En este 2018, el desenlace de dos elecciones presidenciales aceleró la reconfiguración prácticamente total del mapa político latinoamericano, que había experimentado una importante transformación entre finales del siglo XX, y principios del XXI, con el llamado giro a la izquierda o ascenso de los gobiernos nacional-populares.
Con ganadores diametralmente opuestos, tanto en sus trayectorias políticas, sus ideas, en su proyecto-país y en sus devociones republicanas, los comicios mexicanos y brasileños seguramente pasarán a la historia como el punto de inflexión de un nuevo tiempo en la región.
En México –segunda economía de América Latina y número 13 a nivel mundial–, Andrés Manuel López Obrador obtuvo una contundente victoria el pasado 1 de julio, con el 53.2 por ciento de los votos (correspondiente a poco más de 30 millones de personas), un 30 por ciento mayor que el contendiente más cercano, el candidato Ricardo Anaya del Partido Acción Nacional (PAN).
Una votación que bien puede considerarse la más aplastante condena popular al modelo neoliberal impuesto al país desde la década de 1980, por los gobiernos del Partido Revolucionario Institucional y del PAN, y que dejó como herencia un insultante aumento de la pobreza, la desigualdad social, la concentración de la riqueza, la corrupción, la violencia y el crimen organizado, y una sistemática entrega de la soberanía nacional y de las más emblemáticas conquistas de la Revolución Mexicana (como la nacionalización de los hidrocarburos, en el gobierno de Lázaro Cárdenas) frente a los intereses de los Estados Unidos y del capital extranjero.
En el caso de Brasil, primera economía latinoamericana y sexta en el mundo, si bien la elección del nuevo presidente se dirimió en dos rondas de votación en el mes de octubre, estas sólo afirmaron la magnitud del triunfo del capitán Jair Messias Bolsonaro, quien obtuvo el 55.13 por ciento de los votos en el ballotage (es decir, con el respaldo de casi 58 millones de personas).
Neoliberal, defensor de los intereses de las Fuerzas Armadas en la Cámara de Diputados, racista, homofóbico y anticomunista a ultranza, Bolsonaro ha hecho carrera política como congresista defendiendo tesis conservadoras y controversiales, coleccionando “militancias” en casi una decena de partidos.
Su giro hacia las iglesias neopentecostales en 2016, así como su complicidad manifiesta en el proceso de impeachment contra la presidenta constitucional Dilma Rousseff ese mismo año –que abrió las puertas del golpe de Estado que llevó a Michel Temer a ocupar el Palacio de Planalto– catapultaron su vertiginoso ascenso hasta la presidencia del país.
Ambos líderes están prontos a asumir formalmente sus nuevos cargos: López Obrador rendirá juramento como presidente el 1 de diciembre, en una ceremonia con la cual pretende reivindicar el principio de no intervención enmarcado en la Doctrina Estrada, que fue históricamente el eje de la política exterior mexicana hacia América Latina y el mundo. Para este acto han sido invitados los mandatarios de 28 países, entre ellos Estados Unidos, China, de la Unión Europea y, por supuesto, de toda América Latina y el Caribe.
La ya confirmada presencia del venezolano Nicolás Maduro augura que México se desmarcará del Grupo de Lima, conformado por un manojo de gobiernos serviles a los planes de acoso y desestabilización de la Revolución Bolivariana. Además, el embajador de Rusia en Ciudad de México anunció que gestionará una pronta reunión entre López Obrador y Vladimir Putin. México se aproxima así a los enfoques de multipolaridad en el sistema internacional, y se distancia del vasallaje al unilateralismo al que lo sometió Washington, especialmente desde los gobiernos de George W Bush.
De la toma de posesión del nuevo presidente brasileño, que ocurrirá exactamente un mes después, el 1 de enero de 2019, es poco lo que ha trascendido hasta ahora, más allá de la participación del primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu. Sin embargo, sus manifiestas afinidades con la actual administración de los Estados Unidos (recordemos que Steve Banon, mano derecha de Donald Trump en su primer año de gestión, también fue asesor de campaña del capitán Bolsonaro) y los guiños permanentes con los gobiernos de derecha de Argentina, Chile y Colombia, auguran que Brasilia será una punta de lanza de la geopolítica de Washington en América Latina.
Lo cierto, en todo caso, es que la restauración conservadora ha ganado en Brasil una plaza sumamente valiosa y estratégica en el sur del continente, y desde allí apuntalará sus armas para permanecer en el poder –aunque su gobernabilidad sea frágil–, mientras las izquierdas latinoamericanas recomponen sus fuerzas para intentar desplegar una nueva ofensiva que evite el descalabro que se atisba en el horizonte neoliberal de nuestros días.
En el contexto actual, México y el gobierno de López Obrador están llamados a cumplir una misión de contención y resistencia, evocando el papel de faro de esperanza que ya una vez supo desempeñar en la historia de nuestra América. Una tarea nada fácil, tomando en cuenta la complejidad de los desafíos que impone la coyuntura interna mexicana y la oposición que ya anuncian los enemigos del cambio y de la cuarta transformación del país.
En su reciente Historia global de América Latina (2018, Alianza Editorial), Héctor Pérez Brignoli afirma que “al final de 2 siglos de camino” nos encontramos “en una encrucijada donde las flechas apuntan en direcciones encontradas y hacia senderos sin salida”. ¿Hacia dónde iremos en los próximos años? ¿Lograremos resolver esta encrucijada que nos interpela? ¿Será posible detener el avance del neofascismo y construir una nueva alternativa popular? He aquí algunas de las cuestiones cruciales para nuestro futuro inmediato.
Andrés Mora Ramírez*/Prensa Latina
*Docente e investigador del Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional.
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