Si los trabajadores tienen la percepción que no reciben una parte correcta de la riqueza que crean, eso puede conducir a crisis sociales como ha sucedido en los países árabes
Philippe Marcadent, Organización Internacional del Trabajo (OIT)
Hagamos que la eliminación de la pobreza en la sociedad opulenta ocupe un sitio importante –incluso principal– en la agenda social y política. Protejamos nuestra riqueza de aquellos que, en nombre de su defensa, dejarían el planeta sólo en sus cenizas
John K Galbraith, La anatomía del poder
En uno de sus últimos discursos, Ronald Reagan, el padre fundador del neoliberalismo en el mundo, dijo: “el capitalismo es el mejor sistema jamás deseado. El capitalismo ofrece a las personas la posibilidad de elegir, de trabajar y hacer. La posibilidad de comprar y vender los productos que desea. Para quienes buscan justicia y dignidad, la economía de libre mercado es el camino a elegir”. Tan seductoras fueron las promesas que contados gobiernos se resistieron a su encanto, y desde principios de la década de 1980, con la “ayuda” del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, eligieron la ideología neoliberal para iluminar las políticas públicas que los guiara hacia el paraíso terrenal del “mercado libre”. Pero esa historia de amor tenía una condición previa: invertir la ecuación keynesiana-estructuralista que normó la política económica entre 1930 y principios de 1970: en lugar de “distribuir para crecer”, se dijo que primero “hay que crecer y sólo después y, a cuentagotas, distribuir” (Carlos Tello Macías y Jorge Ibarra, La revolución de los ricos, Facultad de Economía, Universidad Nacional Autónoma de México, 2012). Luis Videgaray, que aprendió la lección, apostilla: “la estabilidad es solamente uno de los medios para lograr lo importante: el crecimiento”, la cual es necesaria para “que se vea reflejado en los bolsillos de los mexicanos”.
Según Reagan, los ricos no trabajan ni invierten porque tienen demasiado poco dinero y los pobres no trabajan porque los subsidios estatales les proporcionan una vida despreocupada. Los pobres, agrega, eran felices durmiendo bajo un puente o en las alcantarillas. ¿Cómo lograr que los ricos tengan más dinero y riqueza para animar a su aletargado animal creativo, lo que redundará en más ahorro, más inversión, más crecimiento y empleo, mejores ingresos para todos y más bienestar? ¿Cómo acabar con la vida regalada y parasitaria de los pobres y obligarlos a elegir una existencia más productiva y digna? La receta reaganiana es sencilla: bajar los impuestos a los ricos, otorgarles más subsidios que eliminarán a los pobres, desregular mercados, dejarles fijar precios y especular (laissez faire, laissez passer), entre otros de beneficios. A los pobres se les aplican los programas de choque y las reformas estructurales; el control salarial para estabilizar los precios y mejorar la productividad, la competitividad y las ganancias; el alza de tarifas públicas (electricidad, gas, gasolinas); la austeridad en el gasto social estatal; la “flexibilidad” laboral; las limosnas asistenciales. Como dijo Elizabeth Warren, defensora del consumidor de los servicios financieros con Obama: “Nadie llega a ser rico y superrico por su propio mérito. Repito, nadie”. Se le olvidó que tampoco nadie es pobre por gusto y mérito propio. Ambas cosas requieren la mano invisible del “mercado libre” y la mano visible del Estado.
Es “la revolución de los ricos contra los pobres”, señaló John K Galbraith.
Preocupada, la OIT señala en su Informe mundial sobre salarios 2012/13: “en términos de la distribución funcional del ingreso, que se refiere a cómo se distribuye el ingreso nacional entre trabajo y capital, existe una tendencia mundial de largo plazo hacia una menor participación de los salarios y una participación cada vez mayor de las utilidades en muchos países. La distribución personal se ha tornado cada vez más desigual, con una brecha creciente entre el 10 por ciento superior y el 10 por ciento inferior de los asalariados”. ¿De qué se inquietan los analistas de la OIT? ¿Acaso no era ése el objeto: que el rico nadara en oro y el pobre se ahogara en la nada, se mantuviera vivo con el polvo de sus bolsillos? ¿Que los bebés crecieran rápido y terminaran en la cárcel, como dijo Víctor Hugo en Los miserables (1862)? ¿Que los viejos “se apuren y mueran, [porque] cuestan varias decenas de millones al mes al gobierno”, que se ve obligado a pagar por personas que comen y beben sin hacer ningún sacrificio, como declaró Taro Aso, ministro de Economía de Japón?
