Recobrar la legalidad y el Estado de Derecho, ante la inseguridad e impunidad

Recobrar la legalidad y el Estado de Derecho, ante la inseguridad e impunidad

Martín Esparza: El neoliberalismo creó fortunas y narcogobiernos; la 4T defiende la soberanía energética con CFE y Pemex.
FOTO: ANDREA MURCIA /CUARTOSCURO.COM

En cualquier ámbito del país, la violencia, la injusticia y la impunidad evidencian el grave deterioro que el neoliberalismo impuso a la legalidad y al Estado de Derecho durante más de tres décadas. Esa descomposición no ha sido superada. Las viejas prácticas permanecen, sostenidas por grupos de poder económico que se empeñan en conservar sus privilegios y los contratos millonarios que les aseguraron influencia y dominio sobre las instituciones.

Si analizamos con detalle la génesis de muchos de los actuales supermillonarios mexicanos, resulta evidente el origen de sus fortunas. No surgieron del talento empresarial ni de una capacidad extraordinaria para competir.

No; su riqueza nace de las privatizaciones ilegales y la venta a precios irrisorios de más de mil empresas públicas que pertenecían al Estado mexicano, y por lo tanto al pueblo. Ese proceso comenzó con la llegada de la tecnocracia neoliberal durante el gobierno de Miguel de la Madrid Hurtado.

El desmantelamiento continuó y se profundizó en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, quien impulsó una nueva casta de “empresarios exitosos”, entre ellos Jorge Larrea y Carlos Slim, ahora celebrados en la lista Forbes. Su fortuna no provino de méritos propios, sino de haber recibido empresas públicas consolidadas con recursos nacionales, en sectores estratégicos como la minería, la telefonía y, posteriormente, durante la administración de Ernesto Zedillo, los ferrocarriles.

La pregunta resulta inevitable: ¿Qué juez, magistrado o ministro de la Suprema Corte alzó la voz para denunciar ese saqueo? La respuesta es simple: ninguno.

Desde entonces, la impunidad se instaló como norma, inseparable del ascenso neoliberal.

Esa élite empresarial, similar a la del Porfiriato, jamás mostró preocupación por el bienestar de millones de trabajadores, campesinos e indígenas. Los explotó con salarios miserables, despojos, represión y abandono, siempre con la complicidad del poder político.

Durante los seis sexenios de neoliberalismo, la teoría que afirmaba que elevar salarios provocaba inflación se convirtió en el argumento perfecto para justificar el empobrecimiento sistemático de la población. Mientras tanto, una minoría acumuló fortunas que la colocaron al nivel de las élites financieras globales.

La Constitución, las leyes y el Estado de Derecho quedaron subordinados a los intereses privados de los presidentes y sus aliados. Ninguno fue enjuiciado. Ninguno fue interrogado siquiera por el Poder Judicial ni por el Legislativo, igualmente cómplice, aunque entregaron el patrimonio del país.

A la par de ese proceso, se incubó el huevo de una hidra que hoy amenaza con devorar al país. Los tecnócratas que abrieron las puertas del Estado al negocio privado jamás calcularon que estaban integrando a grupos del crimen organizado en sus estructuras de enriquecimiento ilícito.

Aquella alianza selló el nacimiento de lo que ahora conocemos como narcogobiernos. Ese fenómeno detonó la violencia generalizada que baña el territorio nacional en sangre desde hace casi dos décadas.

La crisis tomó un giro irreversible cuando el expresidente Felipe Calderón Hinojosa decidió declarar la guerra a los cárteles que habían extendido su control sobre Michoacán. Esa decisión no respondió a una estrategia de seguridad nacional. Fue una maniobra mediática para intentar legitimar un gobierno obtenido tras el fraude electoral de 2006. El resultado fue una espiral de muerte que todavía no cicatriza.

