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La tumba del calderonismo y el sistema

Publicado por
Marcos Chávez * @marcos_contra

La fortuna, o dígase la Providencia, es árbitro de la mitad de nuestras acciones, pero también que nos deja gobernar la otra mitad, o, al menos, una buena parte de ellas. El príncipe que no se apoya más que en la fortuna cae según que ella varía. Es dichoso aquel cuyo modo de proceder se halla en armonía con la índole de las circunstancias y que no puede menos de ser desgraciado aquel cuya conducta está en discordancia con los tiempos. Cuando ha llegado para el hombre de temperamento fríamente tardo la ocasión de obrar con calurosa celeridad, no sabe hacerlo y provoca su propia ruina. Si supiese cambiar de naturaleza con las circunstancias y con los tiempos, no se le mostraría tornadiza la fortuna. Si la fortuna varía y los príncipes continúan obstinados en su natural modo de obrar (…) serán desgraciados no bien su habitual proceder se ponga en discordancia con ella

Maquiavelo, El Príncipe, capítulo XXV

La carencia de las virtudes que deben caracterizar a un buen gobernante –la sabiduría necesaria para entender razonablemente el momento histórico y su perspectiva, la prudencia para ajustarse a las tornadizas circunstancias; la sensibilidad para escuchar y atender las demandas de los mandantes y cultivar su credibilidad; la capacidad de convencimiento y para armar consensos; el respeto y el sometimiento al imperio de las leyes que salvaguarden la majestad del Estado, entre otras– se ha convertido en el peor enemigo de Felipe Calderón. El panista es la primera víctima de sus tentaciones despóticas.

Si es válido el parangón, la estrategia de seguridad nacional de Calderón sigue una trayectoria similar a la que impuso el Baby Bush a raíz de los acontecimientos de 2001. Durante algún tiempo, ambas políticas tuvieron sus escenográficos momentos de gloria. La venta del espectáculo de la seguridad pública a una atemorizada población –ese paralizante estado de ánimo que ellos contribuyeron a fabricar y magnificar con el terrorismo impuesto desde las esferas del poder– arrojó como beneficio una mejoría en la fisonomía de sus administraciones, aun cuando no fue el suficiente para blanquear completamente sus legalmente turbios ascensos a sus respectivos gobiernos.

Pero la seguridad, vendida como cualquier otra mercancía, tiene su periodo de caducidad. Como emblema o marca, su rendimiento decrece en el tiempo; su eficacia se agota por más esfuerzo que se haga para reciclar y promocionar el producto con novedosas envolturas. Pierde su vigencia. Resulta cada vez más difícil colocarlo en el mercado, y su uso y abuso resulta contraproducente. Se torna letal para los fines buscados por el vendedor de bisutería, y social y políticamente insoportable para la población reducida a la estatura de consumidor de esa mortífera fruslería, cuyos “daños colaterales” se vuelven inmensurables. Sobre todo cuando la inseguridad de la estrategia de seguridad la obliga a poner los cadáveres, los heridos, los desaparecidos, los ultrajados en el campo de batalla, las víctimas de los grupos en pugna sin reglas, sin derecho a renegar, con la única opción de asumir el papel de coro silente, de aceptar bovinamente la falsa divisa –por única– absolutista: “Estás conmigo o contra mí”.

Sin embargo, a diferencia de Bush y sus halcones neoconservadores, que antes de que asumieran el gobierno, desde 1997, ya tenían armado su plan terrorista a escala nacional y mundial –el Proyecto para el Nuevo Siglo Estadunidense–, Calderón no estaba preparado ni anímica ni materialmente para una paródica cruzada interna. Su juego de guerra fue una ocurrencia legitimadora que se trastocó en una mayor deslegitimación. El Baby no pudo evadir el parcial juicio de la historia, aunque sí el de sus crímenes de lesa humanidad. Políticamente se hundió en su sangriento piélago belicoso, arrastró consigo al abismo de la derrota electoral a su partido republicano y abrió las puertas de la Casa Blanca a Barack Obama, quien –a contracorriente de su grandilocuencia de cambio y las contritas buenas conciencias que votaron por él al considerar que terminaría con las agresiones militares, con la misma agresividad imperial– amplía las zonas de operaciones y quebranta la legalidad internacional, si es que existe algo digno de ese nombre. Obama acaba de tener sus cinco minutos de esplendor legitimador al encabezar el asesinato de Bin Laden. Calderón recoge su cosecha de odio social en un sistema estructurado para encubrir la arbitrariedad del gobierno y garantizar su impunidad. Ninguno tendrá su Núremberg.

