Luis Manuel Arce*/Prensa Latina
Si Siria estuviera enclavada en un lejano y desconocido punto estéril de cualquier océano por donde ni los barcos crucen, seguramente sus ciudades y campos estuvieran intactos y su gente viviría feliz con su multiplicidad de tendencias religiosas, sin éxodo ni llantos, ni el luto que arrastra.
Pero ha tenido la mala suerte de estar situada en medio de la ruta del petróleo y ser un nodo trascendente en una región donde se cruzan los yacimientos de gas natural más importantes del mundo, tanto en tierra como en el Mediterráneo, vitales para el consumo energético y la vida muelle de gran parte de Europa.
Está ubicada, además, en uno de los extremos geográficos de mayor concentración de pólvora y metralla, atrapada como un sándwich explosivo entre Turquía, Irak e Israel, y flotando encima de embalses de hidrocarburos y gas natural sobre los cuales hacen planes de explotación presidentes y primeros ministros allende los mares, complotados con jeques, emires y califas, ejecutivos de poderosas empresas, generales y políticos fuera y dentro del Levante, que obvian con desenfado términos como soberanía, independencia, derechos nacionales y otros carentes de significado.
Siria, por supuesto, no es víctima de un destino manifiesto –que todo el mundo sabe no existe aunque insistan en hacerlo creer– por poseer una riqueza petrolera que para algunos países es una maldición. De ser cierto, la suerte de Arabia Saudita sería horrible por su condición de primer productor del mundo, pues en la Guerra Fría y en las guerras calientes los tiros, las bombas, los sabotajes, el terrorismo, los muertos, heridos y mutilados han tenido como preferencia los países petroleros periféricos, excluyendo a los sauditas.
El panorama no ha cambiado después de la Guerra Fría, y Venezuela, acosada por las empresas petroleras estadunidenses y europeas, es un buen ejemplo. Irak lo sigue siendo.
Si el combustible fósil, sea gas o petróleo, no generara apetencias descomunales y paranoicas, el Oriente Medio hace años que fuera una zona de paz y estaría entre las áreas más tributadoras a la cultura universal por su rica y milenaria historia desde muchos siglos antes de Cristo.
Pero, ¿quién se atreve a declarar el Levante zona de paz? Nadie. Los intereses que allí convergen desde los cuatro puntos cardinales son una gigantesca bomba de fragmentación que cuelga sobre el planeta casi imposible de desactivar porque implica el sacrificio de la renunciación, una penitencia que no está en el evangelio de las trasnacionales del petróleo.
El Levante es ahora zona de sangre, y no por la presencia de un pretendido Estado Islámico fabricado como el monstruo de Frankestein en algún oscuro laboratorio sin rostro ni huellas dactilares, que surgió como arte de magia después de las invasiones militares de Estados Unidos a Irak y Afganistán, y mucho después de Bin Laden o Al Qaeda y la Hermandad Musulmana, o de Al Nusra.
Lo grave es que el Estado Islámico ya se ha inscrito en los libros de bautizo con nombre y apellido, tiene rostro, sede y capital, un líder público, airea monumentales pretensiones territoriales y es apoyado incluso por algunos que proclaman que lo combaten.
Levante tampoco es zona de sangre porque se le atribuya ser la madre del terrorismo, o porque la necesidad del espacio vitae justifique a los ojos de algunos las matanzas de palestinos, y organizaciones internacionales y grandes metrópolis hagan mutis por el foro cuando se exige la retirada de Israel de los territorios árabes ocupados y el cese de su colonización.
Nada de eso: Oriente Medio es zona de sangre por la presencia de gas y petróleo en su subsuelo, y la posición estratégica que ocupa para la distribución y comercialización hacia Europa y el resto del mundo mediante oleoductos, gasoductos y tanqueros, y ello explica las desgracias de Irak, de Libia, las amenazas a Irán o la devastación de Siria, e incluso el propio drama territorial kurdo y su eterna diáspora y divisiones seculares.
