El sexenio del presidente Felipe Calderón se distinguirá de los anteriores por la cantidad de muertes de civiles inocentes que quedan atrapados en los enfrentamientos entre las fuerzas del gobierno y las del propio narcotráfico.
La existencia de víctimas no relacionadas con ninguna de las partes del conflicto armado es un fenómeno que los ejércitos reconocen como “daño colateral” o “bajas colaterales”.
Al menos 166 personas que el propio gobierno reconoce como “civiles inocentes” perecieron en 2010 por el fuego cruzado entre bandas de narcotraficantes y fuerzas federales. Ese número, dijo el propio gobierno, representa un incremento de 172 por ciento respecto del año anterior.
Sin embargo, expertos independientes estiman que el número de bajas colaterales puede ascender al 10 por ciento de las más de 34 mil personas asesinadas en este sexenio.
De comprobarse esa estimación, el número de “civiles inocentes” que ha perecido en este sexenio ascendería a más de 3 mil 400.
Como es evidente, las cifras disponibles son contradictorias, pero eso no resta importancia al riesgo que viven los habitantes de zonas de alta intensidad tanto del tráfico de drogas como de las operaciones contra el narcotráfico.
El daño colateral comenzó a empeorar cuando el gobierno del presidente Felipe Calderón decidió combatir al narcotráfico con una estrategia de saturación militar y control territorial de las zonas de operación de los cárteles.
Una parte del daño colateral ocurre durante los enfrentamientos violentos entre fuerzas federales y narcotraficantes, cuando las unidades militares se encuentran inesperadamente con células de la delincuencia organizada durante los patrullajes en las zonas urbanas. Los enfrentamientos han ocurrido a veces en horas hábiles, enfrente de escuelas, campus universitarios o en calles transitadas.
El hecho de que esa estrategia de disuasión siga adelante, a pesar de la multiplicación de las muertes de “civiles inocentes”, indica que, para este gobierno, el “daño colateral” es un costo inevitable de una operación contra la actividad delictiva organizada que tiene que seguir.
Al elegir las calles como campos de batalla, el gobierno se enfrenta a grupos de la delincuencia organizada que intentan camuflarse entre el resto de la población. Algunos jefes del narcotráfico levantan casas de seguridad en zonas densamente pobladas, cerca de escuelas o mercados, y contratan redes de civiles que patrullan las calles en autos, motocicletas o bicicletas, e informan de la presencia de policías o militares.
Al calor de la batalla, las unidades militares han dirigido su fuego contra transeúntes que cruzan o pasan cerca del campo de batalla o se comportan en forma errática en retenes militares. Aunque algunas escuelas han empezado a entrenar a los alumnos y maestros para protegerse del fuego cruzado, la intensidad alcanzada de los enfrentamientos y su carácter azaroso y sorpresivo han vuelto prácticamente inútiles los protocolos de seguridad que los habitantes de las zonas de conflicto han desarrollado.
El silencio de los medios y ciudadanos en muchas de las zonas de conflicto y la dificultad para investigar cómo ocurrieron esos enfrentamientos han hecho muy difícil averiguar la violación a los derechos humanos o, incluso, la violación a la convención y las leyes de Ginebra, que regulan el comportamiento de las partes en conflictos armados no internacionales.
Esas leyes internacionales prohíben el fuego dirigido contra civiles a menos que éstos participen directamente en las hostilidades. Las convenciones de Ginebra, aprobadas en 1949, también ordenan que cuando exista duda, los combatientes se deben considerar como civiles y, por tanto, abstenerse de disparar contra las personas que estén cerca de los adversarios. De acuerdo con esas leyes, la táctica que siguen muchos miembros de la delincuencia organizada de confundirse entre la población civil no debe ser justificación para tomar a esa población como objetivo militar legítimo.
En su afán de protegerse y superar la capacidad de fuego de los narcotraficantes, las unidades del Ejército y la Armada de México están portando armamento altamente destructivo, cuyo poder resulta letal para cualquier persona cercana a una zona de combate.
Las Fuerzas Armadas mexicanas, al igual que otros ejércitos del mundo involucrados en conflictos asimétricos, consideran como “legales” o “permisibles” las muertes de transeúntes inocentes durante operativos militares.
Al permitir los enfrentamientos de militares y narcotraficantes en zonas pobladas urbanas, es evidente que el gobierno mexicano privilegia la “seguridad nacional” en detrimento de la protección civil. En estas circunstancias, la noción de “daño colateral” sirve como un escudo que protege a las tropas de la responsabilidad de dañar a civiles en operaciones de combate.
Esa noción ha sido analizada recientemente en un artículo de la revista Foreign Affairs, donde se presenta el debate actual sobre los dilemas de la muerte de civiles en los campos de batalla de las guerras contemporáneas.
En uno de los libros citados por Foreign Affairs, Dilemas éticos de la guerra moderna: tortura, asesinato y extorsión en la era de la guerra asimétrica, Michael I Gross defiende el intento de los ejércitos para ampliar el concepto de “objetivos militares legítimos” a aquellos civiles que ayudan con alimentos, información, hospedaje o que sirven de escudo a combatientes enemigos. Según Gross, la democracia debe prevalecer sobre el terrorismo.
Sin embargo, para otros autores, el empleo indiscriminado del concepto “daño colateral” para ocultar crímenes de guerra implicaría un daño profundo al tejido social y democrático de un país.
Stephen J Rocket y Rick Halpern, autores de Inventando el daño colateral: bajas civiles, guerra e imperio, argumentan que el término “daño colateral”, en relación con la supuesta legalidad del homicidio no intencional de civiles que cruzan el campo de batalla, ha servido para “lavar” la destructividad de las operaciones militares.
El análisis presentado en la revista Foreign Affairs indica que defender la noción de “daño colateral” tiende a sostener la apatía de los jefes militares sobre las consecuencias de sus operaciones e incrementa el abuso contra los civiles.
Aunque hay pocos análisis de cómo interpretar las operaciones militares mexicanas contra el narcotráfico a la luz de los protocolos internacionales, empieza a ser evidente que el gobierno necesita reformar su estrategia para alejar las Fuerzas Armadas de las zonas urbanas densamente pobladas, donde puede haber mayor riesgo para la población en caso de enfrentamiento.
Aun cuando la desaprobación del uso de la fuerza militar contra el narcotráfico está volviéndose general y ha involucrado una senda recomendación de la Organización de las Naciones Unidas hacia el gobierno mexicano para que retire al Ejército y la Armada del combate al tráfico de drogas, éste insiste en utilizar la estrategia de saturación militar y control territorial, afectando el desarrollo de los recursos de inteligencia y capacidad policial que podrían desempeñar un rol más efectivo y menos riesgoso para la población.
La falta de visión de los líderes políticos y militares de este país y su desinformación sobre los estragos que sufren las poblaciones civiles en las guerras asimétricas han llevado a que las calles de numerosas ciudades mexicanas se conviertan en campos de batalla. Aún están a tiempo de corregir esa irresponsabilidad.
*Especialista en Fuerzas Armadas y seguridad nacional; egresado del Centro Hemisférico de Estudios de la Defensa, de la Universidad de la Defensa Nacional en Washington
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