En 2017, la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) cuenta con un presupuesto de 3 mil 982 millones 370 mil pesos etiquetados específicamente para funciones de seguridad pública, a pesar de que recientemente la institución ha reconocido que carece de facultades legales en esa materia.
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Del monto total, 3 mil 145 millones 410 mil pesos se destinarán a su Programa de Seguridad Pública; 759 millones 30 mil a su Programa de Justicia Militar; 61 millones 910 mil a derechos humanos (sic), y a su Programa de Igualdad entre Mujeres y Hombres 16 millones 10 mil pesos.
En total, la dependencia que encabeza el general secretario Salvador Cienfuegos Zepeda habrá gastado 18 mil 26 millones 490 mil pesos para esa función, en lo que va del actual gobierno: 3 mil 445.74 millones en el primer año de Enrique Peña; 3 mil 528.42 millones en 2014; 3 mil 426.79 millones en 2015; 3 mil 643.17 millones en 2016, y los casi 4 mil millones de este año.
Para el antropólogo Abel Barrera, director del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan, “en esta nueva oleada de militarización, con la estrategia de guerra y de oposiciones contra el narcotráfico, vemos un acrecentamiento de la violencia, de la inseguridad y la multiplicación de los grupos de la delincuencia organizada”.
Entrevistado por separado, el abogado Pedro Faro, director del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, coincide: “los diagnósticos revelan que las violaciones a los derechos humanos están aumentando [por la militarización del país]”.
Agrega que “no se puede decir que, a 10 años de que el Ejército está afuera [de sus cuarteles], haya disminuido la violencia en los territorios donde han detenido criminales. Pese a todos los capos que han capturado y a los que han ejecutado en lo que llaman la letalidad perfecta, pareciera que [el crimen] es interminable: el enemigo que ha marcado el Estado mexicano, como tal, es inacabable. Cuando lo combaten se reproduce”.
Datos oficiales de la Sedena refieren que su principal “contribución” a la seguridad pública consiste en la “coordinación permanente con los gobiernos de las entidades federativas, a través de 32 grupos” –uno por entidad– destinados a atender “problemas de seguridad pública, incidencia delictiva, delincuencia organizada, movimientos sociales, procesos electorales, grupos transgresores armados y el Plan DN-III-E” (para emergencias).
Para ello, la Sedena cuenta con 142 bases de operaciones mixtas en 22 entidades, consideradas zonas de alto riesgo por inseguridad pública. En éstas participan hasta 3 mil 300 militares y hasta 1 mil 300 civiles por estado.
La inversión en el campo de la seguridad y en la participación del Ejército en esas tareas no ha derivado en mejorías para la sociedad, señala en entrevista con Contralínea el antropólogo Abel Barrera.
Ejemplifica con el caso de Guerrero: “Somos el estado menos pacífico, como lo señaló el informe del Índice de paz 2016, donde los costos de la violencia son muy altos y el estado es muy pobre. Así, pobreza y violencia es el binomio trágico de Guerrero, con casos graves como las desapariciones forzadas, como el de los 43 jóvenes desaparecidos de la Normal [Rural de Ayotzinapa], y las ejecuciones que en algunas colonias ha cometido el mismo Ejército”.
Para el defensor, las violaciones graves a los derechos humanos “hablan de la falta de controles internos dentro del mismo Ejército, pero también de lo que ha significado que un instituto castrense se coloque por encima del marco legal y que no haya autoridad civil que le pida cuentas”.
Cada año, los legisladores han autorizado el multimillonario gasto de la Sedena en labores de seguridad pública o interior, revelan cinco estudios elaborados por la Dirección de Servicios de Investigación y Análisis de la Cámara de Diputados.
Las investigaciones El presupuesto público federal para la función seguridad pública –para los ejercicios de 2013 a 2017– refieren que los más de 18 mil millones de pesos se han ejercido a través de cinco unidades responsables: la Jefatura del Estado Mayor de la Defensa Nacional, la Procuraduría General de Justicia Militar, la Dirección General de Justicia Militar, la Presidencia del Supremo Tribunal Militar y la Dirección General de Derechos Humanos.
De ésas destaca la Jefatura del Estado Mayor, a la que se le ha destinado la mayor parte del recurso público. Así, entre 2013 y 2017, ésta ha concentrado el 79 por ciento del gasto: 14 mil 281 millones 80 mil pesos.
Según el reglamento de la Sedena, el Estado Mayor de la Defensa Nacional es un “órgano técnico operativo, colaborador inmediato del general secretario, a quien auxilia en la planeación, desarrollo, seguimiento y desahogo de los asuntos de la competencia de la Secretaría, coordinando las actividades de los diversos órganos administrativos”.