La impunidad política se fusionó entonces con la criminal. Genaro García Luna, secretario de Seguridad en ese periodo, hoy preso en Estados Unidos, se encargó de administrar esa guerra. Su labor no consistió en perseguir a los grupos delictivos, sino en proteger a unos y combatir a otros. De esta manera, configuró un conflicto selectivo que incendió regiones enteras del país.

Esa política provocó el asesinato de miles de personas inocentes y el desplazamiento forzado de comunidades completas. El expresidente justificó esa devastación bajo la infame categoría de “daños colaterales”. Fue en ese gobierno cuando comenzó a crecer dramáticamente la cifra de personas desaparecidas en México.

A pesar de la devastación, en el terreno de la justicia no hubo sanciones. Nadie de los responsables directos de haber hundido al país en la violencia fue juzgado.

Del mismo modo que ninguno de los expresidentes que regalaron empresas públicas al capital privado enfrentó consecuencias legales. Tuvieron que pasar años para que fuera el gobierno de Estados Unidos quien, con pruebas contundentes, enjuiciara a García Luna por corrupción y complicidad en el tráfico de drogas hacia su propio territorio.

Si la ley se hubiera aplicado en México, tampoco se habrían permitido los despidos masivos e injustificados de trabajadores sindicalizados de Mexicana de Aviación durante el gobierno de Calderón. Ni habría sido posible expulsar a 44 mil trabajadores de Luz y Fuerza del Centro, agremiados al Sindicato Mexicano de Electricistas (SME), arrojados a la calle bajo la fuerza de armas y sin recibir derecho a defensa en un juicio digno.

Con el tiempo se comprobó que la desaparición de Luz y Fuerza del Centro no tuvo como propósito corregir supuestas ineficiencias financieras. Fue parte de una estrategia para desmantelar la industria eléctrica nacional y favorecer a empresas trasnacionales, como Iberdrola.

La lucha jurídica del SME avanzó hasta obtener una sentencia del Tribunal Colegiado de Circuito en Materia de Trabajo, que obligaba al expresidente a reconocer a la Comisión Federal de Electricidad como patrón sustituto. No obstante, Calderón ignoró la resolución y se negó a cumplirla.

En enero de 2013, ya bajo el gobierno de Enrique Peña Nieto, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) anuló el fallo del Tribunal Colegiado. Con ello quedó claro que los gobiernos del PAN y del PRI compartían el mismo proyecto: privatizar el sector energético. Poco después, ambos partidos, junto con el PRD y el Verde Ecologista, aprobaron la reforma energética que consolidó la entrega de los recursos estratégicos de México a intereses privados.

La reforma energética de 2013 completó el ciclo iniciado décadas atrás con la privatización de los bienes públicos. El discurso que la defendió prometía crecimiento económico, reducción de tarifas de electricidad y gasolina, así como un incremento en la inversión extranjera productiva. Ninguna de esas promesas se cumplió.

Lo que sí ocurrió fue la entrega sistemática de concesiones y contratos a empresas privadas de generación eléctrica, muchas de ellas extranjeras, que comenzaron a operar bajo reglas diseñadas a favor y en detrimento de la empresa pública.

Antes de la reforma, la Constitución establecía que el Estado debía mantener el control y la rectoría de los sectores estratégicos para garantizar el interés nacional. Con la modificación de los artículos 25, 27 y 28, esa obligación fue desmantelada.

Se abrió el mercado eléctrico a corporaciones que, sin invertir en infraestructura propia, pudieron utilizar las redes nacionales de transmisión y distribución construidas con recursos públicos. Ese modelo colocó a la Comisión Federal de Electricidad (CFE) en una posición de desventaja deliberada. No se trató de competencia, sino de una transferencia estructurada de recursos del Estado hacia el capital privado.

Los promotores de la reforma afirmaron que se trataba de modernizar el sector. Sin embargo, la lógica real consistió en convertir la energía eléctrica en mercancía y no en un derecho social. El acceso a la electricidad, indispensable para la vida cotidiana y el desarrollo de cualquier comunidad, quedó sujeto a las reglas del mercado y los intereses de las corporaciones. En esa lógica, la eficiencia económica se impuso sobre la justicia social.

