Un estudio pionero sobre las relaciones entre las Fuerzas Armadas del Ecuador y las de Estados Unidos fue la obra Imperialismo y militarismo en América Latina (1970), de Manuel Agustín Aguirre (1903-1992), destacado intelectual marxista, profesor, exrector de la Universidad Central y activo militante fundador del Partido Socialista Revolucionario (PSR, 1963), otra ramificación de la izquierda marxista ecuatoriana.
El argumento central del libro gira en torno a una idea: el militarismo en América Latina es el brazo armado del imperialismo.
Para explicar su posición, el autor empieza con un breve recuento de lo que ha sido el imperialismo en sus orígenes. Se remonta a la doctrina del “Destino Manifiesto”, según la cual Estados Unidos debe cumplir un rol providencial sobre todo el continente. Observa, además, cómo ese providencialismo se complementó con la Doctrina Monroe del “América para los americanos”, destinada a garantizar que el continente se mantuviera bajo la órbita de Estados Unidos sin injerencia de potencias extrañas; y añade el examen del “Big Stick”, la “diplomacia del dólar” y la de “buena vecindad”, convertidas en políticas de fuerza e intervención.
La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) fue la ocasión para la hegemonía de Estados Unidos y para que las fuerzas armadas de los países latinoamericanos quedaran alineadas con las estrategias de la Guerra Fría en la lucha contra el “comunismo”. En efecto, al Comité de Enlace Permanente (1938) siguió la Junta Interamericana de Defensa (1942) y finalmente el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) suscrito en 1947.
La fraseología del TIAR –sostiene el autor–, movilizó el “mantenimiento de la paz y seguridad internacionales” o la “solidaridad continental”; pero, en definitiva, dio inicio a una larga cadena de acciones que incluían cursos de preparación técnica y adoctrinamiento, becas, pasantías o instrucción, maniobras conjuntas, bases de apoyo y logística, sistemas de inteligencia, seguridad, espionaje, defensa común, en las que se formaron los oficiales militares de América Latina, bajo la mirada vigilante del Pentágono, la CIA, las Escuelas Antiguerrilleras y los Comandos Armados.
Es decir, todo un gigantesco engranaje que se repotenció a raíz del triunfo de la Revolución Cubana (1959), pues contra ella y su “presencia” en América Latina fueron lanzadas las fuerzas de ese “militarismo” entrenado en la contrainsurgencia, el anticastrismo y, en esencia, el antimarxismo.
Hasta allí el análisis de Manuel Agustín Aguirre. Pero en la historia de América Latina ha quedado en claro el proceso que siguió y derivó en los Estados terroristas y de “seguridad nacional”, como los que se instalaron en el Cono Sur a raíz del golpe de Estado de Augusto Pinochet contra Salvador Allende (1970-1973), en Chile, que trajeron esa espeluznante cadena de desaparecidos, torturados, asesinados o perseguidos, que no fueron más que el resultado de décadas de adoctrinamiento irracional en el anticomunismo.
Esa historia produjo otras tantas obras de la época, como la de Raúl Ruiz González, Militarismo y neocolonialismo (1977), sobre la experiencia en Bolivia, publicada en Ecuador por la Universidad Central; o también la de Mario Esteban Carranza, Fuerzas Armadas y Estado de excepción en América Latina (1978); y la de varios autores titulada El control político en el Cono Sur (1978), igualmente publicada en Ecuador, que contiene un estupendo trabajo del célebre filósofo latinoamericano Leopoldo Zea, al que puso por título “Del militarismo liberador el militarismo opresor”.
Aquellos años también vieron aparecer El poder político en el Ecuador (1977), de Osvaldo Hurtado, (quien fuera presidente del país entre 1981-1984), escrito con rigurosidad académica, objetividad intelectual y hasta izquierdismo, atributos que su autor prefirió dejar atrás para seguir una senda comparable a la derechización que tomó el peruano Mario Vargas llosa, sobre cuya obra acaba de escribir Atilio Borón en El hechicero de la tribu (2019).
Hurtado centra su análisis en el “sistema hacienda”, que fue superado, dice, por una serie de múltiples factores, entre los que cuenta el “reformismo militar”. Pero este autor no distinguió la naturaleza distinta de cada uno de los gobiernos militares e institucionales del siglo XX que examina, porque si bien la Revolución Juliana (1925) y aún el general Alberto Enríquez Gallo (1937) resultaron progresistas e identificados con el espacio político de la izquierda, la Junta Militar (1963), fue obra de la estadunidense Agencia Central de Inteligencia (CIA); el Nacionalismo Revolucionario (1972) intentó seguir el “socialismo peruano” del general Juan Velasco Alvarado (1968-1975), mientras el Consejo Supremo de Gobierno (1976) quiso seguir a Pinochet y al “Plan Cóndor”, lo que felizmente no llegó a consolidarse, incluso porque Ecuador inició su camino democrático-constitucional en 1979.
