Cordoba, Veracruz.- Juana Vázquez sabe que está muriendo lentamente; lo sabe porque a partir del 3 de mayo de 1991 su vida se ha convertido en una interminable lista de padecimientos cada vez más crónicos.
Y lo comprende porque la causa de sus males le ha otorgado un penoso récord a México: el tercer lugar internacional en contaminación del medio ambiente, por sustancias tóxicas.
Por David Jaramillo Velásquez
Con pasos cansados, apoyada en un sucio palo de escoba, doña Juana camina entre sus plantas de anturios y confiesa que le inquieta saber si logrará ver algo de aquella justicia que ha esperado infructuosamente por 11 largos años, que indudablemente haría menos indignos sus padecimientos.
Como la señora Juana, entre 213 y 300 personas hoy fallecidas sabían que su destino dependería de aquel viernes, cuando estalló la fábrica de plaguicidas Agricultura Nacional de Veracruz, SA (Anaversa). El siniestro se tradujo en el derrame de 22 mil litros de sustancias químicas y plaguicidas como fenolciacético, fosfuro de zinc, de exacloruro de benzeno alfa, lindano, malatión y BHC. Es decir, un coctel mortíferos.
Si bien el número de quienes perecieron a causa de este accidente aún no es claro, debido a la indiferencia y el olvido de las autoridades, existen algunos indicios:
En 1993, el secretario de la hoy desaparecida Asociación de Afectados de Anaversa, Eduardo Rodríguez Olivares, indicaba que la cifra ascendía a 213; mientras tanto, reportes periodísticos posteriores señalan hasta 300 fallecidos.
Por otro lado, tampoco se tiene cálculo preciso del total de personas afectadas, pero el especialista en toxicología de la UNAM, Jorge Arturo de León –quien durante 11 años se ha dedicado a investigar el caso–, asegura que las directamente afectadas son 20 mil personas, aunque potencialmente los 150 mil habitantes de Córdoba están en riesgo de presentar alguna consecuencia.
Para comprender las dimensiones del suceso, Greenpeace México ha dado a conocer un comparativo irrefutable: “Córdoba, Veracruz ocupa el tercer lugar mundial en contaminación del medio ambiente, por las sustancias tóxicas liberadas en este siniestro. El segundo y primer lugar, corresponden a Seveso, Italia (1976), con un saldo de casi 37 mil 500 afectados; y Bophal, India (1984), con más de cuatro mil muertos y casi 300 mil enfermos.
En la mente de los habitantes de Córdoba pervive una imagen estremecedora: el resplandor de aquel mediodía cedió ante una nube cegadora de polvo y humo blanco, que después se tornó verdosa y naranja. Antes de eso, la única visión que tuvieron quienes vivían en un perímetro de 12 colonias a la redonda, fue la de un hongo tóxico -parecido al de Hiroshima– de 40 metros de diámetro.
Al principio, a Juanita le costó trabajo comprender que aquella imagen tuviera una relación directa con su nuevo cuerpo y su cada vez más reducida expectativa de vida. Al año del siniestro descubrió un tumor en su pecho que le fue extirpado tras una serie de adversidades y gastos que enfrentó sola. Luego estuvo a punto de perder la dentadura y recientemente “empezaron los problemas más serios; me falla la vista, soy hipertensa, soy propensa a la cirrosis, estoy mal del hígado, tengo várices en el esófago, gastritis erosiva que me ocasiona vómitos y evacuaciones descontroladas, y anemia”, dice.
A sus 70 años de edad y para superar el cuadro anterior doña Juana requiere tres donaciones de sangre bimestrales, y la verdad es que tanto su pensión como la venta de sus anturios no alcanzan para estas transfusiones, que cuestan mil 500 pesos cada una.
Los casos de cáncer comenzaron a surgir en 1993 en lo que se llama aparición temprana, debido a que antes del incendio los pobladores de Córdoba estuvieron expuestos a la incineración clandestina de los desechos tóxicos que se hacían por las noches durante 25 años consecutivos.
En su investigación epidemiológica, el doctor De León ha observado que de mil 500 casos, 47 por ciento ha resultado afectado directamente por la inhalación de los tóxicos; también asegura que de cada 21 mujeres embarazadas en el primer trimestre de 1991 y de 1992, 20 por ciento tuvo hijos con malformaciones congénitas, cuando se supone que una cifra aceptable es de una o dos malformaciones en diez mil nacidos vivos.
Otro grupo afectado fue el de los bomberos, rescatistas y voluntarios, de los cuales un número importante ha fallecido. Cinco bomberos perdieron la vida a un año y medio del incendio, cuando antes no tenían ninguna complicación grave de salud. Durante su intervención en el siniestro no contaron con el equipo necesario.
José Luis Martínez Arreola, de 68 años de edad y 47 de servicio como bombero, aún se estremece al recordar los nombres de sus compañeros caídos debido al silencioso coctel asesino de sustancias tóxicas, a las que estuvieron expuestos aquel viernes 3 de mayo: el subteniente Angel Barrientos Salas; los tenientes Guadalupe Barrientos Salas y Mario Rojas Alvarez; los capitanes Fernando T. Moreno y Moisés Portilla Fonseca.
Según el capitán, el cuerpo de bomberos desconocía los químicos que manejaban en esa compañía, suponía que ahí los envasaban, pero no que los fabricaban. Revisa sus recortes de periódico y recuerda la preocupación que les aquejaba a él y a sus compañeros por el riesgo de que un tanque de combustible estallara en cualquier momento, mientras ellos luchaban por mantenerlo lejos de las llamas que devoraron la fábrica. “En cualquier momento pudo explotar -narra-, nosotros dimos todo lo que pudimos y aun así fuimos condenados por la comunidad.”
