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Veinte años en prisión

Publicado por
Enrique Aranda Ochoa *

Al volver a la ciudad de la cual salí hace 2 décadas no pude reconocerla. Más allá de las obvias transformaciones urbanísticas (casi babilónicas a mis ojos aún no manchados de asfalto) de algún modo me latigueó el contemplar ciertas expresiones de la gente en la calle: resignación, indiferencia, fastidio, “callada desesperación”; una sorprendente cantidad hablando por celular, otros encerrados en sus propias rejas invisibles, ¿acaso esa apatía extrema de las masas que precede a los totalitarismos? Algo ha cambiado en todo caso, pero al mismo tiempo todo sigue igual, sólo más cerca el presagio de una catástrofe largamente anunciada, el monstruo de asfalto al borde del infarto vial con sus 7 millones de automóviles circulando diariamente y que convierten prácticamente todas las horas del día en horas pico, lejos ya la urbe que cantaron vates como Efraín Huerta (con amor-odio), atrapada toda nostalgia libertaria y bucólica, cualquier añoranza frayluisdeleonesca (“Que descansada vida la del que huye del mundanal ruido y sigue la escondida senda…”).

Algo sé de hacinamientos: los reclusorios Norte y Sur son vivos y dramáticos ejemplos de ello, constituyéndose el cautiverio, en varios casos, en la prolongación de la tortura por otros medios; estuve en el lugar al que nadie quiere ir después de sufrirlo en carne y mente propias (“orden de muy arriba”). El infierno rara vez coincide con las figuraciones de nuestra imaginación, aunque a veces es como lo tememos, o peor: desquiciante cuadrícula de las planchas de concreto entreverada de barrotes y de la minuciosa malla de acero, coordenadas condenadas de una “geometría enajenada”, sin horizonte alguno, apresado el presente fragmentario y discontinuo (como en el infierno de El Bosco). Un ambiente hostil signado por restricciones: no esto, no aquello, no lo otro: no). Entre los muchos momentos difíciles ahí padecidos recuerdo con especial amargura la muerte de mi padre y el cáncer de mi hermana menor, la más solidaria.

Extorsiones, motines, riesgos reales en la defensa de los derechos humanos, trato discriminatorio, arbitrariedades administrativas, tarifas para todo –el reino del bisnes, industria de la miseria– son algunas de las linduras que amenizan la permanencia en lugar tan singular, de entrenamiento intensivo e incesante en técnicas de sobrevivencia y donde, con frecuencia, no se sabe quién peca más, si los de beis (internos), los de negro (custodios), o los variopintos (empleados y autoridades). Se trata de un sistema que autoperpetúa eficazmente su corrupción, eliminando incluso los elementos que podrían hacer contrapeso (como los técnicos penitenciarios, que en su inicio eran 33 por turno y tenían línea directa con la Subsecretaría y que ahora son sólo seis y ya sin comunicación directa con la central). Es el sitio donde las cosas más nimias cobran desmesurada proporción; casa del sufrimiento, nido de desesperación, de incurable nostalgia por la “lleca”. Ahí se puede atisbar y bordear el profundo abismo de otra persona, algún protagonista de un caso intensamente dramático que conmovió a la opinión pública, reconciliándonos mejor con nuestra propia naturaleza o con la circunstancia vital que nos ha tocado en suerte escenificar; aunque ¿quién podría excluirse del todo de llegar a caer en una situación semejante?

