El doctor en ciencias Víctor Manuel Toledo –ahora extitular de la Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales, tras renunciar al cargo– estableció criterios que nadie se había atrevido a fijar. Lo fundamental es: i) “la 4T como tal, como un conjunto claro y acabado de objetivos, no existe”; y ii) el gabinete “está lleno de contradicciones y existe una lucha de poder al interior”. Lo insólito es que nadie salga a responder o comentar desde la parte político-ideológica y programática esta postura. ¿No hay ideólogos de la 4T? ¿O el propio gabinete no la comprende? Participaremos en el tema planteado con una visión más amplia.
Nuestro marco conceptual lo referenciamos con las conceptualizaciones de Antonio Gramsci: son cuatro los conceptos que él desarrolló y asumimos aquí: revolución pasiva, guerra de posiciones, hegemonía y bloque en el poder.
Se trató de un movimiento social-político e ideológico, pluri-clasista y pluri-ideológico, orientado a un proceso electoral, en donde cupo casi todo el espectro social y político-ideológico nacional. La convergencia se produjo con base en cinco banderas fundamentales: la lucha contra la corrupción institucionalizada, los estragos sociales y económicos causados por el neoliberalismo a la sociedad mexicana, la lucha contra la violencia generalizada y el crimen organizado bajo otra perspectiva filosófica, la inauguración de una nueva etapa histórica para México, y todo por la vía pacífica.
El 1 de julio de 2018 el Movimiento “Juntos Haremos Historia” y su candidato Andrés Manuel López Obrador, ganó la Presidencia de la República, la mayoría en las Cámaras Legislativas, ganó alcaldías, gubernaturas, pero no ganó el poder completo del Estado. Ganó una mayoría electoral del 53 por ciento de votantes, pero no ganó la hegemonía política, ideológica-cultural en la nación; tomó una posición fundamental en la lucha por comandar un nuevo Proyecto Nacional de Desarrollo, que es el Poder Ejecutivo, y desde allí lucha cotidianamente por ganar el poder, construir una nueva hegemonía, ampliar sus posiciones al interior del aparato del Estado, que no es monolítico, sino que opera fragmentariamente en todo el territorio de la República.
Éste fue el bloque de poder (también llamado “bloque histórico”) que con López Obrador accedió a la jefatura del Estado y al Poder Ejecutivo y Legislativo, el conjunto de fuerzas sociales muy heterogéneas, contradictorias y también afines y convergentes en distintas materias. El centro aglutinador fue la personalidad política de López Obrador y el trabajo de 20 años “de acumulación de fuerzas políticas” por terracería; de concientización y organización, a lo largo y ancho del país, del animal político (Aristóteles) más tenaz y constante de los últimos tiempos en México, el factor humano dominante de las plazas públicas; el último gran líder de masas, y por ello temido y atacado con ferocidad por muchos.
De aquí tenemos que partir hacia cualquier análisis. He aquí las debilidades, fortalezas, retos, oportunidades y amenazas de la Cuarta República. El triunfo fue un paso gigantesco en la lucha social de la izquierda mexicana que viene desde el siglo XIX, y pasa por el siglo XX.
La forma correcta y sumaria de plantear lo que es la Cuarta República es la de un programa de reconstrucción nacional con dos grandes niveles de innovación institucional para el cambio: un nuevo modelo de desarrollo nacional y un nuevo pacto social para la refundación del Estado y la creación de una Cuarta República, con un liderazgo que desarrolla un tipo de revolución pasiva, un proceso de transformaciones pacíficas de contenido progresista. No una ruptura revolucionaria. El tipo de cambio social planteado determina las formas de constitución y ejercicio del poder, del liderazgo, de movilización social y de construcción hegemónica.
Hay seis determinantes comunes que definen y caracterizan un proceso de cambio histórico-social, revolucionario, progresista, o restaurador: i) los intereses sociales (como decían los clásicos, de clase o nacional) contenidos en el liderazgo del movimiento; ii) su concepción sobre el rol del sistema jurídico prevaleciente (de preservación o de ruptura); iii) el programa de transformaciones, su profundidad y alcances, su impacto en la estructura de dominación económica, política y social, en relación con la estructura precedente; la orientación ideológica y teórica, histórica, que nutre al liderazgo; iv) el programa político o proyecto nacional (como se les llame), es decir, fascista, comunista, social-demócrata, social-cristiano, nacionalista u otro; v) el lugar o función que desarrollan las masas populares con relación a las élites dominantes: preponderante (movilizadas e independientes en su dinámica) o no (pasivas o relativamente pasivas, subordinadas al liderazgo, en mayor o menor grado), que es el rol que ocupan en el entorno de las trasformaciones, como su motor central o no; y vi) finalmente, el manejo de símbolos políticos: patrios, históricos, sobre héroes nacionales, episodios de la historia política, etcétera.
