Inspirado en el ejemplo de Moctezuma y Cuitláhuac, Cuauhtémoc resistió y continuó la lucha hasta el último aliento. Cortés jugó a la mala; durante el sitio a Tenochtitlan, mandó matar a pobladores que salían a pescar, o buscar yerbas y cortezas de árboles para comer. Iban desarmados; sin embargo, cientos de ellos fueron asesinados. Fue un genocidio.
Bernal narró que, en Mataltzingo y Tulapa, jurisdicción de Ixcateopan, Cuauhtémoc –a quien llamaba Guatemuz– tenía muchos parientes por parte de madre, y juntaron un ejército para apoyar la defensa (Díaz del Castillo, 1975, p. 414). Sin embargo, Cortés mandó a Andrés de Tapia a combatirlos.
También, el invasor dijo que estaban esperando el socorro de Mataltzingo, su principal expectativa. El pueblo natal de Cuauhtémoc no iba a abandonarlo (Cortés, 1963, p. 126). Pero los refuerzos fueron atajados por el ejército español.
El 24 de julio de 1521, penetraron en la ciudad; quemaron casas y edificaciones; atacaron el hueyi teocalli, y tenían ya el control de tres cuartas partes de la ciudad de México-Tenochtitlan. Prendieron la casa de Cuauhtémoc. El traidor Ixtlixóchitl tomó preso a su hermano, Coanacoch, tlahtoani de Texcoco, y se lo entregó a Cortés, quien lo cargó de cadenas.
Grandes combatientes, como Temilotzin, que era el tlacatecatl, Coyohuehetzin, Texilacatzin, que venía de Ixcateopan, Tzoyotzin y Temutzin, en medio de disparos de ballestas y arcabuces se arrojaban contra los españoles causándoles gran daño y, con sólo verlos, el espanto cundía entre las tropas enemigas.
Había comenzado la pestilencia, el hambre, la sed. La mayoría de los defensores estaban muertos. Asimismo, se apretó el sitio, y las calles se llenaron de cadáveres. La situación se había perdido y, para que la población no fuese sujeta a mayores males, el tlahtocan y Cuauhtémoc se vieron orillados a tomar una amarga decisión: rendir México-Tenochtitlan.
El 12 de agosto, dieron a conocer el último mensaje en voz de Cuauhtémoc: Nuestro sol se ocultó/ Nuestro sol se perdió de vista/ Y en completa obscuridad nos ha dejado/ Pero sabemos que otra vez volverá/ Y nuevamente nos alumbrará/ Pero mientras allá esté en la mansión del silencio/ Muy prontamente reunámonos, estrechémonos/ Y en el centro de nuestro ser ocultemos Todo lo que nuestro corazón ama/ Y sabemos que es gran tesoro/ Destruyamos nuestros recintos al principio creador/ Nuestras escuelas, nuestros campos de pelota/ Nuestros recintos para la juventud/ Nuestras casas para el canto y el juego/ Que solos queden nuestros caminos/ Y que nuestros hogares nos encierren/ Hasta cuando salga nuestro nuevo sol/ Los papacitos y las mamacitas Que nunca olviden conducir a los jóvenes/ Y enseñarles a sus hijos mientras vivan/ Cuán buena ha sido Hasta ahora nuestra amada tierra Anáhuac / Al amparo y protección de nuestros destinos / Por nuestro gran respeto y buen comportamiento/ Que recibieron nuestros antepasados / Y que nuestros papacitos muy entusiastamente Sembraron en nuestro ser/ Ahora nosotros ordenaremos a nuestros hijos/ No olviden informar a sus hijos/ Cuán buena será Cómo se levantará y alcanzará fuerza / Y cuán bien realizará su gran destino/ Esta nuestra amada madre tierra Anáhuac.
Este mismo mensaje se ha encontrado traducido a 13 distintas lenguas indígenas y resuena hasta nuestros días en el Anáhuac, dándole fuerza y esperanza a los mexicanos.
Los mexicas veían venir un ciclo negativo: el de los nueve señores de la noche. Éste duraría 468 años antes de que volviera a salir el sol en el Anáhuac; ya se ha cumplido.
Se habían replegado a Tlatelolco, donde libraron la última batalla. Al no tener ya alternativa alguna y para evitar más destrucción y muerte, el 13 de agosto de 1521, se dio la última pelea en México-Tenochtitlan, luego de 80 días de feroz resistencia.
Cuauhtémoc se dirigió a acordar la rendición con Hernán Cortés. Iba en su acalli (canoa), acompañado de Tecuixpo –la hija menor de Moctezuma–. Fueron rodeados por una fuerza superior; resultó en su captura. Iba a enfrentar a Cortés junto con Tetlepanquetzal, tlahtoani de Tacuba, dos cabezas de la Triple Alianza, a cumplir su misión, ya que Coanacoch, tlahtoani de Texcoco, había sido capturado por su hermano, Ixtlixochitl (1952).