Augusto Varas y Fernando Bustamante dejaron un análisis introductorio sobre el militarismo y el gobierno del general Guillermo Rodríguez Lara (1972-1976) en Fuerzas Armadas y política en Ecuador (1978).
Esos tiempos del pasado americanista, de la seguridad nacional y la continentalización contra el marxismo, parecieron superarse con el derrumbe del socialismo en el mundo. Pero surgieron otras justificaciones para la remilitarización de América Latina bajo la batuta directiva de una renovada continentalización: el Plan Colombia, la lucha contra el terrorismo, el narcotráfico, el progresismo, el socialismo del siglo XXI, el bolivarianismo.
La región se llenó de bases militares geoestratégicamente ubicadas, pero cuyos fines, supuestamente encaminados a la “paz”, la “seguridad” y la “colaboración” contra la delincuencia internacional organizada, no han podido ocultar el interés último: controlar el continente en el marco del americanismo del siglo XXI. Las lógicas de la geopolítica inicial de estos años produjeron en Ecuador dos libros que casi se han perdido con el tiempo: una obra colectiva, La guerra total (1982); y el libro de José Steinsleger, Bases militares en América Latina (1986), que tiene una singular actualidad para el país en estos precisos momentos.
Como antecedente cabe señalar que los gobiernos del ciclo democrático, progresista y de nueva izquierda marcaron firmes posiciones nacionalistas, latinoamericanistas, soberanas y antimperialistas. En Cuba escuché en sus militares un grito impactante: “Socialismo, Patria o muerte”, pero ese mismo grito lo escuché en la Venezuela de Hugo Chávez.
En el resto de países con gobiernos progresistas, las Fuerzas Armadas nunca fueron transformadas al nivel de lo que produjo la Revolución Bolivariana de Venezuela, pero debieron ubicarse en torno a las políticas de los nuevos Estados gobernados por el progresismo, con criterios que necesariamente rompían antiguas dependencias técnicas e ideológicas.
Pero hoy la realidad es distinta. El auge de los gobiernos conservadores y de derecha empresarial en América Latina ha alterado el rumbo histórico de la región, que pareció encumbrarse hacia una sociedad más justa, a través de mejorar sustancialmente las condiciones de vida y de trabajo de la población, como lo han demostrado los estudios internacionales (Comisión Económica para América Latina y el Caribe, Cepal; Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD; Organización Internaiconal del Trabajo, OIT; Fondo Monetario Internacional, FMI; banco Mundial, BM) sobre el camino económico, social e institucional de la región en ese pasado inmediato.
Los tiempos conservadores han servido para arrasar con el latinoamericanismo como identidad y lanzarse a los brazos del imperialismo. Se pierden así los valores de la dignidad, la soberanía y el honor nacional. Ecuador incluso creyó que la Constitución de 2008 protegería al país con la disposición que dice: “Artículo 5. El Ecuador es un territorio de paz. No se permitirá el establecimiento de bases militares extranjeras ni de instalaciones extranjeras con propósitos militares. Se prohíbe ceder bases militares nacionales a Fuerzas Armadas o de seguridad extranjeras”.
Pero como también estamos en tiempos conservadores, el gobierno de Lenín Moreno permitirá operaciones de “colaboración” con Estados Unidos, en el “portaviones natural” (palabras del ministro de Defensa) que constituyen las Islas Galápagos. De este modo, esas islas pierden todo sentido de ser Patrimonio Natural de la Humanidad, que la Organizaciópon de las Naciones Unidas para la Ciencia y la Cultura (UNESCO, ppor su sigla en inglés) reconoció en 1978.
El 19 de junio se conoció en Ecuador la aclaración del Pentágono en estos términos: “Mientras la relación sobre defensa entre Estados Unidos y Ecuador continúa avanzando en una dirección positiva, el Departamento de Defensa no ha firmado un acuerdo con el gobierno de Ecuador para utilizar el aeropuerto de Galápagos y no está en negociaciones formales para hacerlo. Mayor Chris Mitchell, portavoz del Pentágono”.
Esta declaración desmiente al ministro de Defensa de Ecuador y al propio gobierno del país. Pero no altera el enfoque del presente texto. Sigue sin claridad el uso de las Galápagos, porque lo que se ha negado es un acuerdo “formal”.
Juan J Paz y Miño Cepeda*/Prensa Latina
*Historiador y analista ecuatoriano; doctor en historia contemporánea por la Universidad de Santiago de Compostela
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