Empeñadas en modernizarse, las fuerzas armadas mexicanas están tratando de cumplir un plan para transformarse en una organización del siglo XXI, con gran flexibilidad y movilidad terrestre, aérea y marítima. Sin embargo, esa meta está muy lejos de ser alcanzada aún y la institución está dando pasos atrás, cobrando características de policía y regresando a su vieja fama de estimular grupos paramilitares y violar con impunidad los derechos humanos.
A pesar de que las fuerzas armadas cuentan con unidades de despliegue rápido, fuerzas especiales y unidades multipropósito, lo cierto es que su intento de modernización ha carecido de una base política, jurídica y económica para llegar a concretarse.
La intención de modernizarse sin tener el respaldo de una política de defensa ha hecho que en lugar de avanzar, las fuerzas armadas queden estancadas o pierdan el terreno logrado.
En los últimos años, las fuerzas armadas habían logrado un avance político importante con la comparecencia de los secretarios de Defensa y Marina ante el Congreso; la creación de museos, bibliotecas y sitios de internet; la participación en seminarios universitarios, y la respuesta relativamente colaborativa a las peticiones de acceso a la información pública Gubernamental. Sin embargo, ese avance quedó opacado con la gruesa violación a los derechos humanos que unidades militares han cometido en la lucha contra los traficantes de drogas.
Al contrario de México, algunos países de América Latina como Chile, Brasil o Argentina han elaborado políticas de defensa nacional, basadas en leyes actualizadas y plasmadas en libros blancos de la defensa que sintetizan la discusión nacional de civiles, militares y expertos en el tema militar. Los gobiernos mexicanos han procurado no mencionar siquiera la existencia de esos libros blancos.
De esas políticas de defensa, los gobiernos latinoamericanos han desprendido una política militar apoyada por presupuestos que, aunque con altas y bajas, son debatidos y acordados en sus respectivos congresos. En el mejor de los casos, la modernización de las fuerzas armadas se acerca más a los objetivos del desarrollo del país y no tanto a los caprichos del gobierno o de la fracción en el poder. Ninguno de esos procesos parece haber sido puesto en práctica en el caso mexicano.
Interesadas más bien en conseguir el apoyo de los militares y mantener su neutralidad en cuestiones políticas, las fracciones parlamentarias y los partidos representados en el Congreso se han abstenido de incluir el tema de la reforma militar en sus plataformas electorales. Hasta el momento, las leyes relacionadas con las fuerzas armadas no han experimentado un cambio sustancial. De esta manera, las leyes militares mexicanas han seguido una inercia histórica que alcanza ya, en algunos casos, más de un siglo.
El marco constitucional de las fuerzas armadas mexicanas fue creado en la Constitución de 1857, y su última actualización ocurrió en 1917. Otras leyes secundarias son más recientes, pero ya tienen muchas décadas de existencia. El Código de Justicia Militar, por ejemplo, fue aprobado en 1933 en un momento en el que ni siquiera existía el Congreso mexicano.
Estudios futuros de las fuerzas armadas mexicanas ya habrán de demostrar la hipótesis de que esa negligencia legislativa para discutir y aprobar un nuevo marco constitucional para las instituciones militares ha sido más bien una expresión del interés político en mantener al poder militar lo más reducido y limitado posible, con tan sólo la fuerza suficiente para disuadir a movimientos sociales y políticos opositores, contener a grupos insurgentes y aplicar la violencia del Estado contra las bandas del crimen organizado.
Sólo así se explica que México tenga a una de las fuerzas armadas más pequeñas de América Latina, con 0.002 tropas per cápita, lo que representa una debilidad de defensa nacional considerando el tamaño del territorio nacional y de la población mexicana. Esta percepción de debilidad se alimenta también del hecho de que las fuerzas armadas mexicanas también son vistas como una institución con bajo poder disuasivo y nula experiencia de combate.
En comparación con otras fuerzas armadas, las de México han sido afectadas por el subdesarrollo. Mientras Brasil, Argentina, Chile, Ecuador y Perú tienen una capacidad naval considerable que incluye submarinos, la Armada de México ha sido considerada por los expertos y reconocida por los propios marinos como una guardia costera mal pertrechada.
México cuenta sólo con 10 buques de guerra y su antigüedad está a punto de cumplir de 50 a 70 años. El Nezahualcóyotl D-102, el único buque destructor de la Armada de México, fue equipo estadunidense construido en 1945 a finales de la Segunda Guerra Mundial. México habilitó el buque auxiliar Comodoro Manuel Azueta Perrillos, construido en 1943, como destructor.
Las cinco fragatas (dos Clase Bravo y tres Clase Allende), así como los tres buques tipo guerra anfibia fueron construidos durante la Guerra de Vietnam hace casi 50 años. Esas embarcaciones podrían arriesgarse a sufrir daño estructural cuando el estado del mar alcanza el grado 6 en la escala de Douglas. Los buques tipo patrulla oceánica no se quedan atrás, y algunos, como los de la Clase Leandro Valle, tienen en promedio 66 años de haber sido construidos.