En forma oficial, la Sedena indica que su función se reduce a “coadyuvar en el mantenimiento de la seguridad interior y el orden constitucional”. No obstante, la debilidad de las corporaciones policiales le ha dado un papel protagónico en la seguridad pública.
Esto se refleja en sus propias estadísticas: para las labores de seguridad pública actualmente mantiene no sólo las 142 bases de operaciones mixtas en 22 entidades del país, sino también despliega permanentemente 182 unidades con sector militar asignado, en todo el territorio nacional.
Aunque los datos abiertos de la Secretaría de la Defensa Nacional no detallan en qué consiste su Programa de Seguridad Pública, sí revelan sus tareas de vigilancia del territorio y el espacio aéreo, a través de lo que llama “acciones de disuasión”.
Éstas se refieren a los “reconocimientos terrestres y aéreos en todo el territorio nacional, a fin de disuadir alguna pretensión de querer desestabilizar la paz social, respetando en todo momento los derechos humanos de las personas”.
La información oficial refiere que esas acciones incluyen patrullajes (mensualmente se realizan más de 180 mil terrestres y 2 mil 300 aéreos), en los que participan más de 120 mil efectivos.
Una de las entidades en las que más participación ha tenido el Ejército en el ámbito de la seguridad pública es Guerrero. Ahí, la Sedena en coordinación con el gobierno estatal, cuenta con 28 bases de operaciones mixtas.
Respecto de la presencia militar, el antropólogo Abel Barrera considera que “a mayor militarización, mayor violencia y también mayor presencia de grupos de la delincuencia en las diferentes regiones del estado. Hoy podemos decir que después de esa militarización, y a pesar de los operativos que se han instrumentado, Acapulco, Tierra Caliente, Chilpancingo, Zihuatanejo, Iguala, Coyuca de Benítez y Chilapa siguen siendo las regiones más violentas, que forman parte de la lista del horror”.
Desde Tlachinollan –con sede en Tlapa–, Barrera ha sido testigo de las secuelas de la participación del Ejército: “No ha habido resultados positivos. La militarización ha alentado el uso de la fuerza y la violencia, ha generado mayores casos de violaciones a derechos humanos. Porque hoy ya no sólo tenemos a las familias de desaparecidos en la Guerra Sucia, sino también a las familias de Chilapa que reclaman la presentación con vida de más de 100 personas; en la región de Iguala se habla de más de 60 desaparecidos. Tenemos a los familiares de Chilpancingo; al movimiento de familias de Acapulco, que está reclamando a sus familiares. Estamos hablando de cuatro lugares emblemáticos de la violencia y la inseguridad. Y no digamos de la Tierra Caliente, porque ahí las familias están silenciadas, no se animan a romper el silencio y a exigir la presentación de sus familiares y castigo a los responsables”.
Como parte de sus “labores policiales”, el Ejército realiza cinco tipos de operativos: para reducir la violencia, regionales, de erradicación intensiva, de intercepción y de apoyo a la seguridad pública.
En 2016, por ejemplo, participó en 14 operaciones coordinadas con otras instituciones federales “para reducir la violencia en las regiones del país donde existen altos índices de violencia, con el fin de generar así un ambiente de paz y tranquilidad para la población”.
Pero en el tema de seguridad interior la Sedena no sólo colabora con instituciones nacionales de carácter federal, estatal y municipal, sino también con extranjeras, aunque no revela identidad ni nacionalidad de las mismas.
Tal es el caso de las misiones de vigilancia y reconocimiento aéreo del territorio nacional, donde habrían participado “instituciones internacionales”. De éstas, realiza un promedio anual de 330, para las cuales se emplean plataformas de vigilancia aérea Embraer 145 y aviones King Air BE-350 ER, de la Fuerza Aérea Mexicana.
El resultado de estas misiones en 2016, indica la dependencia, fue la intercepción de 20 aeronaves no identificadas que derivaron en el aseguramiento de ocho de ellas, así como de 5 mil 254.85 kilogramos de mariguana, 207.04 kilogramos de cocaína, 21.38 kilogramos de heroína, 2 mil 123.30 kilogramos de metanfetaminas, 17 vehículos terrestres, cuatro armas y 1 mil 500 litros de gas avión.
