Tambores de guerra resuenan en la vieja Europa; tambores de guerra que recuerdan extrañamente otros periodos prebélicos, otros disonantes mensajes emitidos por cohortes de políticos y militares dispuestos a encender la mecha de explosivos conflictos.
En efecto, a la crisis institucional, no sólo económica, que afronta la Unión Europea, se suman otros factores de inestabilidad: el espectacular avance islamista en el Cercano Oriente, detonante de la tragedia humanitaria del Mediterráneo, y el inesperado conflicto de Ucrania, que acentúa los temores de una nueva confrontación Este-Oeste. Pero esta vez las fronteras no se hallan en Europa central, sino en la extremidad oriental del Continente. Muchos actores tratan de repartirse los papeles: Lituania, Letonia, Estonia, Polonia, Ucrania, Rumania y Bulgaria. Sin embargo, los protagonistas de este sicodrama siguen siendo… ¡Rusia y la Organización del Tratado del Atlántico Norte! (OTAN). Una Rusia que ha perdido a sus aliados orientales; una Alianza Atlántica que ha llegado a los confines del antiguo imperio de los zares. En Washington, el vicepresidente Biden no duda en censurar la agresión rusa en Ucrania; en el Kremlin, se alude a los designios guerreros de las potencias occidentales. Mas el enfrentamiento entre Washington y Moscú tiene por escenario… el viejo continente.
Hace apenas unos días, el general checo Pavel Petr, encargado de dirigir el Comité Militar de la OTAN a partir del segundo semestre de 2015, señaló en unas declaraciones concedidas a la emisora británica BBC, que Rusia podría ocupar los países bálticos en un plazo de 48 horas, sin que la Alianza tenga la capacidad de reaccionar. Lo mismo sucedería en el caso de Ucrania. ¿Y Rumania o Bulgaria, Estados que se encuentran en la primera línea de la nueva estrategia expansionista de la OTAN? Sus respectivos gobiernos prefieren apostar por la prudencia. Sin embargo, la llegada de tropas y de material militar procedente de Europa central preocupa a la opinión pública de estos países.
Las gigantescas maniobras militares celebradas recientemente en el Mar Báltico pretenden enviar un mensaje inequívoco a Moscú: la Alianza está dispuesta a defender a sus nuevos socios. A su vez, Rusia responde con el envío de tropas y material bélico al enclave de Kaliningrado, reforzando también los efectivos estacionados en Crimea. Y el vicepresidente Biden advierte: Putin no quiere la paz. París y Berlín replican al unísono: Europa no quiere la guerra. Washington insiste: el pueblo ucranio tiene derecho a disfrutar de los valores de la democracia. Pero, ¿a qué democracia se refiere la administración de Obama?
A Joe Biden le preocupa también la dependencia de los aliados europeos de los suministros de gas natural ruso. Obviamente, las perspectivas son poco halagüeñas. La mayoría de los países de Europa oriental y central depende de las exportaciones de la compañía rusa Gazprom. ¿Alternativas? Muy pocas, de momento. Estados Unidos no ofrece soluciones viables. Como tampoco ofrece respuestas concretas a la crisis provocada por el auge del Estado Islámico en Oriente Medio. El monstruo fue creado con el aval de los aliados de Washington en la zona y la aquiescencia de la administración demócrata.
Hay otro asunto que preocupa a los aliados transatlánticos: el aumento de la violencia intercomunitaria en los Balcanes. En efecto, después de la aventura de Kosovo, donde la etnia albanesa logró crear un Estado fantasmal (y corrupto) avalado por alianzas militares, las miradas se dirigen hacia Macedonia, nuevo objetivo de los desestabilizadores. La violencia registrada en las últimas semanas en este país presagia una oleada de nada pacíficas reivindicaciones de los extremistas del Ejército Nacional de Liberación de Macedonia. Al parecer, entre los cabecillas de este grupo, vinculado al Ejército Nacional de Kosovo, figuran guerrilleros y guardaespaldas de políticos albaneses y kosovares corruptos o de algunos jefes de las mafias balcánicas. Los estadunidenses denuncian y lamentan la aparente ineficacia de los europeos a la hora de emplear una política de mano dura con los terroristas.
Ni qué decir tiene que la última página de la historia de los Balcanes aún queda por escribir. Cabe suponer que pronto presenciaremos el divorcio entre Bosnia y Herzegovina, feudos de musulmanes y eslavos, la aparición de la doctrina de la Gran Albania, proyecto expansionista que pondría en tela de juicio la soberanía nacional de Serbia, Macedonia, Montenegro y Grecia.
Decididamente, la desestabilización del viejo continente va por buen camino. La pregunta obligada es: cui prodest? ¿A quién beneficia?
Adrián Mac Liman*/Centro de Colaboraciones Solidarias
*Analista político internacional
[Sección: Opinión]
Contralínea 440 / del 08 al 14 de Junio 2015
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