Los señuelos para aprobar la reforma financiera –más y mejores créditos para las familias y las empresas– nunca podrán alcanzarse, pues dos de las condiciones requeridas están canceladas con el actual modelo económico neoliberal: la intervención del Estado y la igualdad de circunstancias de los competidores en el mercado. En tanto, la propuesta sí otorgará mayores facultades para presionar y exprimir a los usuarios de una banca usurera, extranjerizada y ajena a los intereses de desarrollo nacional
Al carecer de compromisos definidos, de acciones específicas y de plazos determinados que permitan modificar de fondo la estructura actual del sistema financiero mexicano, y en particular la del sector bancario, la cual ha mostrado su inutilidad para movilizar los capitales requeridos para el crecimiento y desarrollo del país, y cuyo funcionamiento está determinado y controlado por los grandes conglomerados, todos ellos propiedad del capital extranjero, la reforma peñista en la materia está condenada al fracaso. Una vez más, como ha sucedido desde la reprivatización neoliberal de la década de 1980, los propósitos empleados por los peñistas para justificar los enésimos cambios en las leyes financieras, sólo servirán para abultar el catálogo de buenas intenciones.
Más allá de algunas medidas administrativas que se impondrán con la reforma para tratar de mejorar la intermediación financiera (elevar la captación y ampliar los préstamos), como por ejemplo el limitar la compra de bonos del Estado, sancionar a quienes no amplíen la disponibilidad de recursos, o aplicar las cuestionables reglas del Basilea III para asegurar la solidez del sistema (capitales mínimos, reservas), resulta incierto cómo se logrará que la banca otorgue “más créditos, [en] condiciones más favorables en términos de tasas de interés, duración y montos”. Es inciertocómo se “fomentará la inclusión financiera” (término difuso que supone que todas las personas puedan utilizar servicios financieros de calidad, a precios asequibles, dignos para los clientes), se “democratizará el crédito” (más dinero para las pequeñas y medianas empresas) o se ofrecerán “mayores opciones de financiamiento que promuevan la productividad y la competitividad de las empresas en nuestro país”, así como “el crecimiento económico nacional”.
El rosario de buenos deseos queda subordinado a un par de premisas básicas, caras a los economistas neoliberales:
1. Como fieles creyentes del “mercado” y la existencia de “agentes” económicos “racionales”, suponen que con la libre competencia (los ofertantes proporcionan servicios financieros similares y los usuarios toman sus decisiones libremente al disponer de la información necesaria sobre los precios brindados por los 43 bancos privados existentes o cualquier otro intermediario –réditos, comisiones, calidad de los productos–), un marco jurídico adecuado y sin la interferencia del Estado, ahora sí podrán alcanzarse los objetivos que nunca se han alcanzado con la liberalización interna y la apertura financiera externa, ni con la reprivatización y extranjerización del sistema: la mayor oferta de créditos, la asignación eficiente de recursos en la economía, la reducción del costo de los préstamos –tasas de interés y comisiones cobradas– y la mejora en la calidad de los servicios.
2. Bajo la lógica de la teoría económica que sustenta la reforma peñista, la libre competencia implica que los bancos y otros intermediarios contiendan en igualdad de condiciones o que éstas sean similares. Sólo así se generarán los incentivos para que mejoren sus tecnologías, reduzcan sus costos, aumenten su eficiencia y la calidad de sus productos, y disminuyan los precios de sus servicios y las tasas de interés. La sana y justa competencia involucra, además, la existencia del “libre mercado”, es decir, la innecesaria intervención del Estado, salvo en su papel de policía, que atienda los factores que perturben las reglas del libre mercado, conocidos con el simpático nombre de “imperfecciones del mercado”: el abuso en contra de los consumidores o de la posición de dominio (cuando su participación en el mercado le permite actuar como se le pega la gana ante sus competidores y los usuarios), las prácticas restrictivas y desleales, los precios artificialmente bajos, entre otros.
Una “imperfección” incómoda son los monopolios y los oligopolios. Teóricamente, los economistas neoliberales a ultranza son alérgicos a ellos porque afectan al “mercado libre”. Su presteza por desaparecer o privatizar a los públicos es conocida, sin importar que su venta esté impregnada por el tufo de la corrupción, hecho que, sin embargo, no les molesta, porque los funcionarios encargados de ese proceso después reaparecen como gatos de angora de los nuevos dueños (Guillermo Ortiz, Alejandro Valenzuela, Francisco Gil Díaz). También les irritan los “monopolios” sindicales, a los que persiguen y aplastan rabiosamente, como saben los trabajadores del Sindicato Mexicano de Electricistas.
