Beirut, Líbano. Que uno viaje no significa que cese de leer y explorar la literatura relevante que marca las tendencias del siglo XXI, en particular en materia energética, la cual expone la vulnerabilidad de sus dos principales consumidores globales: Estados Unidos y China –específicamente en materia de hidrocarburos–, países que resultan ser también las dos primeras superpotencias geoeconómicas del planeta. En este sentido, Michael Klare –considerado uno de los óptimos geopolitólogos de la energía– expresa su polémica tesis sobre “La nueva Guerra de los 30 Años”, en el portal Common Dreams (26 de junio de 2011), que clasifica a los “vencedores y perdedores” de “la gran batalla por venir de la energía”.
Recordemos que en materia política la original Guerra de los 30 Años del siglo XVII (de 1618 a 1648) –una genuina guerra teológica del mundo europeo cristiano, de querellas entre papistas y reformistas que puso en la picota la supremacía del Vaticano– desembocó en la creación del estado moderno en Westfalia que asentaba, como pregonaba el original nazareno (mensaje que no entendieron sus seguidores burócratas quienes resultaron más adictos al poder terrenal que al espiritual), la separación de los asuntos estatales de los metafísicos. La metáfora que utiliza Klare es de triple autorrremuneración intelectual. Primero: no aparenta ser pacífica; segundo: asemeja el inicio de la modernidad política en suelo alemán –es decir, Occidental– al obligado despegue tecnológico, y tercero: aporta la bitácora cronológica de un nuevo orden terrenal en materia energética. Independientemente del respeto a las tesis pasadas de Klare, debo confesar que su metáfora no me conmovió. Todo lo contrario: consiguió deprimirme (más de lo mismo de las añejas guerra energéticas con otras armas tecnológicas entre los amos y esclavos del nuevo género), quizá por pecar en mi caso de clásico humanismo renacentista. Como que la próxima “guerra de los 30 años”, esta vez en materia energética, peca de la ausencia de un marco axiológico –que algunos extraviados semánticos suelen aparear con la ecología de reciente introducción–. Me disgusta su salvajismo que finalmente desemboca en una ecuación muy primitiva de “ganadores y perdedores” que ignora la unicidad de la biósfera y desconoce los imperativos de la bioética (el puente entre humanismo y tecnología).
Para Klare, los humanos siguen siendo inmutablemente los mismos desde el paleolítico inferior (no obstante Westfalia en el siglo XVII). Realizados los reproches renacentistas humanistas y axiológicos de rigor, expulguemos la tesis de Klare sobre sus “vencedores y perdedores” energéticos.
Klare padece de belicismo energético y su batalla se sitúa en el mundo de “libre mercado” entre las trasnacionales que abastecen la energía y los países que la consumen. Ahora que apenas se destapó la revuelta de los oprimidos globales, ¿seguirá existiendo de aquí a 30 años el mismo modelo decadente y degradante del “libre mercado” y del control de los recursos energéticos de los países por las mismas depredadoras trasnacionales? De la respuesta a esta pregunta prospectivista dependerá la selección y el apogeo de la energía por venir. Klare elucida su selección cronológica de 30 años: “el lapso que toma a los sistemas experimentales de energía como poder del hidrógeno, etanol celulósico, poder de ondas, combustibles de algas y reactores nucleares avanzados (sic), para hacerlos posible desde el laboratorio hasta el desarrollo industrial a plena escala”. Considera difícil predecir al “vencedor” –especialmente en el entorno salvaje del “libre mercado”– pero no olvida recordar, con justa razón, que “la utilización de los presentes combustibles como el petróleo y el carbón que se escupen (sic) se desplomarán probablemente”, amén de la disminución de su abasto.
No son momentos para discutir si su disminución llevó al despertar ecológico de las trasnacionales y naciones anglosajonas que todavía detentan el oligopolio de los cárteles de los hidrocarburos, pero por lo menos emerge un marco conceptual en el que, a mi juicio, la futura energía deberá ser limpia, tanto por motivos estéticos como éticos.
Klare defiende su belicismo energético: “habrá guerra debido a que la probabilidad futura o aún la supervivencia (sic) de muchas (sic) de las más poderosas y ricas trasnacionales en el mundo estarán en peligro, debido a que cada país tiene potencialmente una participación de vida y muerte en la contienda”. Llama la atención que Klare proponga un nuevo “Westfalia energético” sobre el cadáver del verdadero “Westfalia político”, que creó el Estado moderno europeo, hoy a la deriva en la eurozona. Para las cuatro gigantes trasnacionales petroleras anglosajonas –la británica British Petroleum, la angloholandesa Dutch Shell y las estadunidenses Chevron y Exxon Mobil– “su mutación eventual del petróleo tendrá masivas (sic) consecuencias económicas” , cuando se verán “forzadas a adoptar nuevos modelos económicos e intentarán arrinconar (sic) nuevos mercados basados en la producción de productos alternativos de energía”. Aduce que sea probable que surjan nuevas trasnacionales que compitan con las gigantes. Hasta por su secuencia de abordaje, Klare se preocupa más de la suerte de las trasnacionales petroleras anglosajonas que por el destino de las naciones y sus pueblos (constantemente subyugados).
Como en el pasado reciente aconteció (y todavía sucede), por el control del petróleo y el gas el destino de los países estará marcado por “la competencia de fuentes globales de energía y sus mercados” –un asunto de la básica y máxima “seguridad nacional”, mas estatal que trasnacional–, quizá entre el litio y el níquel (para los vehículos eléctricos), lo cual “disparará la violencia armada (sic)”.