Ya frente a Cortés, Cuauhtémoc sacó su puñal y se lo dio al español: “Mátame con él si puedes…”. De esta manera, lo retó a un combate singular para decidir la contienda, pues era la costumbre mexica en casos similares.
No se estaba rindiendo, como inventó Bernal Díaz del Castillo, sino que daba la última pelea. Combatió cómo pudo, dónde pudo, hasta dónde pudo, como lo hicieron los anteriores tlahtoanis, quienes se enfrentaron a las huestes conducidas por los europeos.

Las figuras de los defensores del Anáhuac: Moctezuma, Cuitláhuac y Cuauhtémoc, al frente de un pueblo indoblegable, siempre seguirán siendo ejemplo en las luchas que hoy libra el pueblo de México contra los nuevos colonialistas. Nuestros héroes nunca serán olvidados.
Hernán Cortés contaba con gran número de aliados indígenas que buscaban, al combatir con los españoles en contra de la Triple Alianza –México, Tacuba, Texcoco–, y establecer una nueva hegemonía que dominara el Anáhuac. Nunca pensaron que, una vez ganadores, Cortés los traicionaría; se adueñaría del triunfo colectivo; destruiría completamente la civilización; le daría el poder al rey de España, e impondría el colonialismo bajo dominio europeo.
En 1519, había entre 25 y 30 millones de habitantes originarios. En 1650, sólo se contaban 1 millón 200 mil sobrevivientes. Murieron 14 de cada 15 habitantes. Mientras, Cuauhtémoc sufrió prisión y tortura, a pesar de que se había pactado la paz. Según las costumbres del Anáhuac, cuando un pueblo era vencido y lo aceptaba, cesaban las agresiones.
De igual manera, se aceptaban los términos del vencedor: se acababan los ataques; la vida se normalizaba y se buscaba volver a armonizar las relaciones sociales, siempre respetando al vencido. En esos términos tradicionales del Anáhuac, pactó el tlahtoani de México-Tenochtitlan.
El 13 de agosto de 1521, Cuauhtémoc comenzó a sufrir prisión. No estaba solo. Fueron aprehendidos los miembros de la Triple Alianza. Lo acompañaban Tetlepanquetzal, tlahtoani de Tacuba; Coanacotzin, tlahtoani de Texcoco, y también estaba su dualidad, el cihuacoatl de México-Tenochtitlan, Tlacotzin. Lo acompañaba su esposa Tecuixpo Ichcaxóchitl, hija de Moctezuma Xocoyotzin, y varios dirigentes más.
Se los llevaron presos al cuartel general de Cortés en Acachinanco, que era el embarcadero sur de la ciudad, hoy conocido como barrio de San Antonio Abad (Guzmán, 2000). Cuenta la historia que esa oscura y triste tarde comenzó a llover torrencialmente. El cielo lloraba a mares. Llovió, relampagueó y tronó hasta la medianoche. Se vino encima la oscuridad.
Sin respeto al acuerdo sostenido con el dirigente mexica Cuauhtémoc, según el cual al tenerlo a él en prisión se haría la paz y cesaría la violencia, los españoles comenzaron a saquear la ciudad, a robar oro, plata, joyas, plumas y mantas.
Se había establecido que, durante tres días y sus noches, los habitantes de México-Tenochtitlan podían tener oportunidad de salir. Miles se marchaban, familias enteras, niñas y niños hambrientos, enfermos, sucios… tristísima escena.
Entonces, desde una azotea, los invasores comenzaron a disparar con un cañón a la multitud. Mataron a muchos y comenzó la huida masiva de las familias. Los españoles los registraban por si traían alguna pieza de oro, y a las mujeres las manoseaban sin pudor.
En la ciudad, todo fue saqueo y atropello. Unos salían por las calzadas; otros, por agua, y aun en esas condiciones, los españoles seguían masacrando a la gente y buscando mujeres para quedarse con ellas y esclavizarlas. Así mostraron los europeos crueldad sin límites; una maldad que no era conocida en el Anáhuac, cuyo mundo se derrumbaba.
Secuestraban jóvenes y les ponían una marca con hierro candente en la cara como signo de esclavitud, para hacerlos de su propiedad; les ponían precio y los subastaban.
Raptaban mujeres para venderlas o para abusar de ellas; además de mantenerlas a su servicio, sujetas a sus caprichos. Convertían a la gente en “bestias de carga”. Les hacían dejar sus pueblos ancestrales para ir a morir en las minas o en las plantaciones, repartidos como esclavos herrados en los rostros.
Luego de la invasión, los poblados fueron arrasados y los habitantes masacrados. Las grandes obras de arquitectura y urbanización se destruyeron, así como los canales, acueductos y sistemas de drenaje. Los escombros de la ciudad demolida fueron arrojados al agua.