En su lógica, el nuevo modelo es exitoso: el ingreso y la riqueza se concentraron, y el pedazo de la torta para los trabajadores fue miserable. El crecimiento, el bienestar, la justicia, la dignidad, algún día se alcanzarán en México y los demás países. La participación de las remuneraciones de los asalariados en el ingreso nacional cae del total de 43 a 28 por ciento entre 1980 y 2010. El excedente bruto de operación (utilidad) pasa de 53 a 62 por ciento. Los impuestos pagados oscilan alrededor de 10 por ciento. El 10 por ciento de los hogares ubicado en la cúspide de la pirámide social amplía su participación en el ingreso de 33 por ciento en 1984 a 37 en 2008. Por la crisis, en 2012 baja a 35 por ciento. Las familias que ganan más de ocho veces el salario mínimo concentran 28 puntos porcentuales.
Entre esas agraciadas familias se encuentra la elite político-empresarial, apenas unas miles, cuyos ingresos superan, con creces, los ocho salarios mínimos. Sólo países salvajemente neoliberales como México generan a opulentos oligarcas que se codean con la crème de la crème de Forbes. El modelo acaba de agregar al número 11: Alfredo Chedraui, con un patrimonio de 1 mil millones de dólares. Al lado de Carlos Slim (70 mil millones de dólares), Salinas Pliego (17.4 mil millones de dólares) o Alberto Bailleres (16.5 mil millones de dólares) es un pobre rico, como Carlos Hank Rhon (1.4 mil millones de dólares) o Alfredo Harp y Joaquín Guzmán Loera, cuyas fortunas son similares.
Si ellos exhiben sus obscenas riquezas, ¿por qué Enrique Peña Nieto, su gabinetazo y demás políticos esconden las suyas a la sociedad? Los afamados corruptos Trujillo, Menem, Somoza, Fujimori, Mobutu Sese Seko o Mohammed Suharto nunca se apenaron de ella. Videgaray calificó la declaración patrimonial de Peña como “ejemplar”, apegada a la “legalidad, honradez, lealtad, imparcialidad y eficiencia”. Pero su ejemplar acto de honestidad es grotesco: esconde el valor de sus bienes. Lo único que deja claro es lo afortunado que es al conocer generosos “donantes”de la mayor parte de sus inmuebles. ¿A cambio de qué? ¿Fue por obra y gracia de una filantrópica cruzada nacional contra el hambre de los pobres políticos? Parte de ellas las recibió mientras era funcionario: ¿acaso no la ley prohíbe aquellos cuyo valor exceda 10 veces el salario mínimo? ¿Existe una relación entre sus ingresos, los bienes que compró al contado y de otros que dispone?
¿Son tan pulcras las fortunas de Peña y su equipo como la de Salinas Pliego?
La ejemplar observancia dejó un tufo de corrupción en el ambiente, en una época oscura donde la corrupción de los funcionarios, desde los munícipes hacia arriba, carcome al Estado, florean las fortunas mal habidas y la ley funciona como embudo: es ancha para las mayorías y estrecha para las castas. Sólo atrapa charales y eventualmente a un depredador tiburón en desgracia. ¿Ese organismo de cuyo nombre no conoce Peña, el Ifai (Instituto Federal de Acceso a la Información y Protección de Datos), los obligará a dar a conocer públicamente lo que escondieron? ¿Lo fichará su comisión anticorrupción? ¿O les cuidarán las espaldas, como Leonardo Valdés y sus buenos muchachos (recuérdese la película de Martin Scorsese), que por 350 mil pesos mensuales acepta meter la cabeza en el retrete?