La misma operación se replicó en la industria petrolera. La exploración y extracción de hidrocarburos se entregaron a empresas privadas mediante contratos con condiciones ventajosas respecto al Estado.

Mientras tanto, Petróleos Mexicanos (Pemex) fue sometido a un régimen fiscal que drenó sus ingresos, impidió su modernización y lo colocó como una empresa inviable. La narrativa que apuntaló ese proceso acusó a Pemex de ser una carga para la economía. En realidad, fue el Estado el que la estranguló financieramente para justificar su desmantelamiento y privatización.

Esa política energética no fue producto del error ni de la ingenuidad. Formó parte de una estrategia sostenida para subordinar los recursos estratégicos del país a intereses corporativos y geopolíticos externos. Los gobiernos que la impulsaron actuaron en contra del mandato constitucional de proteger la soberanía nacional. El costo de esas decisiones fue profundo: pérdida de autonomía energética, dependencia tecnológica y un incremento sostenido de la desigualdad social.

La recuperación de la soberanía energética no podía limitarse a un gesto simbólico ni a un simple cambio administrativo. Requería emprender una revisión profunda del marco legal y de las estructuras económicas que habían permitido el desmantelamiento del sector. Por ello, desde el inicio del nuevo gobierno se asumió que fortalecer a las empresas públicas no era solo una decisión de gestión, sino un acto de defensa del interés nacional.

En el caso de la Comisión Federal de Electricidad, se impulsaron acciones para restaurar su capacidad operativa y reequilibrar el mercado eléctrico. Esto incluyó la revisión de contratos que otorgaban ventajas desproporcionadas a empresas privadas, especialmente en la generación y comercialización de energía.

Se evidenció que las corporaciones, mediante mecanismos como la figura de “autoabasto”, habían construido simulaciones empresariales diseñadas para evadir obligaciones fiscales y regulatorias, mientras utilizaban la infraestructura pública sin pagar los costos reales de su mantenimiento.

La defensa de la CFE no respondió a una lógica de nostalgia estatal, sino a la certeza de que la energía eléctrica es un bien estratégico para el desarrollo de la nación. La empresa pública es la única que, por mandato constitucional, puede garantizar cobertura universal, acceso equitativo y tarifas que no se definan únicamente por la rentabilidad financiera. Ese principio resulta especialmente importante en un país donde amplios sectores de la población viven en condiciones de desigualdad y marginación territorial.

De manera paralela, la política petrolera cambió de dirección. Petróleos Mexicanos dejó de ser tratado como una entidad destinada a su propia extinción y se asumió como un actor central en la seguridad energética del país.

La estrategia incluyó la reducción de la carga fiscal, la inversión en infraestructura de refinación y la reactivación de yacimientos que habían sido abandonados por considerarse poco rentables bajo la lógica privatizadora. Se entendió que la autosuficiencia en combustibles no solo representa un objetivo económico, sino también un componente de la soberanía nacional.

La construcción de la nueva refinería y la rehabilitación del sistema existente respondieron a esa visión. Durante años se argumentó que México debía depender de la importación de combustibles para insertarse en la economía global.

Esa postura, sin embargo, generó una dependencia extrema que afectó la estabilidad económica y la seguridad energética. Recuperar la capacidad de refinación no significa aislamiento, sino la posibilidad de decidir desde el país y para el país cómo se distribuyen y se consumen los recursos estratégicos.

Este giro en la política energética enfrentó resistencias de grupos empresariales, organismos reguladores internacionales y sectores políticos que habían defendido el modelo privatizador.

Los argumentos en contra se presentaron como preocupaciones técnicas o ambientales, pero en el fondo defendían la permanencia de un sistema que beneficiaba a unos cuantos a costa de la mayoría. Sostener el rumbo exigió claridad política y la convicción de que el Estado no puede renunciar a su responsabilidad de garantizar el bienestar colectivo.

Martín Esparza*

*Secretario general del Sindicato Mexicano de Electricistas

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