Opinión

La irresuelta crisis social que busca capitalizar la derecha contra la 4T

Tras quedar expuestas las manos negras de la derecha en la llamada Marcha de la Generación Z, resulta evidente que uno de los ejes centrales de la escalada de violencia vista en el Zócalo capitalino consistió en intentar descalificar y desestabilizar al gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo.

El hecho no es menor porque la confabulación antinacionalista tuvo eco en Washington. Desde ahí, el injerencista Donald Trump tomó los sucesos ocurridos en la Ciudad de México como pretexto para justificar otra vez una posible intervención militar en nuestro país. “Porque hay muchísimos problemas allá”, dijo, mientras usaba como excusa la supuesta urgencia de frenar el flujo de drogas.

Muchos de los artífices del fallido ataque contra el Palacio Nacional invocaron la ayuda de Trump y pidieron, de manera absurda, el desplazamiento de las instituciones mexicanas. Su bandera de exigir un alto a la violencia reveló lo contrario: sus grupos de choque mostraron la contradicción entre su discurso y su actuación violenta.

A diferencia de otras marchas organizadas por la derecha, donde al menos existía un templete y oradores que daban la cara, ahora la estrategia gangsteril exhibió la ausencia total de una presentación articulada de demandas y propuestas.

El trasfondo de esta farsa revela la desesperación de los grupos de poder fáctico de la derecha, que no han logrado que la presidenta dé marcha atrás en su proyecto económico y en los programas sociales.

El espectáculo que montaron contó con los reflectores de los medios masivos, utilizados para magnificar el suceso, manipular la provocación y mantener la expectativa de un desenlace trágico que les sirviera para presentar un mártir y construir un movimiento sin verdadera legitimidad social.

Este punto resulta clave porque las presiones contra la jefa del Ejecutivo han crecido, no solo por parte del gobierno de Estados Unidos con la imposición de aranceles y las constantes amenazas intervencionistas –con pretextos como el tráfico de drogas, la migración o los slots favorables a aerolíneas estadounidenses–, sino también dentro del país.

Aquí se mueven los hilos de grupos empresariales acostumbrados a contratos multimillonarios y a la evasión fiscal, así como de viejos políticos molestos por la pérdida de privilegios, entre ellos las pensiones millonarias de los expresidentes. El caso patético de Vicente Fox, presente en la Marcha de la Generación Z, lo ejemplifica.

El relato de los hechos del 15 de noviembre todavía muestra cabos sueltos. El senador panista Damián Zepeda destacó entre los promotores de una manifestación que se presentó como apartidista.

Asimismo, afirmó que la acudida de personas obedeció al hartazgo social para exigir un alto a la violencia. Sin embargo, el grupo que coordinó esa movilización incluyó perfiles afines al viejo régimen, con trayectorias vinculadas a intereses empresariales adversos al proyecto de nación que hoy encabezamos.

En este punto conviene poner sobre la mesa algo que considero crucial: las derechas mexicanas carecen de una propuesta viable para el país. No articulan una visión que responda a las necesidades reales de la población.

Sus acciones se limitan a frenar o sabotear cualquier avance impulsado por nuestro movimiento. Todo eso desembocó en los sucesos del Zócalo, donde se expuso el vacío programático de quienes solo buscan recuperar privilegios.

A lo largo de estos meses pude comprobar que la confrontación política no opera únicamente en el ámbito institucional. Existen fuerzas que actúan en las sombras para influir en la opinión pública, alterar el ánimo social y erosionar la confianza en el gobierno. Lo hacen a través de campañas de desinformación, estrategias de miedo y movilizaciones prefabricadas que intentan proyectar una imagen de caos o ingobernabilidad.

La torpeza de quienes condujeron esta intentona se volvió evidente cuando pretendieron disfrazarla de expresión juvenil espontánea. Implementaron un discurso calculado para manipular a la población joven y convertirla en carne de cañón política.

La supuesta rebeldía de la llamada “Generación Z” no pasó de ser un artificio que buscó ocultar la intromisión de viejas estructuras partidistas y de grupos empresariales acostumbrados a mover fichas desde la comodidad del poder económico.