Y es justamente el combate al narcotráfico el tema con el que se ha justificado la actual militarización del país. Bajo ese pretexto, la Sedena también mantiene 75 puestos militares de seguridad fijos y móviles, conocidos como retenes, “que cuentan con equipos tecnológicos de inspección y revisión no intrusiva”; emplea plataformas aéreas de la Fuerza Aérea Mexicana para la intercepción y seguimiento de vuelos ilícitos, y actúa coordinadamente con el Sistema de Administración Tributaria en las aduanas mexicanas.
Para México, esta militarización ha traído consigo un alto costo social. Entre 2013 y lo que va de este año, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) ha emitido 11 recomendaciones contra la Sedena por diversas violaciones a las garantías individuales.
No obstante, los atropellos en los que incurre el personal militar son muchos más. Al respecto, los datos abiertos de la Sedena revelan que, en 2016, la Unidad de Vinculación Ciudadana atendió “15 casos en los que resultaron víctimas directas e indirectas, cuya afectación resultó de la presencia militar en las calles”.
Según la dependencia, en esos 15 casos se logró conciliar “con los legítimos beneficiarios”. Es decir, la Secretaría pagó indemnizaciones “de manera solidaria, como parte de la reparación del daño y ofreciendo atención médica y sicológica de acuerdo con el daño sufrido”.
La Sedena reconoce que estas acciones “coadyuvan a mantener la imagen institucional y evitar quejas y recomendaciones ante esta Secretaría de Estado por parte de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos”.
Pero la imagen institucional de la Sedena no está a salvo. En este año se ha presentado uno de los casos más graves de violación a los derechos humanos, que a decir de la organización Amnistía Internacional ha implicado una ejecución extrajudicial. Se trata del caso de Palmarito, Puebla, ocurrido el 4 de mayo pasado, y del que posteriormente se dio a conocer un video donde se aprecia el momento en el que un militar dispara a un presunto delincuente ya sometido.
“Se debe apostar por la política de invertir en las fuerzas de seguridad ciudadana y no en fuerzas de seguridad militar: los militares se forman para matar, no para defender, para proteger, como lo harían las fuerzas de seguridad ciudadana. Por eso vemos que la seguridad pública en México es un total fracaso, porque está coludida con el crimen organizado”, señala en entrevista con Contralínea el abogado Pedro Faro.
Agrega que se puede cambiar esta lógica de guerra a partir de atacar al crimen organizado desde sus finanzas: “desde los bancos que lavan ese dinero, que sigue siendo utilizado para enriquecer tanto al crimen como a quienes colaboran con éste, incluyendo a funcionarios municipales, estatales y federales. Es un negocio redondo que está implicando una situación terrible, y el gobierno no está tocando como punto neurálgico”.
La ausencia de un marco normativo que regule la participación del Ejército en labores de seguridad pública ha sido un severo señalamiento por parte de defensores de derechos humanos en la última década. Pero ahora también es una bandera política de la Sedena.
En fechas recientes, el propio secretario Cienfuegos ha impulsado ante el Congreso de la Unión la iniciativa de Ley de Seguridad Interior, para regular la actividad que les fue encomendada a las Fuerzas Armadas en diciembre de 2006, cuando el entonces presidente Felipe Calderón declaró la supuesta “guerra” contra el narcotráfico. Dicha ley facultaría a los militares estar en las calles, para “garantizar la seguridad pública y la paz social”.
Sobre este tema, el 19 de febrero pasado el general Cienfuegos Zepeda admitió públicamente: “Los militares reconocemos la voluntad y los esfuerzos que realiza el Congreso de la Unión para dotar al Estado mexicano de una Ley de Seguridad Interior: instrumento jurídico que delimitará obligaciones y atribuciones para cada una de las autoridades del país en esta materia, incluyendo como última instancia la participación de las Fuerzas Armadas, bajo un principio de gradualidad.”
Para Pedro Faro, director del Centro Fray Bartolomé de las Casas, resulta preocupante el debate de la Ley de Seguridad Interior, “que inéditamente está exigiendo el Ejército Mexicano como una acción para legalizar su estancia en los territorios, así como sus acciones y operaciones en todo el país”.
En entrevista, el defensor señala que, con esa exigencia, la Sedena reconoce “que ha estado [en las calles] de manera ilegal, violando constantemente los derechos humanos de los mexicanos. A 10 años de la permanencia del Ejército fuera de sus cuarteles, eso es evidente con las ejecuciones extrajudiciales, los desplazamientos, las desapariciones forzadas. Tanto, que se le ha denominado como una epidemia de violencia equiparable a una situación de guerra, como lo que sucede actualmente en Siria”.
