El futuro sexenal de la nación se avizora trágico. Tan sombrío y sórdido como las tres décadas precedentes. Ese periodo perverso caracterizado por arrojar a la miseria y la pobreza a casi 80 millones de mexicanos, sobre los que se acumula la riqueza de 10 familias, cuyo valor nominal de sus activos alcanzó los 174 mil millones de dólares en 2011 –175 mil millones si se añaden los de su “socio” incómodo Joaquín Guzmán, el Chapo, tan impresentable como ellas mismas–, equivalente a casi el 11 por ciento de la producción nacional de ese año, el cual fue inaugurado por el priísta Miguel de la Madrid Hurtado, quien le abrió las puertas de acceso al poder a los neoliberales, comandados por Carlos Salinas de Gortari, que a su vez estimuló al avispero clerical para que pisotearan la Constitución con orgásmico placer. Ese oscuro y mediocre individuo (recientemente fallecido), al que la elite política, priísta-panista, le rindió un sentido homenaje como si hubiera sido un estadista y no uno de los peores gobernantes que las mayorías tuvieron que soportar en el siglo XX, comparable con los mandatos de Felipe Calderón y Vicente Fox, el artífice del desastre neoliberal.
El panegírico, empero, tuvo su razón de ser. Sin el modelo económico neoliberal, políticamente respaldado con el autoritarismo priísta-panista, las familias Slim, Germán Larrea, Alberto Baillères González, Ricardo Salinas Pliego, Jerónimo Arango Arias, Servitje, Azcárraga, los Roberto González y Hernández y Alfredo Harp, no serían oligarcas cosmopolitas ni se codearían con el 1 por ciento de la flemática población mundial que se siente dueña del mundo (aunque algunos de ellos sólo sean en calidad de simples espantajos), de parasitarios “socios” honorarios, menores, para aparentar la mexicanidad de los monopolios y oligopolios, ya que los “empresarios racionales” arruinaron sus empresas y tuvieron que ceder su control a los tiburones capitalistas trasnacionales. Apenas serían unas modestas proles feudales aburguesadas, silvestres, de escuálidas y ridículas fortunas, aunque el dinero no les ha quitado lo bucólico ni lo medieval.
Dentro de la estructura de clases apenas se ubicarían por encima de los boyantes millones de “mexicanos clasemedieros”, esa “clase media emergente, con ambición y deseosa de salir adelante” que ve el daltónico social Gabriel Quadri de la Torre –el extravagante peón de Elba Esther Gordillo, electoralmente nacido para perder a cambio de asegurarle algo de poder a la maistra y sus familiares, presupuesto y algunas plazas en el Congreso para que mantengan su ritmo de vida radicícola–, pese a que muchos de ellos carezcan de agua potable, drenaje, luz eléctrica, vivan en asentamientos irregulares, padezcan hambre y sobrevivan quién sabe cómo y, además, a quién le importa, después de sus votos. Para Quadri, la pobreza y la miseria no son la consecuencia social del funcionamiento económico y político: es un trastorno sicológico. En lugar de gasto público social debería proponer terapias colectivas para erradicar ese chocante complejo que, por supuesto, carecen las 11 familias, que, sociológicamente, no se consideran burgueses ni oligarcas (sería de pésimo gusto) sino clasemedieros emprendedores, ambiciosos, de refinada prosapia segregacionista, porque les resulta insultante que puedan compararlas con la asquerosa chusma, que para ellos es darwinianamente digna del exterminio; suertudos porque fueron elegidos por el dedo divino para reinar, imponerse y avasallar a los demás.