A medida que avanzaron las horas posteriores a la movilización, mis equipos de trabajo detectaron operaciones coordinadas en redes sociales para inflar la percepción de éxito del acto.

Identificaron cuentas recién creadas, mensajes repetidos palabra por palabra y una estructura de difusión que replicó patrones utilizados en campañas anteriores contra nuestro movimiento. Nada de eso dejó dudas sobre la existencia de una estrategia diseñada desde fuera del espacio juvenil que intentaron mostrar ante la opinión pública.

Lo que más llamó mi atención no fue la dimensión artificial de la convocatoria, sino la facilidad con la que ciertos actores recurrieron de nuevo a tácticas desgastadas. Insistieron en apelar al miedo como motor de la acción política.

Retomaron narrativas que pintan al país en ruinas y que anuncian supuestos colapsos inevitables. Ese discurso no nació en la calle; surgió de los laboratorios de comunicación que los grupos de poder han financiado durante décadas para mantener influencia sobre la vida pública.

En las reuniones que sostuve con especialistas en seguridad digital quedó claro que los promotores de la marcha buscaron provocar una reacción de mayor escala. Apostaron por generar una imagen de descontento nacional capaz de justificar un nuevo frente mediático contra el gobierno. Pretendieron instalar la idea de un país al borde del estallido, aun cuando los indicadores sociales y económicos muestran avances que niegan ese relato catastrofista.

Lo que ocurrió el 15 de noviembre terminó por confirmar que la confrontación política ya no se libra únicamente en plazas o recintos institucionales. Ocurre en los ecosistemas informativos donde se disputa la interpretación de la realidad nacional. Por esa razón decidí intervenir con claridad. No permitiré que se engañe a la población ni que se utilicen falsas causas juveniles para encubrir intereses que buscan recuperar un orden social fundado en la desigualdad.

Mientras analizaba el papel de los actores que impulsaron la movilización, comprobé que el discurso que intentaron colocar careció de sustancia y estructura política real.

No presentaron diagnósticos ni alternativas y apostaron a una narrativa que se sostuvo solo en la estridencia. Convirtieron el espacio público en un escenario sin propuestas y sin responsable alguno que estuviera dispuesto a respaldar el contenido de las consignas que repitieron de forma mecánica.

De esa ausencia de liderazgo surgió otro rasgo que no debe pasar desapercibido. La movilización operó como un vehículo para proyectar a los voceros tradicionales de la derecha que han perdido influencia en los últimos años.

Utilizaron la convocatoria juvenil como fachada y buscaron disfrazar la pugna interna que atraviesa ese bloque político desde que quedó fuera de la conducción del país. Los mismos grupos de siempre reaparecieron con el viejo recurso de presentarse como víctimas de un poder autoritario que existe solo en su relato.

Lo que presenciamos en las calles de la Ciudad de México expuso además la contradicción central del proyecto opositor. Afirma defender libertades que no están en riesgo y denuncia persecuciones que no ocurren.

FOTO: ANDREA MURCIA /CUARTOSCURO.COM

Esa fabricación de agravios revela su incapacidad para construir un programa que dialogue con la realidad actual del país. Prefieren reciclar los lugares comunes que les dieron rentabilidad durante décadas, antes que explicar por qué perdieron el respaldo popular y por qué no logran recuperarlo.

En mis conversaciones con representantes de sectores sociales quedó claro que la ciudadanía distingue entre una crítica legítima y un intento de sabotaje político. Nadie se sorprende de que los grupos que se resistieron a perder privilegios busquen reorganizarse.

Lo que sí genera rechazo es la manipulación de causas que afectan a miles de jóvenes para convertirlas en herramientas de presión contra el gobierno. Ese oportunismo explica el vacío de simpatía social que rodeó la movilización y que ni sus operadores digitales pudieron revertir.

Al revisar las reacciones que surgieron después de la marcha, confirmé que la derecha insistió en distorsionar el motivo de la protesta para presentarla como un levantamiento ciudadano espontáneo. En realidad, muchos de los participantes actuaron bajo la guía de operadores que llevan años vinculados a causas ajenas al interés público.