Pero a los monopolios privados los aceptan, a regañadientes, como un “mal necesario”. A la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos le preocupa la concentración existente en el sistema bancario mexicano porque “amenaza con obstaculizar la competencia, que a su vez puede explicar la relativamente baja penetración del crédito” (Estudios económicos de la OCDE, México, mayo de 2013). La crisis mundial de 2007 evidenció las prácticas corruptas de los grupos financieros y bancarios y cómo son peligrosos al momento de violar las regulaciones e imponer con alegre y salvaje impunidad sus normas a los ahorradores y deudores.
En 2010, Guillermo Ortiz, corresponsable de la reprivatización y la extranjerización bancaria zedillista, y ahora empleado del Grupo Financiero Banorte, afirmó que fue un “error”, que no se debió propiciar que 80 por ciento del sistema financiero pasara a manos de capitales foráneos. Agregó que los bancos extranjeros en el país “son un negocio increíblemente rentable” para sus casas matrices quebradas o en serios apuros, pues entre 2003 y 2011 enviaron 20 mil millones de dólares por concepto de dividendos, monto equivalente, en promedio, a tres cuartas partes de las utilidades anuales obtenidas y a lo que se pagó por la compra de los intermediarios. Según Ortiz, si ese capital se hubiera empleado como crédito, éste hubiera equivalido a 28 por ciento del producto interno bruto (PIB) y no al 23 por ciento, su nivel efectivo. Por ello señaló que debería limitarse el pago de dividendos. A ese saqueo legalizado del ahorro mexicano, Alejandro Valenzuela, fámulo de Banorte, en 2013 lo calificó como una vulgar “ordeña”.
La crítica de Ortiz encolerizó al Chicago Boy Francisco Gil Díaz (devoto de Milton Friedman), extitular de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, exsubgobernador del Banco de México y hoy dama de compañía VIP de BBVA-Bancomer. Con un lenguaje nada docto en economía, no escatimó pendencieros adjetivos en contra de Ortiz: lo calificó de “provinciano”, “amnésico”, “miope”, “populista”, “erróneo”.
El capital en el bolsillo es el capital. Y le enfureció que se sugiriera que se lo tocaran. Y Enrique Peña Nieto, Luis Videgaray o Agustín Carstens guardaron silencio. No les preocupan los oligopolios financieros y bancarios, creados con la reprivatización salinista y entregados al capital extranjero por los zedillistas y cuyo costo de su rescate, que pagamos con nuestros impuestos, ascendió a 892.4 mil millones de pesos, 71 mil 198 millones de dólares. No les interesa la ordeña. Sólo quieren que presten más con menores intereses. Que se apiaden de las micro, pequeñas y medianas empresas, que generan el 74 por ciento del empleo, que apenas reciben el 15 por ciento del total de créditos otorgados en el sistema financiero (seis de cada 10), y se ven obligadas a ser víctimas de sus proveedores o apoyadas por amigos o familiares. A cambio, los peñistas les ofrecen rápidos juicios mercantiles para que se apropien de las garantías y recuperen el dinero prestado a quienes queden insolventes.
Sin alterar la concentración bancaria y sin imponer límites a la participación individual en el mercado, quieren que compitan desiguales como iguales, enanos contra gigantes. En una jungla donde cuatro bancos extranjeros, de un total de 44 que integran al sector, concentran el 60 por ciento de las operaciones activas y pasivas del sistema: Citibank-Banamex, 17.5 por ciento, BBVA-Bancomer, 20.1 por ciento, Santander, 13.9 por ciento y HSBC, 8.5 por ciento. Donde cuatro concentran el 79 por ciento de las ganancias: BBVA-Bancomer, el 37.9 por ciento; Citibank-Banamex, el 15.7 por ciento; Santander, el 15 por ciento, y Banorte, el 10.1 por ciento. Donde los extranjeros controlan el 70 por ciento del mercado y los mexicanos el resto (ver gráfica 1).