La relación amo-esclavo sigue su impecable lógica dialéctica. El ascendente descontento de los vasallos puede superar el paralizante narcótico del miedo impuesto e inducido por los señores de la guerra (traducción literal de la palabra inglesa warlord) que, de facto, con sus bandas de criminales controlan diversas regiones del país arrebatadas a la autoridad central, y de los de horca y cuchillo, los señores feudales del gobierno.

La Marcha Nacional por la Paz con Justicia y Dignidad fue otra expresión más de ese dilatado malestar en cuyas entrañas puede gestarse un movimiento de mayor calado, de organizada desobediencia civil pacífica, de rebeldía y disrupción antisistémica, como consecuencia de las contradicciones y los objetivos colectivos contrapuestos entre el régimen y la sociedad que pueden provocar la confrontación de intereses. En un sistema autoritario donde los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial tratan con insolente desprecio las posturas disidentes, han perdido su legitimidad, no sólo no se preocupan por resolver institucionalmente los conflictos, sino que los tensan con sus respuestas de fuerza; son intransigentes a las reformas exigidas por la sociedad. El riesgo de una colisión se vuelve inherente a la dinámica social, en un imperativo estructural, en el motor de cambio.

Por su amorfa heterogeneidad y espontaneidad, por lo definido de sus propósitos –su exigencia de justicia y la renuncia de uno de los principales responsables de los atropellos contra la sociedad: Genaro García Luna; la restructuración de las instituciones encargadas de impartirla; el diálogo y un pacto con Calderón para que se cambie la guerra insensata por otra estrategia que atienda los derechos humanos; el rechazo a la iniciativa de seguridad nacional; su demanda porque se combata la corrupción y la impunidad del Poder Judicial; la aplicación de una política social que ofrezca nuevas expectativas de vida a los jóvenes y la población, entre otros– que no desbordan los límites del sistema, esa forma de protesta puede diluirse como ha sucedido con otros tantos. No es un partido o una coalición de fuerzas con cierta autonomía teórica y práctica del sistema, cohesionados alrededor de un proyecto estratégico antineoliberal, democrático o poscapitalista, con objetivos y metas realizables y un programa para conseguirlos (táctica y estrategia de lucha) que provoque un desequilibrio sistémico, con la representación de las mayorías que aspiran al cambio.

Los participantes de la Marcha han entendido, a golpes de hacha y con sus muertos por delante, asesinados por los narcos y los aparatos represivos del Estado, que enfrentan “una guerra declarada contra el pueblo” y que es “necesario responder con firmeza”, como escribió el cineasta Sergio Olhovich. Todavía falta interiorizar que hay que “tomar el poder público y luego el poder político; [que] es necesario transformar el país, cambiar la sociedad. Pero pacíficamente; la no violencia es fundamental”, como agregara Olhovich. Que se tenga la conciencia de que la elite política-económica es su enemigo histórico de clase a la que no debe exigirle, sino derrotarla.

Aun en sus limitaciones, la Marcha constituye un desafío al calderonismo y el régimen de la alternancia. Un individuo aislado, como átomo, puede ser fácilmente tiranizado. Pero eventualmente pueden representar un peligro, incluso desestabilizador, cuando los organizadores y participantes del movimiento han tenido la capacidad para agrupar a su alrededor un amplio número de dispersas víctimas del terrorismo estatal a lo largo y ancho del país, directa e indirectamente, de diferentes estratos sociales, unas sin voz hasta ese momento, otras con reconocimiento y legitimidad social, con cierta experiencia política y con la posibilidad de darle un liderazgo y una proyección impredecible a la protesta; todos, decididos a hacerse escuchar y a forzar cambios en virtud de las infamias recibidas.

