Desde hace décadas se abrió en México un debate sólido sobre la situación del campo mexicano. Lamentablemente el modelo neoliberal se ha impuesto y, por ello, desde la década de 1980 se comenzó primeramente con el despojo de su valor, difundiendo la falsa idea de que el campo no es rentable ni ayuda al progreso del país. Ahora ésta logra “encumbrarse” por medio del despojo de los territorios y de los bienes comunes.
Unos cuantos se enriquecen con los pocos subsidios para el campo, pues en su mayoría los recursos están destinados a grandes empresarios agroindustriales, dejando desprotegidos a pequeños y medianos productores. En la distribución de recursos públicos se privilegia a los que más tienen, y se margina a quienes cuentan con menos recursos. Y si protestan, si exigen mayor justicia y equidad en su distribución, se les criminaliza, encierra, o se les victimiza con situaciones aún más graves. En palabras de un campesino de la Sierra Norte de Puebla, los pueblos campesinos e indígenas padecen “destierro, encierro y entierro”.
Entre tanto, en nuestro país se prioriza la producción de alimentos chatarra que nos tienen mal alimentados. Empresas de alimentos procesados, refresqueras y agroindustriales son las culpables de ello, en connivencia con el propio Estado. Se hace entonces urgente hacer algo, por ejemplo, monitorear como sociedad civil el comportamiento de los estados en sus negociaciones con las empresas. Los Principios Rectores sobre las Empresas y los Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) son un primer paso, aunque en la región de América Latina requerimos todavía ampliar más el análisis y el debate en torno a ello.
La actual situación económica del país arrastra al campo a morir lentamente, pues se anula a los pequeños productores que representan más de la mitad de quienes en él producen. Ahora las empresas transnacionales abusivamente se apropian de la producción, comercialización y distribución de los alimentos y de todos los bienes naturales que nuestras tierras guardan y generan: agua, minerales, semillas, bosques, aire y tierra.
En este sentido, se busca también transgenizar el campo y los cultivos. Son riesgos para nuestra alimentación, y por ello actualmente lo debatimos cada vez más en México. La introducción en general de cultivos transgénicos, y en particular la siembra de maíz transgénico, agravaría aún más lo que hemos dicho. La Campaña Nacional Sin Maíz No Hay País, integrada por organizaciones de productores, de derechos humanos y ambientalistas, entre otras, ha denunciado que el gobierno intenta legitimar la siembra de transgénicos con el falso discurso de erradicar el hambre y hacer más eficiente la producción en el campo mexicano. México hoy registra contaminación por transgénicos en siembras de maíz donde no se ha permitido la liberación al medio ambiente de estos cultivos genéticamente modificados. Aun así, el Estado omite llevar a cabo alguna política pública para garantizar la inocuidad del maíz que consumimos. Se ha documentado cómo es que las empresas pretenden poco a poco sembrar estos cultivos, aunque la sociedad en su conjunto coincide en que la emergencia alimentaria será todavía más grande si estos cultivos siguen fomentándose.
Actualmente transnacionales como Monsanto intentan patentar la vida y despojar a los pueblos de su historia y de sus formas ancestrales y sustentables de producir y consumir alimentos. La siembra de estos monocultivos transgénicos implica graves violaciones a los derechos colectivos de los pueblos indígenas, comunidades y productoras de alimentos, y en general a los derechos humanos de toda la población mexicana, en especial sus derechos a un medio ambiente sano, a una alimentación inocua y de calidad, a gozar de la diversidad biológica con la que el país cuenta, y a conservar su historia y cultura. En julio del año pasado iniciamos una demanda judicial a través de la figura jurídica de acciones colectivas, recientemente incluida en el marco jurídico mexicano, para exigirles al Estado y a las empresas que se prohíba y omita la siembra de esos cultivos, pues se corre el riesgo de sufrir afectaciones al medio ambiente, a la alimentación y a la salud. En el transcurso del juicio, antes que velar por los derechos de las y los ciudadanos, el Estado mexicano ha preferido litigar a favor de las empresas.
Durante la consulta que el pasado 16 de agosto hizo la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) sobre Derechos Económicos, Sociales, Culturales y Ambientales (DESCA), denunciamos el conflicto de interés en el que incurren instituciones como la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa), cuando renuncian a cumplir con sus obligaciones para favorecer a grandes empresas trasnacionales que se han convertido en un flagelo para los pueblos. La CIDH, a través de la Unidad (futura Relatoría) sobre los DESCA, mostró mucho interés en el tema. Y con razón se dijo que es un reto para toda la región de América Latina avanzar en estándares relacionados con la exigibilidad de estos derechos, incrementar las audiencias públicas regionales o por país sobre derechos relacionados con estos temas, así como atraer casos que avancen en la justiciabilidad (defensa judicial) de alguno de los derechos sociales relacionados con el tema de los transgénicos y las empresas trasnacionales.
A más de 1 año de iniciar la demanda colectiva contra el maíz transgénico, hemos experimentado la necesidad de fortalecer los mecanismos para acceder a la justicia en materia ambiental y con relación a los derechos sociales. Pero algo fundamental es y seguirá siendo el respaldo que los pueblos campesinos e indígenas den a esta acción legal, así como que todas y todos los mexicanos reflexionemos y actuemos sobre la urgencia de iniciar procesos de exigencia al Estado mexicano, para que proteja y garantice estos derechos.
Creemos, como sociedad civil, que es importante construir una política alimentaria con base en derechos humanos y en modelos que nos lleven a la autosuficiencia y soberanía alimentaria, recuperando la sustentabilidad de nuestros agroecosistemas y con las que se garantice la actividad de los medianos y pequeños productores, reconociendo su sabiduría y su “ciencia campesina”.
Las actuales reformas estructurales que se imponen al país cierran la posibilidad de que las personas que habitamos o transitamos por él veamos plenamente garantizado nuestro derecho a la alimentación, a un medio ambiente sano, o a seguir conservando nuestro patrimonio biocultural.
Nos condenan a violaciones graves a nuestros derechos humanos. Imponen –incluso, a través de la Cruzada Nacional contra el Hambre– transnacionales que han sido expulsadas de otros países por la mala alimentación y venta de productos nocivos, haciéndolos pasar como sanos. Además de que nos impiden, y eso es lo más grave, la posibilidad de alimentarnos directamente de nuestra tierra, a través de lo producido por campesinas y campesinos que ahora ven sus territorios amenazados.
Miguel Concha Malo*
*Filósofo, sociólogo y teólogo; director general del Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria, OP, AC
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