Las muertes de los bomberos y los centenares de afectados han quedado en una cifra fría para el recuento de los hechos, pero los sobrevivientes no se resignan a ello y piden justicia. Y cuando la lucha cansa echan mano del recuerdo de una mujer que les enseñó a mantenerse en pie hasta el último día de su vida.
Doña Judith Regina Mayo empezó a participar en todas las marchas, mítines, caravanas, firmas, denuncias. Padecía una aplasia de médula ósea a consecuencia de los tóxicos liberados; a pesar de ello y de su silla de ruedas estuvo presente cada vez que se requería. Al fallecer, sus hijos y vecinos cargaron su ataúd y se plantaron frente al Palacio Municipal en gesto de su última protesta. Pero ninguna autoridad dio respuesta alguna.
A una década del incendio, el silencio ha prevalecido entre las filas de los altos funcionarios que entonces debieron hacer frente al siniestro y sus consecuencias, entre ellos: el gobernador del estado de Veracruz, Dante Delgado Ranauro; el secretario de Desarrollo Urbano y Ecología (Sedue), Patricio Chirinos -que después sería gobernador del estado-; el secretario de Salud, Jesús Kumate, y el presidente municipal de Córdoba, Bernardo Cessa Camacho.
Para el investigador De León, los estudios de la SSA “han sido rebasados, los funcionarios de esa institución sólo están preocupados en negar que los efectos vayan a ser catastróficos; lo que se debió hacer fue organizar un amplio equipo de trabajo para tratar de revertir los efectos negativos del siniestro, pero esto no ha sucedido a lo largo de 11 años.
Por su parte, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), el 29 de octubre de 1991, por medio de su presidente Jorge Carpizo, emitió la recomendación número 99/91 dirigida a Jesús Kumatey a Patricio Chirinos.
La CNDH ordenó a ambas secretarías investigar exhaustivamente los motivos por los cuales se concedieron a la empresa Anaversa las licencias sanitarias, que obviamente no cumplía con los requisitos indispensables para operar.
En segundo lugar, se establece que la SSA tenía la responsabilidad de realizar un censo de la población expuesta de manera aguda a la contaminación, realizando estudios epidemiológicos y de colinesterasa, informando de los avances periódicamente a la CNDH.
El tercer punto se enfoca a los estudios de la Sedue para valorar la demolición del inmueble de la empresa. El cuarto punto se refería a que ambas secretarías debían informar a la población de Córdoba, Veracruz y a la CNDH, acerca de sus avances.
En quinto lugar, difundir a la opinión pública en qué consiste el Plan de Contingencia para Accidentes Ambientales; cuándo y cómo debe operar, y qué organismos públicos son los encargados de realizarlo, señalando explícitamente la competencia y responsabilidades de cada uno de ellos.
A la fecha, la CNDH considera esta recomendación como parcialmente cumplida, según un informe de este organismo.
Otra institución involucrada es la Universidad Nacional Autónoma de México, que si bien su Consejo Técnico aprobó los recursos técnicos y económicos para que el doctor Jorge Arturo de León y un equipo de estudiantes realizaran un estudio de campo, Juan Ramón de la Fuente, entonces director de la Facultad de Medicina, “violó el contrato colectivo de los trabajadores al negar en los hechos todo tipo de recursos económicos y técnicos”.
Pero ni la indolencia de las autoridades, ni el mar de historias que ha debido recabar han mermado el paso del doctor De León, quien sin recursos y sí con mucha voluntad se ha volcado a hacer una labor exhaustiva para dar a conocer la injusticia de Anaversa.
A causa de sus investigaciones, ha recibido amenazas y hasta la expulsión de la máxima casa de estudios, sin importar los 25 años de trabajo en los que se desempeñó como profesor de medicina.
Hay cosas que De León no tolera, cada vez que visita a la pequeña Rita se convence de que deberá continuar con su trabajo hasta las últimas consecuencias. Las evidentes malformaciones que Rita ha ido acumulando en sus siete años de vida no menguan toda la inocencia y la ternura de que es capaz. El doctor sabe que sus ojos hundidos son una exigencia viviente de que el caso de Anaversa debe aclararse y los culpables deben rendir cuentas.
En su largo trayecto, De León ha descubierto que desde 1970 llegaron a la región, respaldadas por los gobiernos estatales y federales, industrias como Fertimex, ISI de México y ACA de Inglaterra, todos ellos potenciales productores de sustancias nocivas, prohibidas en gran parte del mundo por ser causales de cáncer.
Apenas diez años después, las ganancias de Anaversa son de 13.3 billones en el mercado mundial, que significan una cantidad superior a la deuda externa latinoamericana de aquel entonces.
“Los intereses económicos, ayer como hoy son gigantescos, la población sin estar enterada de los riesgos fue expuesta de manera crónica a estas sustancias”, explica De León.
Y al final de cuentas parece que todo se resume a montos económicos muy altos. Debido a las consecuencias del incendio, el dueño de Anaversa, Luis Javier Quijano, fue requerido a pagar una multa de 119 mil viejos pesos, que no pagó.
Por el contrario, cobró un seguro de daños por tres millones 500 mil viejos pesos, mediante la actual aseguradora Zurich.
Contralínea 7 / Octubre 2002