Durante la colonia fueron rellenando con piedras, cascajo y tierra todo el complejo sistema hídrico, los lagos y ríos de la cuenca de México. Esto provocó continuas inundaciones. Comenzó la destrucción completa de esa maravilla de ciudad que Cuauhtémoc tanto amó y defendió.

Él junto a Tetlepanquetzal y Coanacoch fueron humillados al colocarles cadenas de hierro y retenerlos en Coyoacán, donde se establecieron Cortés y sus huestes, mientras se reconstruía la ciudad. Al día siguiente, llevaron a Cuauhtémoc a su casa –hoy plaza e iglesia de Santo Domingo–, la registraron, revolvieron todo en busca de oro y, al no encontrarlo, de coraje quemaron vivo a uno de sus amigos (Guzmán, 2000).
En Mexico-Tenochtitlan y en Tlatelolco, de la tierra y de la sangre derramada, brota la resistencia y la lucha, donde se forjan mujeres y hombres, quienes defenderán su cultura. En esa situación, se dan a conocer los verdaderos seres humanos. Así se reveló Cuauhtémoc, que resistió con gran dignidad. Con su ejemplo, nos pasó la estafeta a generaciones futuras que seguimos en pie de lucha por nuestra tierra.
Se forjó así al formar parte de un pueblo y de una civilización comunitaria. Se formó en el Calmécac, en su cultura, en el amor y solidaridad con la que creció y se preparó para enfrentar todo con firmeza. Sólo así se explica por qué hizo lo que hizo, al frente de miles de valientes.
Hernán Cortés le exigía a su secuestrado oro y más oro, quería saber dónde se guardaban los tesoros. Venía de una sociedad en la que el oro era su Dios, una sociedad mercantil que atesoraba y enterraba ese metal.
Aquí no había tesoros en oro. Se usaba para adornos y para exhibirlo, no para acumularlo, ya que no era una sociedad mercantil y no tenía la ambición de acumular dinero; ni siquiera había propiedad privada. Los españoles despreciaron las preciosas plumas, admirables textiles y ricas pieles; sólo querían oro, y cuando lo encontraban en trabajos artísticos, los destruían para fundirlos en lingotes.
El oro estaba a la vista. Lo que encontraron –diademas, ajorcas para los brazos, bandas para las piernas, capacetes, discos– no le bastó a la insaciable ambición del invasor que creía que le estaban escondiendo un enorme tesoro en algún lugar recóndito y secreto.
Lo que Cuauhtémoc realmente atesoraba eran sus conocimientos ancestrales, su legado, sus buenas costumbres, además de toda la información y códices que escondió del invasor (Roldán, 1984).
Los crueles europeos, especialistas en su tierra en practicar las torturas más atroces, decidieron hacer hablar a sus prisioneros a toda costa, mientras disfrutaban con sadismo el sufrimiento que causaban a los heroicos defensores del Anáhuac, civilización que querían destruir sin que quedara huella alguna de su gran cultura.
El 21 de agosto, comenzó el tormento para Cuauhtémoc, Tetlepanquetzal, Coanacoch y Tlacotzin. Los torturaron de diversas formas; les quemaron los pies en aceite hirviendo, también las manos.
Miraba Tetlepanquetzal a Cuauhtémoc con extrema angustia y fue entonces cuando el joven le dijo para darle ánimos: “Yo no estoy en algún baño o temazcal”, y sufrió el tormento sin exclamar una palabra ni una sola queja, impávido. Así de bien entrenados estaban los guerreros mexicas. Luego de la brutal tortura, los amarraron a un palo de la casa de su abuelo, Ahuízotl.
Cortés incluso amenazó con quemar vivo a un asistente de Cuauhtémoc. Muchos de los dirigentes anahuacas, indignados, protestaron llenos de coraje. Y él los apresó, los sentenció a muerte; a unos los ahorcó, y a otros, fueron arrojados a los perros para ser despedazados.
Los codiciosos españoles seguían dedicándose a conseguir oro. Buscaban y esculcaban a la gente para quitarles lo que tuviesen en sus escudos, los bezotes que usaban en el labio, su luneta de la nariz, un pendiente, o lo que tuviera de aquel metal.
Lo que encontraban lo destruyen, fundiéndolo en barras de oro sin importarles su valor artístico ni cultural, mientras que desecharon con desprecio ricos arreglos de plumas de gran valor.
La devastación, el genocidio, el robo, el saqueo, dejar tierra arrasada, las violaciones masivas fueron la política que los invasores aplicaron aquí en el Anáhuac. Hoy siguen esta misma barbarie en Palestina, el sionismo, el imperio yanqui y sus aliados europeos.
Pablo Moctezuma Barragán*
*Doctor en estudios urbanos, politólogo, historiador y militante social
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