La aviación de guerra padece de la misma condición de obsolescencia. México tiene una capacidad de defensa aérea casi simbólica y, afortunadamente para nuestro país, no hay en el horizonte ninguna necesidad inmediata de utilizarla. En caso de un conflicto armado con otra fuerza aérea, México usaría sus 10 aviones ligeros de combate F-5 Tiger II, de más de 30 años de antigüedad, para librar una batalla intensa y breve, antes de sucumbir ante flotas más numerosas y aviones militares más modernos.
La Fuerza Aérea Mexicana está orientada más bien a tareas de apoyo logístico, transporte de tropas, contención de la insurgencia y misiones de reconocimiento contra las drogas. La diferencia con el desarrollo de otras fuerzas aéreas es enorme. Brasil, por ejemplo, tiene 55 aviones F-5 Tiger II y cuenta, además, con una industria aeronáutica militar que está vendiendo ya unidades aéreas a Estados Unidos y México. Otros países aumentaron su arsenal aéreo cuando Estados Unidos retiró la prohibición de vender material bélico avanzado para América Latina en 1997. Además de sus 13 aviones F-5 Tiger II, Chile adquirió 28 aviones de combate F-16 Falcon, que son naves ligeras y versátiles con capacidad de ataque, interceptación, supresión de defensa aérea y reconocimiento.
La realidad de las fuerzas armadas mexicanas es que, con la capacidad y misiones que tienen, están mirando hacia dentro del país, no hacia afuera. El uso interno que cada presidente le ha asignado a las fuerzas armadas ha determinado sus características actuales. El énfasis en las misiones internas favoreció el crecimiento desproporcionado de las fuerzas de tierra, sobre sus pares de aire y mar.
Esta diferencia resulta más que evidente en la distribución de efectivos: las fuerzas armadas mexicanas se integran con cerca de 191 mil soldados en el Ejército, 52 mil en la Armada de México y 11 mil 500 en la Fuerza Aérea. La diferencia en presupuesto también es grande: la propuesta para 2010 indica 43 mil 623 millones de pesos para el Ejército y la Fuerza Aérea, y 16 mil 59 millones de pesos para la Armada de México.
Esta desproporción entre los elementos de tierra, mar y aire también tiene un impacto administrativo y jerárquico: la Fuerza Aérea depende del Ejército y no constituye una rama independiente con su propia estructura administrativa y cadena de mando, como sí ocurre en el resto de los ejércitos de América Latina. Aunque durante la administración del presidente Felipe Calderón han ocurrido operaciones conjuntas de las fuerzas armadas, la inexistencia de un Estado Mayor conjunto puede ser también un obstáculo para alcanzar una modernización y eficiencia militar completa. La desproporción de la cúpula militar también afecta la relación entre los generales de tierra, mar y aire, pues existen 45 generales de división y sólo 25 almirantes.
El predominio histórico de las fuerzas de tierra alcanza incluso a los ámbitos de la justicia militar y la seguridad social de las instituciones militares. En el Código de Justicia Militar está establecido que el presidente del Supremo Tribunal Militar, así como los cuatro magistrados, debe tener todo el grado de general de brigada. Según marinos consultados, nunca en la historia de la justicia militar mexicana ha habido ni un presidente del Supremo Tribunal Militar ni un procurador de Justicia Militar proveniente de la Armada de México. Aparentemente no hay impedimento para que los almirantes ocupen el cargo de magistrados, pero hasta ahora México no tiene a oficiales ni jefes de la Armada expertos en derecho.
Por otra parte, la división territorial del Ejército es otra de las características que no ha cambiado desde hace 63 años, cuando el país era predominantemente rural. A pesar de la concentración demográfica en las ciudades, la división territorial del Ejército sigue siendo prácticamente la misma desde que los presidentes Plutarco Elías Calles y Miguel Alemán Valdés crearon las zonas y regiones militares, respectivamente. Alemán, quien inauguró la era de presidentes civiles en México en 1946, creó las regiones militares con el fin de facilitar su interacción con una cúpula más reducida y selecta de generales. Actualmente, el Ejército tiene 12 regiones militares y 46 zonas militares.
Este retraso en la modernización militar trae consigo riesgos importantes. La presión política para obtener mejores resultados en la lucha contra el crimen organizado ha llevado a los militares a desplegarse en las calles como policías sin tener entrenamiento policial, sin marcos jurídicos que respalden la suspensión de garantías, sin reglas adecuadas de combate en zonas urbanas, y sin controles eficientes para evitar abusos contra la población civil. El resultado es un retroceso hacia la época de la guerra sucia, la creación de un nuevo manto de impunidad y el agotamiento de las posibilidades de enmarcar a las fuerzas armadas en un contexto democrático en lugar de uno autoritario.
CONTRALÍNEA 164 / 10 DE ENERO DE 2010