La categoría de análisis “Revolución Pasiva” incluye todo ello dentro de un proceso contradictorio de transformación-restauración en permanente conflicto, y en cuyo cuadro histórico puede predominar la fuerza social del cambio o la de preservación del orden social existente, y retrotraer los avances logrados. Es lo que como enseñanza histórica arrojan los procesos de cambio social en el mundo, incluyendo los de México: la lucha por la independencia, la reforma liberal y contra la intervención extranjera, la rebelión contra la dictadura porfirista, el proceso de consolidación del nuevo régimen surgido de ella, y la reforma de la revolución.
Toda Revolución Pasiva implica un cambio de paradigmas en diversos espacios de lo público, que confronta fuerzas del cambio y fuerzas de la preservación del statu quo, pero que generan grandes vacíos de información y certidumbre, porque esa lucha dialéctica entre cambio-preservación del orden social anterior se disfraza ideológicamente con cientos de expresiones y verbalizaciones que no clarifican los términos correctos de la lucha en desarrollo, no clarifican el encontronazo de intereses sociales que se disimulan u ocultan bajo esos términos. La economía, la seguridad, la educación y el combate al crimen trasnacional, la distribución del ingreso público, la política exterior, la relación bilateral con Estados Unidos, todo queda permeado por aquellos conflictos que se manifiestan cotidianamente en un periodo de transición de un orden social a otro, aún en ciernes en México.
Un cambio progresista es muy diferente de un cambio revolucionario; también lo es un líder progresista de un líder revolucionario; una masa popular movilizada sobre un programa de cambios sociales en profundidad como motor de ese cambio, de una masa popular que sale a escuchar al líder de la revolución pasiva, pero éste atempera sus ánimos y la rapidez con que necesitan los cambios prometidos. La revolución pasiva es muy distinta a la revolución activa, rupturista. La primera, maniobra, concilia, trata de avanzar en medio del conservadurismo restaurador y desmoviliza a los grupos populares; la segunda, permite que los antagonismos sociales fluyan y conduce las alternativas populares para hacer avanzar el programa revolucionario con las masas movilizadas.
López Obrador nunca se ha presentado como un líder revolucionario con ideología revolucionaria ni con un programa de cambios revolucionarios; nunca ha planteado una ruptura sino una transformación lo más consensuada posible, en ello ha sido auténtico y honesto. No hay sorpresas. Su propia ideología es de izquierda pero, consideramos, amalgamada y nutrida de distintas corrientes de izquierda, incluso de la izquierda cristiana. En su caso podemos hablar de una ideología de izquierdas. Jamás ha sido marxista ni ha pretendido serlo. Su cristianismo es más que evidente. Y es así que ganó la mayoría electoral en forma absoluta, conformando una nueva voluntad nacional para emprender cambios sociales importantes.
No obstante, se echan a andar diversas líneas de programas y políticas públicas en todos los sectores de la vida política de México, acciones que alteran, que cambian ya el trayecto precedente en distintas áreas de la relación Estado-sociedad civil, Estado-empresa y Estado-Resto del Mundo, reforzando el discurso pacifista, legalista y gradualista. Así, López Obrador se ha convertido en el mentor de la Revolución Pasiva en México, de la corriente ideológica y político-social del “progresismo”, del cambio no radical, de la transformación por vía del consenso y la no violencia.
El día del triunfo –el 1 de julio de 2018–, el ahora presidente de la República dijo: “el nuevo proyecto de nación buscará una auténtica democracia y no una dictadura abierta ni encubierta. Los cambios serán profundos pero con apego al orden legal” (BBC Mundo, 2 de julio de 2018). Esa afirmación dice mucho de su proyecto nacional y del cambio social visualizado para México. Desde nuestro punto de vista habla de una Revolución Pasiva.
El propio concepto está asociado a un proceso de cambio social genéricamente denominado progresista, pero que puede no serlo. La revolución pasiva es una categoría que conceptualiza un movimiento no antagónico de cambios, un movimiento político de conciliaciones y consensos, y ello apuntala desde sus orígenes, sus objetivos y el desarrollo del proceso, porque es el propio liderazgo del cambio quien fija límites a los antagonismos sociales, políticos y económicos, para reconducirlos por la ruta de la conciliación de los intereses.