Evidentemente el Estado o Emirato Islámico, como también se le dice, fue una entelequia sin ningún tipo de estructura como tal, que evoluciona hacia formas superiores de organización y mando mediante la violencia criminal y el temor terrorista. En el caso específico de Siria se ha aprovechado de la ambición occidental de hostigar hasta eliminar al gobierno de Bashar al-Asad, lo cual explica la necesidad de mantener una presencia militar estadunidense y europea para sostener la ocupación de Occidente en la región.
No son pocos los que creen que hay un propósito no tan oculto de balcanizar a Siria y crear un Estado tapón artificial en la zona Norte, con la utilización de facciones kurdas, para dejar al gobierno de Bashar al-Asad en la inopia y listo para ser sustituido por un régimen de la Hermandad Musulmana, de la que el presidente turco Recep Tayyip Erdogan es miembro y propulsor.
Sería una tarea en estos momentos difícil y casi irrealizable por el obstáculo que significa la presencia rusa en los campos de batalla, y porque Turquía e Israel difícilmente podrían zanjar las profundas divergencias entre el régimen del Kurdistán iraquí que preside Masud Barzani y apoya Tel Aviv, y las facciones kurdas turcas adversarias de éste y de Israel.
Benjamín Netanyahu no renuncia al viejo plan de asaltar con los peshmergas del clan Barzani el Norte de Siria y crear un Kurdistán independiente en la frontera con Irak, pero ni los kurdos sirios ni los turcos aceptan a este gobernante corrupto y se correría el riesgo de que un Estado tapón en esa zona reactive el conflicto kurdo en Turquía, donde residen cerca de 20 millones de ellos. Los kurdos de Irán tampoco lo aceptarían.
El propósito del presidente Erdogan de que un nuevo Kurdistán lo gobierne la minoría turca, por supuesto que no ha podido caminar y sigue siendo un sueño en una noche de verano…
En cambio, Estados Unidos y Europa preferirían la eliminación del actual gobierno de Bashar al-Asad y el establecimiento de uno de la Hermandad Musulmana que buscaría imponer gobernantes de esa tendencia en Jordania y Líbano; pero, al igual que sucede con el hipotético Kurdistán independiente, la presencia militar rusa y su éxito sobre las Fuerzas terroristas han hecho imposible ese sueño. En la crisis siria hay que contar con el presidente al-Asad para su solución.
El juego de Estados Unidos era claro: cambiar la geopolítica entera del mercado de gas mundial en favor de las empresas occidentales e Israel y dar así un golpe mortal a Rusia e Irán en el comercio de los energéticos. Pero no lo han logrado.
En medio de ese panorama, y cuando desde el punto de vista militar las fuerzas terroristas del Estado Islámico sufren las peores pérdidas y el Ejército sirio recupera terreno perdido, se produce el derribo del bombardero Sokhoi Su-24 ruso por parte de las Fuerzas Armadas turcas, creando con ello una terrible confusión en medio de un vendaval de especulaciones.
El hecho se produce cuando ya Rusia y Turquía tenían aprobado la construcción de un gasoducto, el Turkish Stream, que –con una inversión descomunal de 10 mil millones de dólares– le serviría a los rusos para trasladar gas desde su país hacia territorio turco y de allí a Grecia y otros mercados europeos. Un negocio redondo para Erdogan y para la Unión Europea que dejaría de estar afectada por el sabotaje de Estados Unidos al gasoducto de South Stream, que llevaría el gas ruso desde las costas del Mar Negro hasta Tarvisio, Italia, y desde allí al resto de la Unión Europea.
El artero ataque al Su-24 era impensable no solamente porque Turquía se había agregado a los países que presuntamente actuaban contra los terroristas del Estado Islámico, sino que, además, el 16 de noviembre, Moscú y Ankara anunciaban “próximos encuentros gubernamentales” para dar inicio al proyecto Turkish Stream, entre otros temas.
Pero exactamente 8 días después de ese anuncio, un misil Aim-120 Amraam de fabricación estadunidense lanzado por un avión turco F-16, derribó al bombardero táctico ruso en el Norte de Siria sobre el área prospectiva para la instalación del hipotético nuevo Kurdistán.