¿Qué ocultan los peñistas? Desconozco si a la presidenta argentina, Cristina Fernández, le apena su fortuna como a Peña. Pero por ley, declara que su patrimonio pasó de casi 1.5 millones de dólares a 18 millones entre 2003 y 2011, y se armó el escándalo, aunque no se le han probado actos de corrupción. El de Dilma Rousseff y Rafael Correa es similar: 630 mil dólares. El de Evo Morales no supera los 214 mil. El de Sebastián Piñera es de 2.4 millones, su cuenta bancaria es de 11.5 millones y sus deudas, de 38 millones. El de Obama es de 2.6-8.3 millones de dólares. En todos los casos se conocen los detalles.
El sistema procura que “un político pobre [sea] un pobre político” (Hank González). Pero su generosidad no calma su voracidad. Sin embargo, en Uruguay, país considerado como uno de los más seguros, menos corruptos y con menor desigualdad de América Latina, gobierna –dicen– un “presidente pobre”: José Mujica, un exguerrillero tupamaro que pasó 14 años preso, donde fue torturado. Su patrimonio es de 215 mil dólares: una modesta casa con piso de cemento (45 metros cuadrados), donde vive en los suburbios de Montevideo y que se convirtió en residencia oficial tras rechazar el palacio presidencial y ponerlo a disposición de los indigentes, en caso de necesidad; y el 50 por ciento de otras dos propiedades; un auto marca Volkswagen de 1987 (1.9 mil dólares); no tiene cuentas bancarias ni tarjetas de crédito. Oficialmente maneja un sencillo Chevrolet Corsa; viaja en clase turista en los aviones y no en un Boeing 787 de 4.8 mil millones de pesos, como el de Peña; se alimenta en modestos restaurantes y paga de su bolsillo; para su seguridad dispone de guardias vestidos de civil y no de una pretoriana, como el Estado Mayor Presidencial, armada hasta los dientes. Su sueldo es de 12.9 mil dólares al mes, del cual dona –no recibe– el 67 por ciento para un plan de viviendas para mujeres con hijos del quintil más pobre de la población, y aporta el 17.4 por ciento a su partido. Le restan 1.9 mil dólares. “Con ese dinero me alcanza, y me tiene que alcanzar, porque hay otros uruguayos que viven con mucho menos”, dice Mujica. Añade: “Soy un hombre de izquierda, con todos los sueños que significa ser de izquierda, tratando de luchar por equidad e igualdad”. El Día del Libro ha leído Don Quijote de la Mancha y es conocido por su “gran lucidez y su excepcional cultura política”, incluso por sus adversarios. Al menos ha leído un libro y seguramente no olvida el título.
En cambio, el sueldo de Peña es de 254 mil pesos al mes (19.7 mil dólares), 134 veces más del salario mínimo de 6.8 millones de ocupados y 3.2 millones de asalariados, que quién sabe cómo sobreviven. En un día supera lo que ganan más de 36 millones de ocupados, de un total de 48 millones. Ese ingreso conocido (¿y el desconocido?) sólo es superado por el de Obama (333.3 mil dólares, más una cuenta de gastos por 150 mil; 100 mil en viajes y 20 mil para entretenimiento), Ángela Merkel (22.7 mil dólares), François Hollande (19.9 mil) y David Cameron. Evo Morales percibe 2.1 mil dólares.
Si la austeridad no llega a Peña, al gabinete, al Congreso, Poder Judicial, gobernadores, munícipes, jefe de gobierno y lamesuelas, como dice el subcomandante Marcos, a ellos la revolución de antes y la contrarrevolución de ahora les ha hecho justicia. Les ha dado “mucho dinero, riquezas, y poder [para] hacer y deshacer sin tener más razón que la posesión del Poder” (Marcos dixit). El sistema no aconseja a la elite pensionada que se apure a morir. José Ángel Gurría, que exige la austeridad para las mayorías, la quita de los subsidios y machacarlos en la licuadora neoliberal, se asignó un ingreso mensual de 457 mil pesos. Felipe Calderón obtendrá 215 mil, más 45 elementos del Ejército y 22 de la Marina para su seguridad y la de su familia. Menos voraces, Ernesto Zedillo y Carlos Salinas de Gortari renunciaron a su pensión y sólo cobran al mes 10.5 mil pesos, que cubre la parte de su seguro de vida y gastos médicos mayores.
Para su indignación y algo más, en los cuadros se presentan los ingresos de la casta divina y su comparación internacional.
*Economista
Fuente: Contralínea 320 / febrero 2013