Con facilidad olvidamos que Europa ha sido la primera en volcar los excedentes más pobres de su población en otras tierras para aliviar la presión demográfica y abrir caminos a la conquista y a la explotación, bajo los principios de las tres “Ces”: Cristianizar a los paganos, Civilizar a los salvajes y abrir rutas al Comercio que llevaría la prosperidad de todos, según las leyes de la economía dirigidas por una mano invisible.
Siempre recuerdo las palabras que escuché a Julius Nyerere, La conciencia de África: “que no nos echen una mano, basta con que nos quiten el pie de encima”, en ocasión de una ayuda económica que pretendían ofrecerle filantrópicas instituciones europeas.
En el siglo XVI, 200 mil castellanos emigraron a América para evangelizarla, de acuerdo con la Bula del Papa Alejandro VI concedida a los reyes católicos. Portugal hacía otro tanto hacia el futuro Brasil y las tierras atlánticas de África, con idénticos propósitos. En menos de 20 años, entre 1846 y 1864, 2 millones de irlandeses, la cuarta parte de su población, partieron para Estados Unidos. En ese mismo tiempo, un millón de alemanes abandonaron Europa para instalarse en América y, a finales del siglo XIX, les siguieron 650 mil italianos como avanzadilla de 2 millones de compatriotas que les habían de seguir.
Entre 1820 y 1925, unos 55 millones de europeos abandonaros sus tierras en una de las más grandes migraciones que ha conocido la historia. La mayoría se fueron a América, “tierra de promisión y de esperanza”: 33 millones a Estados Unidos, 5.4 millones a Argentina, 4.5 millones a Canadá, 3.8 millones a Brasil y el resto a diversos lugares controlados por potencias europeas en África.
Polonia, Italia e Irlanda, entre otros países sumidos en la pobreza, se aliviaron así del lastre de millones de personas hambrientas. Poblaron el Este de Estados Unidos, California, Argentina o Uruguay. Las superpobladas India y China, en los siglos XIX y XX, volcaron sobre el resto de Asia y sobre África, sus excedentes de una población cuyos descendientes construyeron diásporas educadas y ricas, que controlan el comercio y que gobiernan países prósperos como Singapur o Isla Mauricio.
Este fenómeno de las migraciones ha experimentado un vuelco impresionante en las últimas décadas: una Europa enriquecida con la transformación de las materias primas expoliadas al Sur y con el nivel de vida que le proporciona su bienestar y su cultura, ya no exporta mano de obra sino que rivaliza con Estados Unidos en atraer a decenas de millones de inmigrantes empobrecidos y deslumbrados por El dorado con que les bombardean los medios de comunicación y la publicidad de los países enriquecidos del Norte sociológico.
Ante esta situación, se consideran como fortalezas asediadas por millones de incontrolados. Sólo pretenden devolvernos la visita que durante siglos les hicimos nosotros. Conocen bien el camino que hicimos con anterioridad, pero ellos sin la fuerza con la que nos pudimos imponer. Esa es la radical diferencia junto a no saber reconocer que necesitamos a esos inmigrantes, a sus familias y sus aportaciones para no perecer en un orgasmo de felicidad estéril y envejecida.
El documento de la ONU “Las migraciones internacionales y el desarrollo”, habla de los flujos migratorios que ponen al desnudo la insoportable desigualdad entre ricos y pobres, entre los que se benefician de la paz y de la seguridad y los que carecen de ellas. Nadie abandona su país por gusto si no es para viajar o para estudiar; cuando es por la fuerza de la inseguridad o de la miseria se reproduce la cadena de injusticias que como llagas sangrientas estampan la historia: esclavitud, invasiones, racismo, xenofobia, colonización, explotación, conquistas, guerras, deportaciones. Tantas formas del desprecio y del miedo de lo que, en palabras de Tucídides, “está en la naturaleza de los hombres, oprimir a los que ceden y respetar a los que resisten” o, en palabras de Solón “la política que muestra la historia no es sino la guerra entre pobres y ricos”, que Hegel elevaría a parábola del Amo y del esclavo para estudiar la íntima relación que los encadena: unos para seguir siendo ricos y otros para dejar de ser pobres.
Sin embargo, las migraciones engendradas en el sufrimiento han dado a luz frutos de progreso: quienes emigran se transforman y dan lugar a un mestizaje positivo y enriquecedor que está en los orígenes de las más grandes civilizaciones. La clave está en saber acoger a otras personas que necesitamos para sobrevivir. Necesitamos el mutuo enriquecimiento y establecer espacios de encuentro, de prosperidad y de relaciones entrañables con los lugares de origen para no perder ni las señas de identidad ni las raíces. Sin ellas, no seríamos más que barcos desarbolados y a la deriva, gentes sin sentido. Ver al gobierno español negarse a acoger unos 20 mil refugiados por causa de las guerras y del hambre, a los que se había comprometido con la UE, causa estupor y vergüenza. Pero este no parece ser tema que preocupe a los demás partidos.
José Carlos García Fajardo*/Centro de Colaboraciones Solidarias
*Profesor emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
Contralínea 548 / del 17 al 23 de Julio de 2017
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