Estados Unidos requiere una “intervención” humanitaria como las que ha promovido en Libia, Siria, Irak, Yemen, Afganistán, Ucrania y ahora en Venezuela: su población padece violaciones graves a los derechos humanos, un bienestar de vida deteriorado, un sistema de salud caro e inequitativo y una educación que no se compara con otras naciones desarrolladas.
La situación estadunidense es altamente preocupante y clasifica a la nación para ser un apto receptor de “ayuda humanitaria” made in USA. Bajo el amparo de la “ayuda humanitaria” y la lucha por la “democracia”, Estados Unidos ha justificado decenas de intervenciones militares y políticas en el mundo durante el siglo XX y XXI. En su más reciente campaña se ha centrado en Venezuela, como parte de una estrategia para menoscabar a gobiernos progresistas de la región.
Con una coordinada manipulación mediática, bloqueo económico y presión diplomática se ha tendido la ofensiva imperialista sobre la nación latinoamericana desde hace más de 1 década. Estados Unidos ha tachado al gobierno venezolano como una “dictadura”, presentándolo como un “Estado fallido” sumido en caos social, con altas tasas de pobreza, desnutrición e inseguridad; argumentando que la causa es el modelo progresista y no factores exógenos como el bloqueo o la desacreditación internacional.
Para Estados Unidos, y gran parte de Occidente, éstos son causales suficientes para justificar una intervención política y diplomática que incluso debería ser militar. Entonces, si éstos son detonantes para la intervención, es momento que Estados Unidos, en defensa de los derechos humanos y la democracia, tome la iniciativa de invadir a su propio país.
La situación estadunidense es altamente preocupante y clasifica a la nación para ser un apto receptor de “ayuda humanitaria” made in USA. Según un informe de Philip Alston, relator especial de la Organización de Naciones Unidas (ONU) sobre la pobreza extrema y los derechos humanos, al cierre de 2018 40 millones de personas vivían en pobreza en Estados Unidos; 18.5 millones, en extrema pobreza; y más de 5 millones, en condiciones de pobreza absoluta.
El país tiene la tasa más alta de pobreza juvenil en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OECD) y la tasa más alta de mortalidad infantil entre Estados comparables de este grupo. No es sorpresa que Alston calificó al país como la sociedad más desigual en el mundo desarrollado.
Como tampoco lo es que a Estados Unidos ya no se le pueda denominar como una nación del “primer mundo”. Según un estudio del Massachussets Institute of Technology (MIT), para la mayoría de sus ciudadanos – aproximadamente 80 por ciento de la población–, Estados Unidos es una nación comparable al “tercer mundo”.
Para llegar a esta conclusión, los economistas aplicaron el modelo de Arthur Lewis, ganador de Premio Nobel de economía (1979), diseñado para comprender qué factores y cómo clasificar a un país en vías de desarrollo.
Según Peter Temin, coautor del estudio, Estados Unidos cumple con este modelo: es una economía dual (brecha incomparable entre una pequeña parte de la población y la gran mayoría) en la que el sector de bajos salarios tiene poca influencia sobre la política pública; un sector de altos ingresos mantiene los salarios bajos en el otro sector para proporcionar mano de obra barata; un control social que se usa para evitar que el sector de bajos salarios impugne las políticas que favorecen al sector de altos ingresos; altas tasas de encarcelamiento; políticas públicas de los sectores más ricos con el objetivo de reducir los impuestos para dicho grupo; y una sociedad donde la movilidad social y económica es baja.
Especialmente cuando uno de los argumentos principales para justificar las agresiones son el supuesto “bienestar” y derechos humanos de los ciudadanos. Nuevamente los estadunidenses deberían ver primero la “viga en su propio ojo”.
Según un análisis trianual del Commonwealth Fund (2017), por sexta ocasión consecutiva, ese país se posiciona como el peor sistema de salud entre 11 naciones desarrolladas. Cuenta con el sistema de atención médica más caro del planeta, con un gasto anual de 3 billones dólares; y presenta mayor disparidad en acceso a salud, basada en ingresos.
Además, la expectativa de vida en Estados Unidos disminuyó por tercer año consecutivo, situándose en 78.1 años. Un decrecimiento porcentual comparable al periodo de 1915 y 1918, en el que dicho país enfrentó una Guerra Mundial y la pandemia de influenza global. En comparación, Cuba, que forma parte de la “Troika de la Tiranía”, según John Bolton (consejero de Seguridad Nacional) tiene un expectativa de vida de 79.74 años a 2018.