El libreto que siguieron buscó provocar una respuesta desproporcionada del gobierno que alimentara la narrativa de represión y censura que quieren posicionar desde hace tiempo.

Los hechos demostraron que ese cálculo falló. La contención institucional evitó cualquier desenlace trágico y anuló la intención de crear un mártir que sirviera como símbolo de un movimiento que careció de legitimidad.

Los grupos que promovieron la confrontación quedaron expuestos ante una sociedad que ya identifica la estrategia y sabe que forma parte del intento por erosionar al gobierno de Sheinbaum, aprovechando cualquier oportunidad para inflar conflictos y convertirlos en crisis artificiales.

El despliegue mediático que amplificó la marcha confirmó otro rasgo característico del bloque opositor: su dependencia de los consorcios informativos que operan como extensiones políticas de sus intereses.

Las imágenes seleccionadas, los encabezados alarmistas y los comentarios de ciertos conductores no respondieron a un ejercicio periodístico, sino a una maniobra de propaganda. Buscaban instalar la idea de una ingobernabilidad inexistente y trasladar al ámbito internacional la percepción de un país al borde del colapso.

Ese intento de manipular la opinión pública fracasó también porque la ciudadanía observó que la protesta careció de demandas estructuradas. No hubo propuestas, diagnósticos ni agendas claras. Solo apareció un conjunto de consignas repetidas por grupos sin articulación entre sí. Esa ausencia de contenido exhibió las verdaderas motivaciones de quienes financiaron la movilización: desgastar al gobierno para proteger los privilegios que perdieron con el avance de la 4T.

FOTO: JOSÉ VARGAS / CUARTOSCURO.COM

El momento actual exige una reflexión seria sobre la manera en que los grupos conservadores utilizan cualquier inconformidad social para fines políticos que no tienen relación con las necesidades reales de la población.

La oposición apuesta a que cada conflicto se convierta en un foco de inestabilidad y cada reclamo legítimo se transforme en una herramienta para atacar al gobierno. Esa estrategia revela el desprecio que sienten por las causas populares y su intento de manipularlas según convenga a sus intereses.

La Presidenta Sheinbaum enfrenta un escenario donde las presiones externas y las internas se conectan. Washington mantiene su política intervencionista, mientras sectores empresariales locales buscan recuperar privilegios perdidos.

A esa ofensiva se añade la apuesta de la derecha por construir la percepción de un país sin rumbo. Esa narrativa intenta ocultar que muchas de las deudas sociales que hoy persisten provienen de los sexenios neoliberales que desmantelaron las capacidades del Estado y condenaron a millones a la precariedad.

Esas carencias siguen presentes en ámbitos como la seguridad, la educación y la salud. La derecha las utiliza como munición política sin asumir su responsabilidad histórica en la construcción de esas desigualdades. El asesinato del alcalde de Uruapan, que fue convertido en emblema de la marcha del 15 de noviembre, ilustra esa forma cínica de actuar. La manipulación del dolor ajeno se convirtió en un instrumento para inflamar el descontento sin ofrecer soluciones ni alternativas reales.

El reto para el gobierno radica en evitar que esos pendientes se vuelvan un caldo de cultivo para campañas de desinformación y provocaciones. El diálogo con los sectores que mantienen protestas y bloqueos debe ser una prioridad. La interlocución directa permitirá desmontar tensiones y evitar que la derecha capture legítimas inconformidades para utilizarlas contra la administración federal. Cada conflicto no atendido se convierte en un espacio que la oposición intenta ocupar para sembrar división.

El país atraviesa un momento crucial y no puede permitirse que los avances de la 4T se torpedeen por actores que buscan restaurar el viejo régimen de privilegios. La derecha nacional e internacional ya demostró su disposición a recurrir a la mentira, la violencia y la injerencia extranjera para frenar el proyecto de transformación.

Toca a todas las instituciones cerrar filas, actuar sin titubeos y resolver los asuntos pendientes para impedir que el descontento sea manipulado por quienes jamás han representado los intereses de las mayorías.

Martín Esparza Flores*

*Secretario general del Sindicato Mexicano de Electricistas

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Martín Esparza

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