Creo haber desarrollado una visión inédita de la cárcel, casi surreal y metafísica, condimentada con su dosis de crudeza revueltiana y revulsiva que he puesto en escena en mi novela sobre el tema. Esta forzada convivencia con los de más abajo deja lecciones de vida, inapreciables enseñanzas, mostrando a veces con espanto y otras con admiración la ingente gama de lo humano, el matizado espectro de sus posibilidades sombrías y luminosas. Cuando mi propio camino se entiniebló, una llama palpitante siempre me precedió, hendiendo la oscuridad: el vital apoyo de la familia y de las organizaciones, como el del Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria, a quienes doy gracias interminables. Particularmente afrentoso fue sufrir los atropellos de algunos juzgados (sobre todo de la Primera Sala del Tribunal Superior de Justicia del Distrido Fedral –TSJDF–, que prolongó de modo del todo injustificado el martirio), un poder intocable en México el Judicial, que no rinde cuentas pues no contamos siquiera con un observatorio ciudadano que dé cuenta de sus complicidades y componendas. Y lo mismo puede decirse del terrorismo mediático que ejerció en contra nuestra Tv Azteca.

Empero, por extraño que parezca agradezco a los hados la cárcel, como en el soneto de Borges a Cervantes (habiendo también hecho un trabajo literario que ahora empezaré a difundir), siéndome la celda matriz de (re)nacimiento, vuelta la mirada al interior, donde me aguardaba el hallazgo de perdurables y verdaderas riquezas, la transmutación de mi propio ser, descubriendo el poder del servicio, habiéndome ayudado el ayudar a otros, sobre todo a través de las clases que impartí de Kundalini Yoga, lo que me otorgó la verdadera boleta de libertad en la vida, liberado ya de multitud de apegos esclavizadores, proponiéndome ahora compartir esta milenaria sicotecnología con mucha más gente que de este lado permanece encadenada o entre rejas impalpables, creyendo que basta ir a cualquier sitio para demostrar su libertad. ¿Es también la cárcel todo aquello del exterior a lo que no se puede ir al estar encerrado? Sí, pues no poder llegar hasta tu ser verdadero es estar encerrado en el resto del mundo, cautivo de una barbarie “civilizada”. Vital, pues, desarrollar la conciencia universal de formar parte de un todo mayor, despertar de la pesadilla colectiva en que está inmersa esta tierra tantas veces heroica, plexo solar del Continente Americano y en donde “la rosa llama de los rubios llanos” se extiende en un incendiario y devorador desasosiego por el que estamos a punto de ser arrasados.

Hay cierta contundencia arquetípica en la cifra 20. Variados ejemplos literarios parecen corroborarlo; así en Alejandro Dumas (no sólo por el título de una de sus más famosas novelas, o porque, en El Conde de Montecristo, Edmundo Dantes concreta su amor por Mercedes 2 décadas después), en Charles Dickens (en Historia de dos ciudades el doctor Manette padece cerca de la misma cantidad de años en prisión); desde luego, la referencia clásica es la de Ulises demorándose ese mismo tiempo en retornar a Ítaca y a los amorosos brazos de Penélope. Incluso la unidad de tiempo más conocida de los mayas es el katún, que agrupa precisamente 20 de sus años solares, base de todo su admirable sistema de cómputo del fluir temporal.

Recientemente hasta se ha postulado un biorritmo del planeta que pulsa cada 2 décadas (el próximo evento, según esto, se daría el 12 de agosto de 2023). Al menos en mi caso ha constituido el ciclo cumplido de una transmutación de los apegos más densos a los desprendimientos más sutiles. Como Ulises, trataré de permanecer en mi centro interior, atado al mástil de mi sadhana o disciplina espiritual, a fin de no extraviarme con el incitante canto de las sirenas, porque 20 años son nada.

*Literato; desde prisión obtuvo más de 15 galardones por su obra literaria, entre los que destacan la obtención (tres veces) del Premio Nacional de Poesía Salvador Díaz Mirón (1998, 2001 y 2008), otorgado por el Conaculta-INBA; dos (2003 y 2008) del Premio Nacional de Cuento José Revueltas; y el premio México Lee en 2011. Durante su estadía en prisión fue declarado preso político por organismos nacionales e internacionales de derechos humanos

Enrique Aranda Ochoa*

[BLOQUE: OPINIÓN][SECCIÓN: ARTÍCULO]

Contralínea 480 / del 21 al 26 de Marzo, 2016

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