Ankara sabía que con esa acción se complicaba muchísimo la situación en Siria y toda la región, y quedaría descartado el ambicioso proyecto Turkish Stream. Además, ponía en grave riesgo el consumo nacional de gas que depende en 55 por ciento del suministro ruso, y de su petróleo que llena el 35 por ciento de los depósitos turcos.
Se sabe, por supuesto, que el presidente Barack Obama estaba en desacuerdo con esa megaobra ruso-turca y le había pedido a Erdogan, en comunicación del 22 de julio, que se retirara del gasoducto, pero éste desobedeció la orden y siguió en el plan con Moscú.
Hay muchas especulaciones sobre el propósito del derribo y a quién beneficia o perjudica, si Erdogan actuó por su cuenta o estuvo dirigido por alguien, si fue un intento de Turquía de sacar a los rusos de la zona donde se pretendía crear un nuevo Kurdistán, o de Europa e Israel para ocupar una zona de Siria tal como hicieron los aliados con Berlín en 1945, e incluso si fue una orden dada por la Organización del Tratado del Atlántico Norte de la que Turquía es miembro.
Seguramente para el presidente Putin y el gobierno ruso no hay misterios ni especulaciones, y el propio mandatario dijo de forma muy clara y específica que ellos (la dirigencia turca) sabrían qué hacer.
La cuenta no sacada por quienes idearon el incidente es que con el derribo del avión, Rusia fue dotada de sobradas razones para incrementar su presencia militar en Siria, donde ya desplegó sus modernos cohetes antiaéreos S-400.
También le sirvió para dejar a un lado el compromiso y la retórica diplomática con Turquía por el tema del gasoducto, y desenmascarar ante el mundo la corrupción que ahoga al gobierno de Erdogan, en qué medida se aprovecha de la situación siria para enriquecerse con su petróleo y financiar a Al Qaeda, la Hermandad Musulmana y el Estado Islámico al que dice combatir.
El derribo del avión ha frenado también los planes de Israel, Francia y Reino Unido de crear un nuevo Kurdistán, y debe traer también fatales consecuencias a Tel Aviv en sus planes de poder explotar el yacimiento de gas descubierto en 2010 frente a las costas de Puerto Haifa, de 16 billones de pies cúbicos, el cual nombraron Leviatán por sus monstruosas dimensiones, pues está en una zona demasiado peligrosa para los inversionistas.
En ese caso específico, Tel Aviv comprende que, en estos momentos, la extracción y comercialización del gas de Leviatán depende de la evolución de la guerra en Siria y del papel militar preponderante de Rusia.
Todo este entorno explica en parte por qué quienes han creado y aupado a grupos terroristas como el Estado Islámico o Al Qaeda les temen como el propio doctor Víctor Frankeisten a su creación monstruosa que al final lo asesinó, y anuncian ahora acciones militares contra ellos después de años de tolerar crímenes, bombardeos y saqueos que han dejado a Siria en ruinas y creado una avalancha de refugiados más angustiante y deprimente que el éxodo de Egipto.
Paradojas de la historia: los mismos protagonistas de la toma de Berlín en 1945, incluida Alemania, que curiosamente se incorpora a la alianza después del derribo del avión ruso, están en Siria en estos momentos, aunque esta vez no parece que para terminar la guerra, sino para hacerla más encarnizada y quizás para expandirla.
Hay una cruenta batalla por el control de Siria como la hubo por Berlín; pero, como entonces, es solamente la punta del iceberg.
Siria es el teatro circunstancial de los hechos. Lo grave es que la han convertido en la encrucijada que lleva a la paz o a la guerra euroasiática y estadunidense. La primera, impulsada por quienes luchan por una responsabilidad compartida en un mundo multipolar. La segunda y más salvaje que el hombre viene enfrentando desde que empezó a caminar, por aquellos que siguen obstinados en un control unipolar del universo.
*Editor de Prensa Latina
Luis Manuel Arce*/Prensa Latina
[BLOQUE: OPINIÓN][SECCIÓN: ARTÍCULO]
Contralínea 469 / del 28 de Diciembre de 2015 al 03 de Enero de 2016