doble: la permanencia de Maduro, es decir la incapacidad de alinear el punto clave del continente latinoamericano, como su implicancia en el cuadro internacional.
Esto último ha tomado particular fuerza en los últimos días, en voz y tuits de diferentes voceros estadunidenses, como Elliot Abrams, encargado especial para Venezuela, Mike Pompeo, secretario de Estado, John Bolton, consejero de seguridad nacional, y Craig Faller, jefe del Comando Sur. Sus diferentes declaraciones han conformado una narrativa que sitúa a Venezuela como base de operaciones de Rusia, Irán, Cuba y China, y al gobierno de Maduro como subordinado a cada uno de esos gobiernos y sus respectivos servicios de inteligencia, militares, en particular de los tres primeros.
Sobre esa construcción de escenario Estados Unidos ha anunciado los próximos pasos. Pompeo irá a Chile, Paraguay, Perú y Colombia, Abrams a España y Portugal, y han convocado a la tercera reunión del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para abordar la cuestión Venezuela. Todavía no han anunciado los objetivos para cada uno de los movimientos, aunque es posible prever que existirá una dimensión privada y una pública de los acuerdos. Sobre la segunda podría ser avanzar en lo que parece un objetivo: declarar al gobierno de Venezuela como organización transnacional del crimen, y calificar a los “colectivos” –una forma de organización popular del chavismo– como grupos terroristas, que, afirmó Bolton, “socavan la Constitución y la integridad territorial de Venezuela”. De cada elemento se desprenden nuevas posibles acciones.
Ese aumento de presiones, bloqueos, aislamientos, no plantea aún, más allá del repetido “todas las opciones están sobre la mesa”, la posibilidad de la intervención militar. El mismo Abrams volvió a alejar esa hipótesis el pasado jueves. ¿Cómo piensan entonces escalar para lograr el desenlace con la combinación de estas acciones? Estados Unidos necesita definir vías, capacidades de operaciones en el territorio, acuerdos internos y diplomáticas. Sobre esto último la posición de la Unión Europea, en voz de Federica Mogherini, mantiene que se debe “preparar el terreno para que se celebren elecciones presidenciales libres y transparentes lo más pronto posible”.
¿Estaría dispuesto Estados Unidos a un desenlace negociado con posible permanencia de Maduro? Por el momento no lo parece, así como tampoco a una derrota en Venezuela, que sería, como ya lo han explicitado, geopolítica.
Marco Teruggi/Telesur-Página 12
[OPINIÓN] [ARTÍCULO]