Y en educación ni que hablar. De 1990 a 2016, Estados Unidos cayó del sexto lugar al vigésimo séptimo, situándose como uno de los peores sistemas educativos del mundo “desarrollado”. Con un gasto público que se redujo en 3 por ciento entre 2010 y 2014, mientras que en economías desarrolladas la inversión crecía por encima del 25 por ciento.
El escenario incluye un bienestar de vida deteriorado, un sistema de salud caro e inequitativo y una educación que no se compara con otras naciones desarrolladas. Si esto no es suficiente para que el gobierno estadunidense y el resto de Occidente decidan intervenir, entonces las constantes violaciones a los derechos humanos deben ser una causal para movilizar tropas a la frontera e iniciar bloqueos económicos.
Y es que Estados Unidos sistemáticamente ha dirigido o influenciado intervenciones en América Latina y el resto de Sur global. Las operaciones cubiertas, las guerras étnicas y las invasiones militares más recientes son una prueba de la “licencia para matar” que se ha auto-concedido a este país.
Cárceles en donde se violan derechos humanos como Guantánamo y Abu Ghraib son sólo ejemplos de esta realidad. Y figuras como Gina Haspel, quien estuvo directamente involucrada en el programa de tortura del gobierno estadunidense, ha subido a posiciones de poder mundial como directora de la Agencia Central de Inteligencia.
Pero su transgresión más clara es la separación del Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas, órgano internacional encargado en velar que dichas violaciones no sucedan. Una decisión que vino días después de que el alto comisionado para los Derechos Humanos denunciara la práctica de la administración actual de separar forzosamente a niños migrantes de sus padres y encarcelarlos, en lo que sólo pueden llamarse campos de concentración modernos.
A nivel interno se ha reducido la responsabilidad de la policía sobre el uso de fuerza excesiva, especialmente en comunidades negras y latinas. Según un estudio de la Universidad de Boston, la matanza sistemática de hombres negros en Estados Unidos por esta fuerza del orden refleja un racismo estructural subyacente en la sociedad, que también se ve reflejado en un sistema de justicia parcializado en contra de las comunidades negras.
“Si la policía patrullara las áreas blancas como lo hacen en los barrios negros pobres habría una revolución”, comenta Paul Butler, autor de “Chokehold: Policing Black men”, que relata lo que significa ser un hombre negro en Estados Unidos.
Estas violaciones de derechos humanos son la realidad diaria para minorías étnicas y grupos históricamente discriminados. Lo cual está acompañado del fortalecimiento de agrupaciones con tendencia fascista que cuentan con el apoyo directo e indirecto del gobierno central y local en varios estados. Un preocupante escenario para millones de ciudadanos negros, latinos y de otras etnias.
Sin embargo, la falsa “preocupación” por Venezuela, Libia, Siria, Irak, Yemen, Afganistán y Ucrania, sólo en estas últimas 2 décadas, ha guiado invasiones y agresiones en nombre del bienestar y los derechos humanos. Acciones que a su vez llevan escondido intereses ulteriores basados en un indicador en el que Estados Unidos sí es número uno: el gasto militar.
A 2019, este país cuenta con un presupuesto militar superior a los 680 mil millones de dólares, es decir más que los presupuestos sumados de las siete naciones que le siguen en la lista: China, Rusia, Arabia Saudita, India, Francia, Reino Unido y Japón.
Ni siquiera en libertad económica es líder (lugar 12 en el mundo) o en crecimiento del PIB (147 de 224 países), lo cual refleja una realidad: Estados Unidos es un imperio militar, su economía se basa en la guerra y ninguna acción realizada en nombre de la “ayuda humanitaria” tiene coherencia cuando el interés de su gobierno es promover el caos para su beneficio.
Ante esta situación, lo que el mundo está viviendo es la “patada de ahogado” de una superpotencia en declive. Es por ello que con tanto esmero trata de aferrarse del último bastión de influencia que sigue siendo América Latina, ergo su fijación con Venezuela y otras naciones de la región. Ya que si de ayuda real se tratara, es hora de que Estados Unidos seriamente analice intervenir, con la misma intensidad, en su propio país.
Martín Pastor/Telesur
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