Así una revolución pasiva es un proyecto político de dominación fundamentalmente en clave conciliatoria, un proceso de conducción política en donde se busca desmovilizar para conciliar, atemperar los ánimos de las clases subalternas, salvo que las tensiones crezcan dependiendo de la coyuntura y dicha conducción política se tenga que mover hacia un tipo de confrontación limitada. Es decir, se trata de mantener el control del movimiento social con un tipo de pasividad que ofrezca amplio margen de maniobra táctica a la dirección política del proceso, a su liderazgo, para avanzar con los cambios propuestos, nunca radicales; esto, en medio de la confrontación que ofrece distintos momentos entre renovación, cambio, progreso contra preservación, restauración, tendencias que permanecen y coexisten a lo largo del proceso de la revolución pasiva. Ello no significa que en algún momento uno de los términos sociales confrontados se vuelva dominante.
Es decir, la dialéctica social (la lucha política) no desaparece, pero se atempera en todo momento sin olvidar las demandas sociales, impulsándolas.
El Movimiento “Juntos Haremos Historia” triunfó (2018) en una etapa particular de la historia latinoamericana reciente, en donde desde fines de la década de 1990 se dieron una serie de movimientos sociales y políticos que conquistaron el Poder Ejecutivo y las cámaras legislativas (mayoritariamente o no) y otras áreas de poder del aparato del Estado, mediante procesos electorales en la etapa de la “postguerra fría” y del dominio ideológico y político-cultural (hegemonía) del paradigma de las economías abiertas, de libre mercado e integradas regionalmente.
Todo proceso de cambio viene siempre precedido de una crisis severa del orden social y político-institucional aún vigente. Ni México ni los países de América Latina son una excepción. El cambio mexicano llega en la parte final del ciclo, y probablemente impide que este ciclo se cierre definitivamente: lo mantiene vivo. Luego en Argentina el kirschnerismo retoma la Presidencia de la República. El ciclo progresista puede dilatarse nuevamente en la región.
Se trató de un ciclo de movimientos por el cambio social triunfantes que duró dos décadas aproximadamente y que en la actualidad se ha debilitado de tal manera, que asistimos al regreso de fuerzas conservadoras de la derecha liberal-autoritaria y represiva del subcontinente americano, que ha merecido de diversos analistas el concepto de “fin del ciclo de cambio” –realmente corto–, caracterizado bajo un concepto genérico: “ciclo de cambios progresistas”, Brasil, Uruguay, Bolivia, Ecuador, Paraguay, Honduras, Argentina, El Salvador. Procesos muy disímbolos entre sí, pero cuyos puntos de convergencia son que se trataba de impulsar mediante cambios no radicales, en el sentido de impulsar el progreso de las sociedades latinoamericanas sin trastocar la estructura fundamental de la sociedad y el Estado, sino dotándolo de nuevos contenidos. Esto, bajo cinco premisas:
a) Revertir el modelo de economía neoliberal retomando la política social como instrumento de cambio;
b) ampliar los márgenes de la democratización de la vida política, en lo electoral, los medios de comunicación, el acceso a la justicia;
c) modificar las prioridades sociales centrando la lucha contra la pobreza y el desempleo como parte axial de los programas de gobierno;
d) recuperar políticas soberanistas en materia de relaciones internacionales, ampliando el margen de acción frente a las hegemonías; y
e) combatir los cacicazgos y la corrupción política (lo cual se hizo con diversa intensidad, sin que se pueda decir que la tarea fue exitosa), porque implicaban saqueos a la hacienda pública, como primer paso para rehacer las finanzas del Estado.
En la reversión de los procesos de cambio progresista, y triunfo de las fuerzas de la restauración –posible en cualquier revolución pasiva– en nuestra subregión continental, se activaron en una estrategia de pinza dos grandes bloques de fuerzas interno-externas: el conservadurismo desde el poder judicial, de los grupos sociales dominantes en el mismo, y grupos de las fuerzas armadas-policiales; es decir, una parte dominante de los aparatos armados del Estado, ambos en coalición con las fuerzas externas del conservadurismo hegemónico del Norte del continente: Paraguay, Honduras, Brasil, Bolivia, Argentina. Los casos más particulares cercanos a una revolución activa de carácter rupturista son Nicaragua, Venezuela y, en menor medida, El Salvador, donde los cambios han sido más profundos y tendría que haber guerra civil para derrocar al poder actual.
En la próxima entrega describiremos y analizaremos el proceso actual específico de la revolución pasiva en México, tomando en cuenta las aplicaciones anteriores del concepto para el análisis del proceso político mexicano.
Jorge Retana Yarto*
* Economista y maestro en finanzas; especializado en economía internacional e inteligencia para la seguridad nacional; miembro de la Red México-China de la Facultad de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de México. Exdirector de Escuela de Inteligencia para la Seguridad Nacional.
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