Gracias al orden estructurado desde el gobierno de Miguel de la Madrid Hurtado, los mecanismos de la acumulación de capital privado y su tasa de ganancia funcionan a todo trapo –como dirían los argentinos– y copeteados, agregaría Fox. Los gobiernos priístas y panistas han asegurado la sobreexplotación del trabajo asalariado, la base de las fortunas del Grupo de los 11 y del bienestar de la elite política: el “ahorro” en los costos de producción por los salarios miserables pagados, la reducción o eliminación de los gastos en seguridad de las empresas, prestaciones sociales, el despido de trabajadores, complementadas por el estado cancerbero que manipulan las leyes laborales a favor de empresarios, protegen a los sindicatos patronales, reprimen a los rebeldes, el menor egreso público social y legalizan la “flexibilidad” laboral de la precariedad. Pero esos mecanismos no explican la totalidad de los grandes patrimonios. Hay que agregar la tolerancia a las prácticas monopólicas, la usura, el anatocismo y la especulación financiera, la impune manipulación de los precios, el engaño y los abusos en contra de los consumidores, los subsidios, la evasión y elusión fiscal, la venta de empresas públicas y la cesión de sectores estratégicos a los “emprendedores” a precios risibles, los benévolos contratos públicos directos e indirectos a un selecto grupo privado, caldo de cultivo de todas las tropelías imaginables e inimaginables, el tráfico de influencias, la corrupción, que explican el traslado del ingreso nacional de las mayorías hacia los grandes empresarios y el Estado, y de éste a los hombres de presa que concentran la riqueza nacional. El Estado policiaco-militar redondea en cuadro favorable al orden que requiere la propiedad privada: somete a los descontentos y aniquila a las excrecencias sociales.
Para la sociedad, Miguel de la Madrid fue un pillo. Para las elites es un héroe.
En la mayoría de las naciones del Sur del continente soplan vigorososlos vientos del cambio, impulsados por sus gobiernos progresistas, elegidos democráticamente y apoyados en la movilización popular, que les han permitido restaurar los derechos y las libertades ciudadanas cercenados por los regímenes militares y civiles autoritarios, recuperar el crecimiento, reducir la pauperización de las mayorías y restaurar la soberanía nacional, a través del abandono gradual de la dictadura del “mercado libre” y la reformulación de su participación desigual y, por tanto, desventajosa, en la “globalización” que los condenaba al perpetuo coloniaje y subdesarrollo.
Pese a sus contradicciones, merece destacarse el caso argentino que desmonta el neoliberalismo y el autoritarismo. Heréticamente hace a un lado la ortodoxia. Dinamita dos de los caros mitos neoliberales: el balance fiscal cero para fortalecer el gasto público social y de inversión; y cambia la ley orgánica del Banco Central de la República Argentina para acabar con su falaz “autonomía” que sólo beneficia a los especuladores, dar una mayor flexibilidad en la determinación de las reservas “óptimas” (para que dejen de servir como alimento exclusivo de los traficantes financieros), para mejorar el financiamiento al tesoro y ampliar la libertad en la determinación de los encajes o las tasas de interés con las que abatirá el costo del dinero, mejorar el crédito y controlar a la banca privada. Esas medidas complementan a otras tomadas previamente: la imposición de la renegociación unilateral de la deuda pública externa que redujo su monto, los intereses pagados y las presiones financieras del Estado; el fortalecimiento de la banca pública de desarrollo; la regulación de los capitales de corto plazo; el control a la evasión de divisas; el empleo de un tipo de cambio alto para atenuar la inestabilidad externa, inhibir las importaciones, estimular las exportaciones y su diversificación, beneficiar la balanza comercial y reducir las necesidades de financiamiento internacional.
Esas políticas han sido capitales en el proceso de la recuperación de la rectoría estatal en el desarrollo y la soberanía de la política monetaria, la fiscal, la monetaria y la cambiaria, que habían sido entregadas por los neoliberales a los especuladores y la oligarquía nacional y foránea. También se han reforzado los aranceles, impulsado la reindustrialización, nacionalizado los fondos de pensión y otras empresas y sectores como el aeronáutico, castigado a los golpistas militares y ampliado los derechos sociales o civiles (salud reproductiva, matrimonios del mismo sexo). Ahora se prepara la recuperación de la industria petrolera que regentea Repsol, que se ha dedicado a saquear a la empresa y enviar las ganancias a su matriz, a costa de especular con los precios, castigar las inversiones y dejar caer el nivel de las reservas. Sus resultados han sido un crecimiento dos veces por encima que el de México, la reducción del desempleo y la pobreza, la mejoría de los salarios reales y en la distribución del ingreso. El gobierno argentino llegó al poder gracias a la movilización popular. Sus políticas han ampliado su legitimidad y credibilidad interna y externa, que emplea para enfrentar el feroz descontento desestabilizador de la derecha oligárquica, de los trogloditas clericales y otros grupos.