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Es indudable que la banca ha sido un negocio rentable después del colapso de 1995. Entre 2000 y mayo de 2013, sus resultados acumulados antes del pago de impuestos a la utilidad sumaron 987.9 mil millones de pesos reales, es decir, descontando la inflación. Después del pago de impuestos fueron 775.4 mil millones, 55.4 mil millones en promedio anual. Aumentaron 20 por ciento. Los impuestos ascendieron a 175.1 mil millones, equivalente a 17.1 por ciento de sus resultados acumulados (ver gráfica 2).
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Entre 2001 y 2012 el crédito vigente al sector privado no financiero creció a una media anual de 9 por ciento. Sin embargo, si se considera desde su máximo nivel de 1994, en 2012 éste es menor en 21 por ciento. Respecto del PIB cayó de 28 a 14 por ciento (véase gráfica 3). En el caso del sector agropecuario su caída es de 75 por ciento y pasa del 7 por ciento del total de la cartera al 2.2 por ciento. En el sector industrial la baja es de 52 por ciento y pasa del 29 al 25 por ciento. En comercio y servicios la caída es de 45 por ciento. En el subsector agrícola es 79 por ciento más bajo; en el minero, 32 por ciento, y en las manufacturas, de 52 por ciento.
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El destino del crédito se reorientó a la industria de la construcción, al aumentar en 17 por ciento entre 1994 y 2012, y su participación en los préstamos al sector privado no financiero sube de 8.3 a 12.3 por ciento. A la vivienda media y residencial aumenta en 55 por ciento, y pasa de 8.7 a 17 por ciento. Pero sobre todo a los préstamos al consumo –que subieron 183 por ciento– pasa de 7.5 por ciento a 26.7 por ciento (tarjetas de crédito en 95 por ciento y bienes de consumo duradero en 238 por ciento) y al sector público, en 246 por ciento, y pasa de 4 a 17 por ciento (a estados y municipios en 393 por ciento, a empresas paraestatales en 921 por ciento y al gobierno federal en 31 por ciento).
Esa distorsión en la distribución del crédito se refleja en los altos réditos que cobran a las últimas actividades señaladas, así como a las comisiones cobradas. La tasa de interés implícita nominal de la cartera total pasó de 13.3 a 12 por ciento entre 2001 y mayo de 2013, sin que refleje la menor inflación, la sobrevaluación cambiaria o la reducción de los intereses de referencia del banco central después de la recesión de 2009. La del crédito al consumo aumenta de 26.3 a 34.8 por ciento, y la de las tarjetas de crédito de 28.1 a 27.3 por ciento. Del total de las comisiones y tarifas cobradas, las del consumo representaron 47.7 por ciento en 2007 y 30 por ciento en 2013; las de las tarjetas de crédito, 46.2 por ciento y 27.3 por ciento. Su baja relativa de ésos y otros renglones fue compensado por el de otras comisiones y tarifas cobradas, cuyo peso se elevó de 50 a 62 por ciento.
Eso tiene un nombre: usura
Margen financiero bancario, que es la diferencia entre tasa activa de un crédito y la tasa que se paga a un ahorrador (pasiva), en términos reales, fue de 7 por ciento entre 2001 y mayo de 2013.
En la reforma peñista no se propone abiertamente acabar con los efectos perniciosos de la concentración bancaria y financiera. No se restringirá el nivel de utilidades remitidas por las filiales extranjeras radicadas en México a sus países de origen, medida impuesta, por ejemplo, por Cristina Fernández, presidenta argentina. No se fijarán niveles a las tasas de interés y las comisiones cobradas por el crédito. Tampoco se establecerán medidas para que el dinero se reoriente del consumo y del sector público a las actividades como el sector agropecuario o el manufacturero.
¿Cómo entonces se aspirará a que el crédito bancario tienda a elevarse hacia el 50 por ciento del PIB tal y como registran algunos países latinoamericanos, nivel señalado por Fernando Aportela, subsecretario de Hacienda y Crédito Público? ¿Cómo se tenderá a acercarse a esa proporción requerida para ampliar el financiamiento interno y que el crecimiento supere su mediocre tasa de crecimiento de poco más de 2 por ciento registrada entre 1983-2012?
Semiestancamiento y alto nivel de desempleo (abiertos y los que dejaron de buscar un empleo) serán las características del priísmo recobrado, en su versión peñista.
*Economista
Fuente: Contralínea 346 / agosto 2013