Tanto la Marcha como otras protestas han desnudado las miserias del príncipe y del régimen. Evidenciaron de nueva cuenta que el sistema es injusto, antidemocrático, esclerotizado; que los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial son los responsables de la dilatada decadencia nacional; que no los representan porque los votantes no eligen a nadie, sólo votan para ratificar las listas elaboradas por los grupos de poder; que la elite política sólo representa a su partido, sus intereses y los de la oligarquía nacional y trasnacional y que no tienen la posibilidad de revocarlos; que los partidos estatales son enemigos de la sociedad, de la libertad, le han arrebatado la soberanía al pueblo, y si bien la corrupción es gravísima, ella es peccata minuta comparada con la falta de representatividad de los gobernantes. Ésa es la oligarquía que enfrentamos.

Los indígenas zapatistas señalaron certeramente que los gobiernos no sólo matan con armas, también lo hacen con la pobreza y el hambre de las mayorías. Con ello sintetizaron la tiranía política del régimen y la dictadura del “mercado” que impusieron. El genocidio no es sólo militar, también es económico; abarca desde los salarios miserables, la “flexibilidad” laboral, la exclusión social, los infantes muertos de las guarderías privatizadas del Instituto Mexicano del Seguro Social y los mineros víctimas de la acumulación privada de capital, los niños sometidos a la explotación del trabajo en las zonas rurales y urbanas, los trabajadores electricistas, la depredación y la destrucción a la que es sometido el erario y la riqueza nacional.

Ello explica que los representante del sistema, incluyendo los medios, como Televisa o TV Azteca, por medio de sus fámulos Carlos Loret de Mola o Joaquín López Dóriga, entre otros, los ataquen como una jauría rabiosa, ya que no tienen nada que ofrecerles más que una dosis adicional de sus tropelías de guerra económica, social, política y armada.

Calderón, girando en la noria de su intolerancia belicista –la sangre en la que chapotea no le quita el sueño–, dio rápida respuesta. Primero descalificó a quienes “de buena o de mala fe”, los organizadores y participantes de la protesta, buscan detener su guerra sucia. Les dijo que redoblará su lucha y que mantendrá a los uniformados en las calles, pese a que ellos son corresponsables de la violencia y la criminalidad. Quiso acotar la violencia al problema de la delincuencia, cuando ella es sistémica, además de que es su responsabilidad y de sus subalternos. Luego los, nos, amenazó al decir que tiene “la razón, la ley y la fuerza”. Después señaló su disposición a reunirse con los organizadores de la Marcha para escuchar sus razones y propuestas, como si éstas no fueran claras, y que ellos escucharan las suyas. Pero, al mismo tiempo, envió a su fámulo Alejandro Poiré a respaldar mentirosamente a quien debería estar ante los tribunales, García Luna, cuyas pendencieras e ilegales prácticas son exaltadas por Televisa como si fuera un Rambo tropical, en pago a los servicios al calderonismo-panismo-priismo que le han resultado jugosamente rentables, mientras promueve la reprivatización y la depredación de Petróleos Mexicanos en Estados Unidos. La vuelta fue completa para quedar parado en el mismo lugar.

En la estrategia de desubicación del enemigo, la señora Margarita Zavala –quien protegió a la familia de los crímenes de la Guardería ABC– agrega dolosamente que las drogas son la esclavitud de este siglo, cuando la peor plaga es el capitalismo neoliberal que administra su consorte. Los priistas y panistas del Congreso y la Corte, por razones electorales, políticas y personales, se desentienden de los problemas. Enrique Peña, apoyado por Televisa, trata de obtener dividendos entre las aguas sucias y sanguinolentas. Javier Lozano –como ovíparo, por eso del “gallo” azul; como canis, feroz perro laboral, o como troglodita que tuerce las leyes del trabajo a favor de la acumulación oligárquica de capital– monta su circo mediático con Loret de Mola y López Dóriga sobre los cadáveres de los mineros.

A estas alturas, los participantes de la marcha tienen claro que nada obtendrán del sistema. La libertad de la nación tendrá que pasar una tormenta –para usar la palabra del jacobino Saint-Just– para colocar en el panteón al viejo régimen de la alternancia. Sus defensores no nos dejan otra solución. Tendremos que elaborar la estrategia para la salud de la nación.

*Economista

Fuente: Contralínea 233 / 15 de mayo de 2011

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