Para el abogado, la Ley de Seguridad Interior apuesta “a mantener este estatus que no ha dado ningún resultado. Un estatus de guerra donde el paradigma de la violencia lo que está generando y va a seguir generando en caso de que se apruebe esta ley son más violaciones a los derechos humanos en nuestro territorio”.
Problema que, además, no sólo se reduce a la violencia, sino que abarca la impunidad. “El Ejército sigue gozando de la protección de las mismas autoridades civiles, que se supeditan al poder militar. Es decir, pesa mucho el instituto castrense por encima de lo que pueda resolver un juez civil. Entonces todavía no hay esa garantía a las víctimas de que se va a juzgar, se va a atender la gravedad de los casos con todo el rigor de la ley y, sobre todo, como lo marcan los principios internacionales que protegen a las víctimas de violaciones a los derechos humanos”, explica el antropólogo Abel Barrera.
Agrega que “este ambiente de impunidad hace que los mismos elementos castrenses tengan campo libre para actuar como policías, como ministerios públicos. [El Ejército] actúa con toda esa protección, y hace todo como si estuviera por encima de las instituciones civiles. Lo que va en detrimento del estado de derecho y del fortalecimiento de las instituciones de justicia en el ámbito civil, y robustece más la presencia del Ejército no sólo como una fuerza represiva, sino también como un actor político que tiene poder, que tiene presencia y que obviamente impone su ley y que hace que siga imperando la impunidad”.
Para la elaboración de este trabajo se solicitó la versión de la Sedena, a través del general brigadier Marco Antonio Álvarez, director general de Comunicación Social. Hasta el cierre de esta edición no se obtuvo respuesta.
La deuda de la Guerra Sucia
En Guerrero, la militarización es un tema de décadas. Abel Barrera, antropólogo y director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, explica que “existe la militarización de la década de 1970 con una lógica de contrainsurgencia: el Ejército se posicionó de algunas regiones para contener el movimiento social, sobre todo la organización de grupos armados guerrilleros, y para poder también tener el control de ciertas regiones. Éste es el antecedente que se dio en Guerrero y del que también es necesario decir sus resultados: lamentablemente, en términos de los saldos, más de 600 fueron desaparecidos durante la Guerra Sucia, centenas de familias desplazadas por la misma militarización que se dio con la estrategia de ir a arrasar con algunas comunidades y pues también casos de ejecuciones y tortura.
El defensor Abel Barrera critica que de esos crímenes nunca se ha rendido cuentas. “Esta justicia del pasado en Guerrero, a pesar de que se creó la Comisión de la Verdad, no tuvo ninguna repercusión legal más que un informe que lamentablemente el mismo gobierno invisibilizó. No ha habido cuentas claras de los saldos de esta militarización. Seguimos arrastrando esta cauda de dolor, que es la herida abierta aquí entre las familias de desaparecidos que siguen buscando a sus hijos, como es el caso de Tita Radilla, que sigue peleando por la presentación de su padre Rosendo Radilla, y cuyo caso llegó a la Corte Interamericana”.
Los saldos de la militarización en Chiapas
Chiapas es otra de las entidades donde se ha apostado el Ejército para combatir a la guerrilla. Al respecto, el abogado Pedro Faro, director del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, indica que como defensores han documentado el aumento de la violencia por esa presencia militar.
“A partir de 1994 se instalaron más de 90 campamentos militares que se desplegaron para cercar al Ejército Zapatista de Liberación Nacional en las tierras recuperadas por los pueblos originarios. A partir de eso vimos que esos campamentos militares persisten en una lógica de guerra. En la década de 1990 se hablaba, porque nunca dieron un dato oficial, de entre 50 mil y 70 mil efectivos en Chiapas que estaban cercando sobre todo la zona gris para detener al EZLN.”
El defensor de los derechos humanos recuerda que en la zona de expansión fue donde ocurrió la masacre de Acteal, los desplazamientos masivos, las ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas.
“Éstas son las consecuencias de la militarización. A partir de la ocupación militar en este escenario del conflicto armado interno en Chiapas, lo que se generaron fueron violaciones a los derechos humanos y las víctimas principales fueron de la población civil.”
Para el abogado Pedro Faro, ahora la militarización en Chiapas ha cambiado su lógica, aunque no abandona del todo el combate hacia el EZLN. “Ahora los campamentos que se están construyendo son para detener la migración de los países hermanos de Centroamérica.
“El muro real [de Estados Unidos] se traslada a los límites de Chiapas y Guatemala. Ahí se están construyendo una serie de campamentos militares para la seguridad nacional en esta lógica de detención de migrantes”.
Nancy Flores
[PORTADA]
Contralínea 542 / del 05 al 11 de Junio de 2017
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