Dios entregó al hombre la verdad, vino el diablo y la convirtió en religión
Proverbio hindú
¿Que es el autoritarismo? Ante todo es un síndrome engendrado en una cultura y contenido en un sistema complejo de relaciones sociales, consistente en el sometimiento irracional a la autoridad.
Theodor Weisengrund Adorno, quien estudió con la mayor profundidad sus rasgos en la Personalidad autoritaria, lo asoció a diversas manifestaciones: etnocentrismo, que es la creencia en la visión limitada que no va más allá de sus relaciones inmediatas y, por tanto, desecha en su ignorancia cualquier forma de vida alterna; prejuicio, cuya mejor definición es la de Gordon Allport, como el rechazo a personas o grupos de los cuales se conoce poco o nada; narcisismo, que se concentra en una visión idealizada de sí mismos sin correspondencia con la realidad cotidiana que les rodea; integrismo, que supone la idea de posesión de una verdad absoluta, autoevidente e indiscutible; exclusión, donde el mundo se clasifica entre su comunidad inmediata y los otros; mesianismo, donde el sujeto siente ser un predestinado y se somete a la realización de cualquier acto, por irracional que sea, si lo ordena el líder o la organización.
En sí la diferencia entre la esquizofrenia y el autoritarismo es que la primera se define como la ruptura de contacto de un individuo con el medio ambiente que le rodea, y donde a pesar de tener una percepción normal, la va a interpretar dentro de su lógica personal que lo lleva a definir el mundo como caótico, si es que no responde a su voluntad. El autoritarismo está más allá del individuo: puede ubicarse como un síndrome social que, para desarrollarse, agudizarse y extenderse, requiriere, además, de condiciones de crisis.
El autoritarismo tendrá múltiples pretextos para justificarse y conformarse como ideología a ser insertada en el mundo social y puede adquirir los signos de lo político o lo religioso, aunque no son sus únicas manifestaciones. En el primer caso encontraríamos a figuras como Hitler, Mussolini y Stalin; ellos transformaron las ideologías políticas en mitos y símbolos que condujeron a la guerra, la eliminación de sus adversarios y la destrucción más terrible que hasta ahora ha conocido el mundo y donde el problema central después de 50 millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial es responderse a ¿por qué tantos se sometieron ciegamente a tan pocos?
Otra variante es el integrismo religioso, y si el siglo XX giró en torno a lo político, lo religioso parece ser la pieza fundamental de nuestro tiempo. Recordemos tan sólo el 11 de septiembre de 2001 y las dos guerras que se libran hoy en día en Afganistán e Irak y cuyo desenlace aún no se avizora. Todo ello se acentúa con la crisis que a fin de cuentas es un proceso de transición, pues si algo es inherente a estos periodos es que liquidan desde prácticas estúpidas hasta los fundamentos de un proceso civilizatorio.
Curiosamente, al aproximarse el siglo XI de nuestra era y estar próximo a la llegada del año 1000, surgió un movimiento conocido como los milenaristas, que predicaban despojarse de todos sus bienes, enrolarse para la reconquista de “tierra santa” y esperar el juicio final en la propia Jerusalén. Lo importante no es que haya habido gentes que con todo fanatismo profetizaron el desastre final, que nunca llegó, sino los vivales que se quedaron con los bienes de los otros y enriquecieron al papado, a la jerarquía eclesiástica, sus órdenes religiosas, a los mercaderes venecianos, a la nobleza inescrupulosa, y a toda suerte de aventureros que terminaría despojando a reyes, príncipes y crédulos de cuanto poseían.
De lo anterior ya conocemos la historia, de lo que viene aún no. Pero recordemos que en nuestra cultura mexicana el autoritarismo ha venido por la vía militar y religiosa. La conquista se realiza bajo la cruz y la espada. La colonia se justifica por sus monasterios, fueros y castas. La independencia, por el abismo existente entre criollos y peninsulares que se traducía en clero y milicia de mando o subordinación. La Reforma es el dilema entre Estado oligárquico autoritario contra clero y autonomías indígenas. La Revolución en su etapa final corrió a cargo de la Guerra Cristera (1926-1929). Y el autoritarismo del partido oficial por 71 años va ligado de manera indisoluble a los acuerdos entre el clero y la nueva clase política. La redefinición de lo eclesiástico frente al Estado fue a raíz del fraude electoral del salinismo –que pagaría generosamente su intermediación con las reformas al artículo 130 constitucional, dejando a estos estamentos sin control alguno e iniciándose la era de la intolerancia que aún vivimos y cuyos efectos finales aún están por venir, al privar al Estado de su capacidad regulatoria frente a los administradores de la fe.
Sin embargo, el problema religioso en México tiene hoy nuevos matices: mientras que en 1960 las personas se confesaban pertenecer en un 97 por ciento a la fe católica, hoy el problema central son la extensión de las sectas que operan sin control desde hace, por lo menos, dos décadas. Ello no tendría mayores efectos sino por la intolerancia y división comunitaria que generan, puesto que si bien toda creencia corresponde a la esfera íntima del sujeto, cuando se asocia a posturas autoritarias termina en la negación de los otros, lo que deriva en enfrentamiento inevitable e imposibilita cualquier planteamiento de convivencia democrática.
Curiosamente es en la frontera Sur, y en particular en Chiapas, donde estos grupos ya rebasan a los tradicionalistas católicos y son sustituidos por otros tradicionalismos fundamentalistas, tanto de carácter religioso, como político, el primero representado por la visión de salvación de pastores donde la división comunitaria se ha traducido en la expulsión por los católicos de miles de indígenas, y la otra variante es el milenarismo de retorno al México prehispánico que pregona el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y donde la promesa democrática no existe, pues los administradores de creencias son los únicos actores en la dirección de estos procesos.
Al mismo tiempo, tan sólo en este año hemos tenido el asesinato de dos líderes religiosos: el de la Santa Muerte en Neza y el de los mormones en Chihuahua, sin que éstos hayan sido aclarados a profundidad. El 9 de septiembre un sujeto perteneciente a una secta secuestró un avión de Aeroméxico bajo consigna de dar un mensaje de un terremoto próximo en la ciudad de México, situación que por obvia no debió García Luna permitir su difusión, pues en toda zona telúrica el que tiemble es algo que no necesita profetizarse ni depende de voluntad alguna su ocurrencia, por lo que cabría recordarle al cuestionado secretario de Seguridad Pública que dónde tendría rentado su cerebro para hacerle el juego a estos grupos al darles un foro mundial, pues, como en los casos anteriores, las sectas están ávidas de mártires.
Pocos días después y ante el éxito obtenido por la estupidez policiaca, otro sujeto con las mismas características asesina a mansalva a dos personas y deja heridas a 10 en el metro de la ciudad de México. Después de su captura, también con Biblia en mano, se justifica diciendo: “Me reprimieron y no me dejaron decir la verdad”. En ambos casos se quiere hablar de locos. El problema no es ése, sino quién los mandó y a qué intereses sirven, pues estos sujetos tienen su voluntad sometida a sus pastores, por lo que una incitativa de esta naturaleza no está en sus manos idearla, sino tan sólo cumplirla al pie de la letra, semejante a la respuesta que tuvo toda la camarilla nazi al inquirirles por sus excesos en el juicio de Nuremberg donde sólo acertaron decir: “Hitler así lo ordenó…”
*Catedrático de la UAM Iztapalapa experto en seguridad nacional y fuerzas armadas; doctor en sociología por la UNAM y especialista en América Latina por la Universidad de Pittsburgh