En un esfuerzo hasta hoy infructuoso, grupos de la sociedad civil demandan que los militares participen en una mesa de diálogo para discutir los efectos más graves de la violencia que el gobierno genera en su combate al narcotráfico. Por la respuesta que han recibido y el ambiente tan enrarecido de los últimos meses, se prevé que ese diálogo no ocurrirá en un futuro cercano, al menos no en los términos que demandan los representantes de esos grupos no gubernamentales. La participación de los militares fue una petición del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad que encabeza el escritor Javier Sicilia, hecha en el contexto del conflicto armado en el que han perecido decenas de miles de mexicanos, entre ellos un número aún desconocido de civiles sin conexión con el narcotráfico. Estos ciudadanos, conocidos en el argot militar como “bajas colaterales” murieron por deambular accidentalmente por una zona de enfrentamiento armado, por atravesar un retén militar o por ser víctimas fatales de la violencia de narcotraficantes que reciben la protección de autoridades locales y federales. Como parte fundamental de este conflicto interno, las Fuerzas Armadas llevan a cabo la mayor parte de sus operaciones contra el narcotráfico en zonas urbanas o cerca de éstas y se enfrentan, de manera planificada o azarosa, con células de delincuentes fuertemente armados. Las quejas por violaciones a los derechos humanos cometidas por miembros de las Fuerzas Armadas se han multiplicado en más del 300 por ciento en los últimos años, según cifras de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Esta difícil situación ha sido desfavorable para la participación de las Fuerzas Armadas en la mesa de diálogo de grupos ciudadanos con el gobierno federal, porque abriría la posibilidad de sentar a los militares en el banquillo de los acusados y exponerlos directamente ante los reclamos de una sociedad cada vez más arruinada y abatida por todas las partes del conflicto armado. El gobierno federal responde con una negativa previsible. Éste explica que la presencia de las Fuerzas Armadas no había sido materia de la negociación de las reglas de la mesa de diálogo y que no habría por el momento ninguna representación directa de las instituciones militares en las pláticas con los representantes de la sociedad civil. La Secretaría de Gobernación será la transmisora de cualquier información proveniente de las Fuerzas Armadas y ésta decidirá más adelante si la consulta con los militares se da de forma interna o externa. La petición de Sicilia, sin embargo, dista mucho de ser extravagante y es otro más de los esfuerzos infructuosos de un diálogo directo de la sociedad civil con militares. De hecho, existen previas experiencias de diálogo directo entre jefes y mandos militares con líderes de las organizaciones no gubernamentales (ONG) de derechos humanos que respaldan la petición hecha por el Movimiento. No todas ellas, sin embargo, han sido satisfactorias para todas las partes. Los primeros intentos fallidos de diálogo ocurrieron tras el alzamiento armado en Chiapas en enero de 1994, cuando grupos de derechos humanos internacionales pidieron entrevistas con mandos militares durante su investigación de casos de abuso de la fuerza. La información que entregaron los mandos del Ejército fue contraproducente para la institución militar, pues levantó un escándalo internacional por casos de tortura y ejecución extrajudicial en el ejido Morelia, Altamirano y en el mercado de Ocosingo, Chiapas, que terminaron en la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En una respuesta a la presión internacional, el Ejército abrió sus oficinas en los cuarteles militares para recibir quejas de violación de derechos humanos por parte de los civiles. Sin embargo, esto no disminuyó la animadversión del uso de la fuerza militar en el patrullaje en las comunidades indígenas simpatizantes con los movimientos armados. La relación con los grupos de la sociedad civil se tensó aún más durante las olas subsecuentes de contrainsurgencia para contener a las comunidades autonomistas del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y a las operaciones armadas del Ejército Popular Revolucionario en Guerrero y Oaxaca. La actividad de movimientos armados y las presiones intergubernamentales para confrontarlas con la fuerza militar atrajo de nuevo la atención internacional. Esa situación llevó, al final del sexenio del presidente Ernesto Zedillo, a las primeras reuniones de grupos de derechos humanos con representantes de la Procuraduría de Justicia Militar, la sección de derechos humanos de la V Agencia adscrita de la Secretaría de Defensa Nacional y de la sección V del Estado Mayor Naval de la Armada de México. Esas reuniones entre defensores de derechos humanos y representantes militares ocurrieron como parte de la comisión intersecretarial para la atención a compromisos internacionales en materia de derechos humanos y en la víspera de la visita a México de Mary Robinson, la alta comisionada de la Organización de las Naciones Unidas para los derechos humanos, en octubre de 1999. Paradójicamente, la agenda de las reuniones no incluyó el tema militar. Sin embargo, esos acercamientos tuvieron mucha importancia porque fueron las primeras experiencias de diálogo entre defensores de derechos humanos y miembros de las Fuerzas Armadas. Los intentos posteriores con militares y activistas en el gobierno del presidente Vicente Fox incluyeron un encuentro académico entre organizaciones de derechos humanos y representantes del Ejército, la Armada, el Centro de Investigación y Seguridad Nacional y la Policía Federal Preventiva en el Instituto Tecnológico Autónomo de México, con el auspicio del gobierno británico. El seminario tenía como objetivo crear enlaces entre las Fuerzas Armadas y los grupos de derechos humanos. La energía despertada por la alternancia en el gobierno facilitó las reuniones de las organizaciones no gubernamentales con Rafael Macedo de la Concha, en ese entonces procurador general de Justicia Militar. Ésas fueron las primeras y quizá las últimas reuniones directas entre grupos no gubernamentales y un procurador de justicia militar. Dichas experiencias suavizaron el clima generalmente hostil entre grupos de derechos humanos y mandos militares, pero la falta de continuidad y de una práctica sistemática de conversación impidieron la formación de enlaces preparados para desarrollar ese vínculo. Aunque en el fondo puedan compartir el interés común de garantizar la viabilidad nacional, ambas partes parecen estar atrapadas siempre en posiciones antagónicas. Hasta el momento, los militares conservan la noción de que los grupos de derechos humanos suelen ser fachada de bandas criminales o insurgentes, mientras que, por su parte, los grupos de la sociedad civil suelen protestar contra la impunidad de los militares en la violación masiva de los derechos humanos. La comprensión de que seguridad, democracia y derechos humanos forman un todo inseparable aún no parece estar suficientemente desarrollada ni en el medio castrense ni en el medio no gubernamental. Bien haría el gobierno en permitir la participación de representantes de las Fuerzas Armadas en sus reuniones con grupos de la sociedad civil. De otra manera nunca habrá oportunidad de desarrollar enlaces y lograr una comprensión mutua más cercana a la objetividad. *Especialista en Fuerzas Armadas y seguridad nacional, egresado del Centro Hemisférico de Estudios de la Defensa, de la Universidad de la Defensa Nacional en Washington
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