Se trata de las leyes que permitieron las intervenciones militares en Afganistán, contra el llamado régimen talibán, invadir Irak y derrocar a Saddam Hussein. Nadando contra la corriente intervencionista dominante en el Senado, el republicano Rand Paul, promotor de la enmienda, fue contundente cuando argumentó que su aprobación era necesaria para poner fin “a la guerra no autorizada, nunca declarada y anticonstitucional” que libra Estados Unidos desde principios del siglo XXI, “una guerra sin límite ni lugar y fuera del tiempo en cualquier lugar del planeta”. Y es así.
En la práctica, estas disposiciones acabaron por convertirse en la declaración formal de guerra infinita contra cualquier enemigo, en cualquier lugar del mundo, con la que el expresidente George W Bush proclamó su cruzada contra el terrorismo, invocando los peores argumentos del conservadurismo político, el fundamentalismo religioso, y la supuesta predestinación de Estados Unidos para imponer su manera de entender la democracia en todos los confines.
Todo ello en un contexto político e ideológico en el que ganaba terreno el Proyecto del Nuevo Siglo Americano de los halcones de Washington. Del dictum maniqueo de Bush: “quien no está con nosotros está contra nosotros”, a la más sofisticada fórmula discursiva que aportó luego la exsecretaria de Estado, Hillary Clinton (“Estados Unidos no puede resolver solo los problemas de nuestro hemisferio u otra parte del mundo, pero los problemas no pueden ser resueltos sin que Estados Unidos esté involucrado”), el imperialismo confesaba sus intenciones de apuntalar su hegemonía por la vía de la fuerza y al margen de la legalidad internacional.
Retórica aparte –porque nunca se combatió realmente el terrorismo, por el contrario se financió, como quedó claro con el surgimiento del Estado Islámico–, lo cierto es que la manipulación jurídica de estas autorizaciones le permitió al exmandatario Barack Obama en sus dos administraciones, y ahora al presidente Donald Trump, desplegar tropas por todo el mundo y mantenerlas por tiempo indefinido allí donde los estrategas del Pentágono lo decidieran.
Al mismo tiempo, fueron el portillo seudojurídico para realizar ataques y operaciones militares abiertas, o tras la mampara de la OTAN, en contra de países contra los que el Congreso nunca aprobó una declaración de guerra (Libia, Yemen, Siria).
La decisión del senado de prolongar la guerra infinita augura una escalada de las tensiones en los distintos frentes que Washington mantiene abiertos en Europa, Asia, Medio Oriente e inclusive en América Latina (prueba de ello son las sanciones económicas impuestas a Venezuela y la presión que ejerce la Casa Blanca, por la vía diplomática y por otros medios espurios, contra el gobierno bolivariano), que aguardan con expectativa el movimiento de las piezas en el ajedrez geopolítico internacional.
En un artículo publicado por la cadena RT, el analista británico Finian Cunningham profundiza en esta tesis al explicar que la derrota estadunidense en Siria desplazará los escenarios de guerra a otras regiones (Corea del Norte, China, Rusia, Ucrania, Irán), “toda vez que el país árabe no fue más que un campo de batalla en una guerra global por el dominio llevada a cabo por Estados Unidos y sus aliados”. Y agrega: “Washington está ahorrando sus activos terroristas para luchar en otro momento, quizás en algún otro desafortunado país donde busca el cambio de régimen”.
A nadie debiera sorprenderle que esto ocurra. En la era del imperialismo permanente en la que vivimos, las guerras de rapiña y la violación sistemática del derecho internacional (último recurso llamado a resguardarnos de la barbarie y garantizar la civilidad en la convivencia entre las personas y las naciones) son fundamentales para el funcionamiento de los engranajes de la explotación y la acumulación capitalista, la apropiación de recursos naturales y emplazamientos estratégicos, y la dominación y sometimiento de los pueblos. Para el imperialismo, la guerra es infinita y es a muerte.
Andrés Mora Ramírez/Prensa Latina
[OPINIÓN]
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