Sao Paulo, Brasil. Sionistas son quienes abogan por la supremacía de Israel e impiden que los palestinos tengan un Estado independiente con derecho a tener –como todo Estado constituido– Fuerzas Armadas.
El conflicto actual entre israelíes y palestinos tiene raíces en la Biblia, en especial en el Libro de Josué –escrito en el siglo XII antes de Cristo–. No todo en él tiene bases históricas.
Según el relato, Dios habría asumido una postura de colonizador. Cuando el pueblo hebreo terminaba la travesía por el desierto después de huir de Egipto, le habría dicho a Josué –heredero de Moisés–: “Pasa este Jordán, tú y todo este pueblo, a la tierra que yo les doy a los hijos de Israel. Yo os he entregado, como le había dicho a Moisés, todo lugar que pisare la planta de vuestro pie” (1,2-3).
Entonces Josué envió dos espías a Jericó. Fueron acogidos por la prostituta Raab, quien figura en la genealogía de Jesús descrita por Mateo (1,5). El rey de Jericó ordenó que los expulsaran, pero Raab los escondió. Más tarde, les indicó cómo podían fugarse.
La “tierra prometida” –conocida como Canaán– no era un espacio vacío. Comprendía los territorios que ocupan actualmente el Líbano, Siria, Israel y Jordania. Allí habitaban los pueblos cananeos: hititas, heveos, ferezeos, gergeseos, amorreos, y jebuseos, hoy conocidos como palestinos. En la época del dominio griego, muchos pasaron a ser conocidos como fenicios, sobre todo, los que vivían en el litoral.
El asalto a Jericó dio por resultado una masacre: “destruyeron a filo de espada todo lo que en la ciudad había: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, hasta los bueyes, las ovejas y los asnos” (6,21). Sólo la traidora Raab –según el punto de vista palestino– o la heroína Raab –según el punto de vista israelita– y su familia se salvaron. “Consumieron con fuego la ciudad y todo lo que en ella había; solamente pusieron en el tesoro de la casa de Jehová la plata y el oro, y los utensilios de bronce y de hierro” (6,24).
La mayoría de los pueblos cananeos fue exterminada, excepto los gabaonitas –quienes fueron sometidos a la esclavitud–, y los jebuseos, –a los cuales se les concedió el derecho a seguir viviendo en Jerusalén–. Ya casi centenario, Josué instruyó a su pueblo: “Os he repartido por suerte, en herencia para vuestras tribus, estas naciones, así las destruidas como las que queden, desde el Jordán hasta el Mar Grande, hacia donde se pone el sol” (el Mediterráneo) (23,4). Y admitió al final de su vida: “Os di la tierra por la cual nada trabajasteis, y las ciudades que no edificasteis, en las cuales moráis; y de las viñas y olivares que no plantasteis, coméis” (24,13).
Además de legitimar el sionismo, el Libro de Josué sirvió de referencia a las Cruzadas y la colonización de América. La arqueología ha comprobado que el relato carece de credibilidad histórica. Aunque Jericó fuera la ciudad más antigua del mundo, en aquella época no existía.
Investigaciones arqueológicas indican que muchas ciudades cananeas consideradas conquistas de Josué no existían a fines de la Edad del Bronce tardía. Entre ellas, la capital de los amorreos, Arad, Jericó y Hai, cuya caída se describe con detalle.
Otras ciudades que se consideraba que habían sido arrasadas de una sola vez por la conquista fueron en realidad destruidas durante un periodo de tiempo que abarcó varias generaciones (Kochavi, M. The Israelite Settlement in Canaan in the Light of Archaelogical Evidence, Biblical Archaelogy Today, Jerusalén, v. 430, no. 3, 1985).
Como Moisés murió antes de llegar a la “tierra prometida”, el relato atribuido a Josué es una forma de los israelitas de compensar la frustración mosaica. Es un error tomar la Biblia al pie de la letra o como un libro histórico o científico. Se trata de un documento religioso repleto de mitos e injertos de tradiciones más antiguas. Es la hermenéutica chata, literal, lo que nutre el fundamentalismo.
Como si Dios hubiera reservado aquel territorio del Medio Oriente para un determinado “pueblo elegido”. No obstante, esos textos antiguos siguen alimentando el imaginario y el comportamiento de los sionistas. Hasta el punto de que el actual Estado de Israel –que se jacta de ser democrático– no posee una Constitución. Es un Estado teocrático.
Mientras no se reconozcan los derechos del pueblo palestino, como exige la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la guerra no tendrá fin. Podrá tener pausas, pero la tensión persistirá.
Frei Betto*/Prensa Latina
*Escritor brasileño y fraile dominico; teólogo de la liberación; educador popular y autor de varios libros
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