Klare repite lo consabido de que “no existe manera para que el presente sistema de energía pueda satisfacer los futuros requerimientos del mundo”. Pasadas la depredación de la naturaleza por las trasnacionales y la depleción (término químico técnico del “agotamiento” del consumo de las materias primas) de los hidrocarburos, los oligopolios plutocráticos de todos los tiempos se preparan a su enésima depredación y depleción.
Las ciencias no son el fuerte de Klare. Después de arremeter tanto contra la extracción de hidrocarburos en los sitios no convencionales como contra las variedades de gas bituminoso, coloca al gas natural como “el líder de los contendientes” para sustituir al petróleo y al carbón. El gas natural representa “el fósil de la transición”.
Nada nuevo bajo el sol: desde la invasión anglosajona a Iraq ya había detectado la tendencia hacia el cambio a la utilización del gas natural. Klare coloca en un tambaleante segundo lugar a la energía nuclear, la cual, después del desastre de Fukushima ha sido puesta en la picota. Klare intenta vender la idea de “pequeñas plantas nucleares modulares” que sería mejor discutir después de que se le haya pasado el pánico a la humanidad y se haya realizado un análisis costo-beneficio y un inventario de los daños y perjuicios de Fukushima con un enfoque humanista renacentista que pretende ser distorsionada por la interesada visión de corruptos físicos nucleares que le venden su alma al peor postor y al mejor impostor con el fin de ocultar el desastre nuclear por el pésimo manejo gerencial. Klare apuesta lo consabido a la energía eólica y solar que pasarán a contribuir al 4 por ciento del total (muy poco por cierto) que se produzca en 2035.
China, Alemania y España (el país de los molinos de vientos del quijotismo financierista) tendrán su ventaja competitiva. Luego vienen los polémicos biocombustibles y las algas creativas. Los biocombustibles de la primera generación (derivados criminalmente del maíz y la caña de azúcar, lo que ha contribuido a la crisis alimentaria global cuando las trasnacionales desean que los hambrientos coman ahora “motores”) dejarán su lugar a la segunda y tercera generación que provendrían de plantas de celulosa. En forma interesante, tanto la petrolera Exxon Mobil como el Pentágono desarrollan nuevas cepas de algas que se reproducen rápidamente y que pueden ser convertidas a biocombustibles. No suena mal pero no hay que perder de vista el principio primum nihil noscere (“lo primero es no dañar”), aplicable al equilibrio biosférico.
Sobre el hidrógeno, reconoce que ya no es la promesa esperada como lo son ahora la energía geotérmica y la onda energética. Sobre la promisoria energía geotérmica admite sus serios problemas dada la necesidad de explorar en las entrañas de la Tierra, lo cual ha ocasionado en algunos casos “pequeños(sic) terremotos”.
En síntesis, fuera de alguna sorpresa revolucionaria en la tecnología energética, no luce muy halagüeño que se diga acerca del panorama para los próximos 30 años que deberá antes pasar por la transición de la “revolución del gas natural”, mientras se optimiza la eficiencia energética: maximizar la producción económica para el mínimo de input (ingreso) energético que impulse la innovación en su transporte, construcción y diseño del producto. Más que en un recurso propiamente dicho, Klare coloca su “apuesta” en “sistemas de energía que sean descentralizados, fáciles de hacer e instalar, y que requieran relativamente modestos niveles de inversiones asequibles”, al estilo de las laptops modernas, en comparación con las gigantes computadoras de la década de 1960. A su juicio, la promesa se encuentra en las fuentes renovables de energía y en los combustibles avanzados (sic) que puedan ser producidos a escala menor para ser incorporados en forma descentralizada en la vida cotidiana de las comunidades y a los niveles de las vecindades. Los “países” que puedan miniaturizar y descentralizar las fuentes de energía tendrán la mayor probabilidad de emerger como las economías vibrantes de los próximos 30 años. ¿Será?
El problema no es tanto la innovación energética, que seguramente ocurrirá (como ha demostrado la creatividad humana en momentos de apremio), sino su control geopolítico y geoeconómico por entidades individuales (verbi gracia las trasnacionales omnipotentes) o por los estados (democráticos o autoritarios).
Klare da vuelta en círculos sobre la definición del control tecnológico por los estados o las trasnacionales, y parece inclinarse , como en el caso de los combustibles derivados de las algas, por el dúo específicamente estadunidense entre una trasnacional petrolera (Exxon Mobil) con el Pentágono, lo cual delata en última instancia el control militar de la inventiva energética con mecanismos neoliberales de libre mercado que representa la consustancialidad ideológica del modelo anglosajón que se pretende eternamente superior a los demás (cuando en la actualidad exhibe su patética deriva financierista). De esto no habla Klare quien se circunscribe cómodamente a su guión inductivo.
Tengo más dudas sobre la mutación energética de la dupla anglosajona, que ha mostrado su codicia y rapiña con su financierista colonialismo global desde el siglo XVIII, que de la baja emisión de gases invernadero (que supuestamente provocan el muy controvertido cambio climático, que muy bien pudiera ser de naturaleza galáctica y no antropogénica, como reza la espuria propaganda “científica” anglosajona). No es nada improbable que Estados Unidos y Gran Bretaña, al haber perdido su apuesta bélica de control petrolero y gasero en Irak hayan decidido buscar otras fuentes alternativas de energía (donde tendrían la mano alta de la ventaja tecnológica) para cesar su peligrosa dependencia del petróleo del Medio-Oriente. Más temprano que tarde se sabrá.
*Catedrático de geopolítica y negocios internacionales en la Universidad Nacional Autónoma de México
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