Argentina no inventó nada nuevo. Su gobierno sólo tuvo la entereza de rescatar su autonomía, como hizo y hace Estados Unidos, Rusia, China o India, con gran éxito. Como nación esa es la única salida para México para que pueda superar el naufragio neoliberal.
Sin embargo, la farsa electoral obstaculiza el cambio radical pacífico, la democracia, el estado de derecho, la justicia, el desarrollo socialmente incluyente y con el cuidado de los recursos naturales, la soberanía nacional.
Además, esa estrategia no está en el guión del bloque dominante, la oligarquía, el clero y sus fámulos del cogobierno del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el Partido Acción Nacional (PAN). ¿Para qué modificar lo que les beneficia? Por ello se afana por mantener al país en la ciénaga que aquellos buscan dejar atrás como si fuera una pesadilla, chapoteando en las aguas estancadas del modelo económico neoliberal, como el patio trasero de Estados Unidos; hundiéndose en el fango del retroceso histórico, en el despotismo político y la hediondez de los valores reaccionarios-clericales.
Enrique Peña Nieto o Josefina Vázquez Mota no son agentes del cambio requerido. Ambos adolecen de iguales defectos de origen. Aunque pertenecen a partidos diferentes, genéticamente fueron paridos a imagen y semejanza por la misma matriz autoritaria, clerical y neoliberal, que funde y confunde su pelambre con el objeto de que uno de los dos garantice la continuidad del statu quo por seis años más. Por esa razón evitan la crítica al sistema que los engendró. Reducen sus intrascendentes diatribas en contra de sus respectivos partidos y gobernantes, a los que sin romper con ellos, les endosan la responsabilidad de los problemas nacionales, aun cuando el PRI y el PAN hayan aplicado las mismas políticas entre 1983 y 2012, que los generaron, lo que los vuelve corresponsables. Riñen por la paternidad del neoliberalismo autóctono a sabiendas de que es bastarda. Ellos sólo fueron los viles sirvientes extrauterinos del monstruo concebido e impuesto a sangre y fuego, a escala mundial, por el denominado “Consenso” de Washington.
Respaldan las medidas reaccionarias que el PRI-PAN, al alimón, imponen en el Congreso, mientras transcurre el carnaval electoral, vacío de contenido. Entre éstas destaca la contrarreforma a favor del Estado confesional decimonónico, contra los que lucharon los liberales liderados por Benito Juárez, aprobada en soledad, entre las sombras de la noche, al estilo nazi. Es el triunfo tardío de los conservadores. Aceptan como candidatos al Congreso a aquellos que desde el Congreso actual han ayudado a destruir a la nación. Un caso ilustrativo es Manlio Fabio Beltrones, artesano de la adúltera relación trono-altar. Él había vislumbrado desde Sonora la silla presidencial y tuvo que conformarse con el próximo liderazgo del PRI en la diputación, como mozo de cuadra de Peña –si es que llega a la Presidencia– y de los reaccionarios. Él destruye lo que su paisano Plutarco Elías Calles ayudó a construir. ¡Oh, caro Jorge Manrique!: “¿Qué se hizo el rey [Plutarco]?/ ¿Qué de tanta invinción/ como truxeron?/ ¿Fueron sino devaneos/ las justas e los torneos” con los cristeros? ¿Qué fue del fervor revolucionario y antirreligioso de Tomás Garrido Canabal en Tabasco, en nombre del Estado laico, de sus camisas rojas, de sus hijos de deliciosos nombres, Lenin y Zoila Libertad, de su sobrina llamada Luzbel, de su granja poblada de animales con exquisitos motes: Dios, Papa, María, Jesús?
A la sociedad no le queda más que repetir el triunfo republicano de Calpulálpam, asegurándose de que el partido conservador sea totalmente vencido.
Peña y Vázquez suponen que las cosas se reducen a una sobredosis de neoliberalismo y autoritarismo, a resolver la inseguridad a palos, cuidándose de decir que los delincuentes, excepto los de cuello blanco, no son más que los excluidos por ellos mismos, a los que obligan a sobrevivir de esa manera y sólo les ofrecen, como opción, la pasiva muerte en la miseria, la emigración, el presidio o la defunción, asesinados por los aparatos represivos del Estado. Sus promesas de cambio, firmadas o de palabra, se reducen a la conservación de lo existente.
*Economista