Resurge el cine latinoamericano para contar la pobreza, las revoluciones, los desplazamientos forzados y los conflictos armados. Pero también, para narrar las vicisitudes diarias de quienes viven, se enamoran y mueren. El arte cinematográfico de los países de América Latina, a pesar del bajo presupuesto, logra reflejar identidades nacionales y regionales mediante historias de desazón y esperanza
Panamá, Panamá. Con bajo presupuesto, actores no profesionales, dificultades de promoción y distribución, pero con historias únicas y con una narrativa fresca y creativa, los cineastas iberoamericanos están revitalizando el arte cinematográfico y encontrando nuevas formas de ver la violencia, la pobreza y la desazón que impera en muchos países de América Latina.
Éste es el tenor de algunas películas latinoamericanas elegidas para el Festival Internacional de Cine de Panamá que congregó a miles de espectadores, del 26 de abril al 2 de mayo, en torno de 50 filmes que retratan de una u otra manera las tribulaciones contemporáneas de hombres y mujeres que despliegan sus aspiraciones, pasiones, temores y esperanzas en medio de recesiones económicas, desempleo, pobreza, revoluciones, conflictos armados, desplazamientos forzados, guerrillas y narcotraficantes.
Algunos cineastas eligen los puntos de vista más inesperados. Carlos César Arvelaez, colombiano y director del filme Los colores de la montaña, prefirió ver la violencia a través de los ojos de un niño.
En su ópera prima, Arvelaez narra la historia de Manuel y su afán para recuperar un balón de futbol que le habían regalado sus padres el día de su cumpleaños. Manuel y sus amigos de la primaria lo perdieron en el campo minado que circunda a su pueblo, asolado por los paramilitares dispuestos a castigar el apoyo de algunos campesinos a las guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.
Arvelaez trata de contar el mundo desde la visión de Manuel y apenas deja en un segundo plano a la guerrilla y los paramilitares que casi no aparecen en escena. Ese mundo de Manuel, dominado por el balón perdido y la sonrisa de una compañerita de clase que le regaló un lápiz, es lo que lo salva de presenciar directamente las masacres que están ocurriendo en el pueblo. Lo único que puede ver Manuel son las huellas de la violencia y a sus víctimas, pero nunca a los victimarios.
“Creo que el cine latinoamericano está contando la realidad desde el punto de vista más intimista; creo que está explotando un poco más los personajes”, dice Arvelaez. “Yo me he centrado en el punto de vista de un niño y esto me ha permitido hacer una película más sicológica que le llega más al público, porque está más cerca del sentimiento y menos de la razón”.
Arvelaez admite que él no explica el conflicto armado colombiano, pero asegura que “eso no le importa a la gente. Meto a todos los grupos armados en el mismo saco, pero eso no les importa”.
El director colombiano detalla que su fuente principal es el cine iraní, que está lleno de historias de niños.
“Una cosa muy hermosa que [el cine iraní] ha explorado es la importancia de los objetos, por ejemplo en Los niños del cielo todo el drama está hecho a través de unos zapatos, o a través de un globo blanco, o de unos peces y aquí yo lo he hecho a través de un balón, que es el objeto, que es la metáfora que junta toda la trama de la película.”
Con excepción de un puerco que sale volando por la explosión de una mina y el cadáver de un campesino acusado por los paramilitares de ser simpatizante de la guerrilla, la violencia no aparece en forma directa en la película de Arvelaez.
“La gente no quiere ver más este tipo de películas”, dice el director en referencia a los filmes que han retratado la violencia del sicariato en Colombia y a las producciones hollywoodenses sobre los narcotraficantes colombianos: “Es raro que haya una película sobre desplazados, quizá dos o tres, y eso está raro porque estamos hablando de una tragedia de 4 millones o 5 millones de personas en Colombia”.
En la construcción de una identidad
Otros cineastas se alejan de la ficción para contar la realidad latinoamericana a través del cine documental. La panameña Pituka Ortega Heilbron eligió una historia de boxeo para haablar sobre el espíritu de lucha de sus connacionales.
En un documental, Ortega mezcla la crónica histórica con la narración biográfica al contar la historia del boxeador panameño Roberto Durán, el Manos de Piedra, como una representación del pundonor de una sociedad que luchó para sacudirse tanto al gobierno militar como a la presencia de las tropas estadunidenses en el Canal de Panamá.
“Él [Manos de Piedra] se convierte en los puños nuestros”, dice Ortega en una entrevista en el Teatro Nacional de Panamá. “Durán era la persona que se enfrentaba a todo; su irreverencia, su valentía, era algo que admirábamos mucho; era la persona que se le podía enfrentar a cualquier cosa sin temor, inclusive a un icono estadunidense como Sugar Ray Leonard; era muy representativo: Él [Sugar] era Estados Unidos y Durán era Panamá o América Latina.”
Al mezclar secuencias de la vida del campeón mundial con las imágenes históricas de la recuperación del Canal de Panamá, Pituka Ortega busca retratar a una sociedad panameña que intenta levantarse de los problemas de corrupción, pobreza y violencia que la han perseguido por décadas.
“Yo pensé que era muy personal el documental, pero cuando en Panamá lo ven, en América central lo ven, en América Latina lo ven, responden inmediatamente –dice Ortega–; obviamente hay una corriente ahí debajo de nosotros que tenía esos sentimientos en ese entonces. Pienso que era otro Panamá, era un Panamá que estaba buscando una identidad en ese momento y él [Durán] era Panamá.”
La nota de humor en el festival fue puesta por Sebastián Borensztein, un cineasta argentino educado en El Salvador que narra la amargura de Roberto, un ferretero de Buenos Aires cuyo padre murió cuando vio la fotografía de su hijo detenido por la armada británica durante la guerra de Las Malvinas.
La vida de Roberto cambia radicalmente cuando conoce a Jun, un joven chino indocumentado recién llegado a Buenos Aires que sólo habla mandarín. Jun anda desolado en Argentina buscando a su único familiar, después de que su novia muriera aplastada por una vaca que literalmente cayó desde el avión de una banda de robavacas chinos.
Pero quizá el más ingenioso y divertido de los cineastas latinoamericanos que se presentó en el Festival de Cine de Panamá fue otro director argentino, Alejandro Brugués, autor del filme Juan de los muertos: una deconstrucción fársica de la Cuba de hoy, sobreviviente de Angola, de Playa Girón, del Periodo Especial “y de esa cosa que siguió después”, como dice Juan, el exterminador de zombies. Juan y su amigo Lázaro comienzan a sobrevivir con un pequeño negocio de matar zombies a pedido en una Habana que ha sido invadida por muertos vivientes.
Burgués se divierte haciendo que el personaje de Juan diga que los zombies no son disidentes anticastristas, sino algo más peligroso e incontrolable. En su filme, quizá inspirado en El águila descalza del director mexicano Alfonso Arau, Brugués crea a Juan de los Muertos, un superhéroe latinoamericano sobreviviente de la guerra en Angola que puede luchar solo contra miles de zombies como Neo lo hacía contra los controladores de The Matrix.
El cineasta español Fernando Trueba, director de la película Chico y Rita, por ejemplo, eligió la narrativa única del dibujo animado y digital para contar la diáspora cultural cubana y el impacto de los músicos cubanos en el jazz latino a través de la historia de amor de dos músicos, Rita la cantante y Chico el pianista, separados 47 años por la Revolución Cubana y el bloqueo económico estadunidense.
Rita y Chico se enamoran en la Cuba prerrevolucionaria pero terminan separados, primero por la ambición de ella por conquistar Nueva York, los celos de un amante y luego por el triunfo de la Revolución Cubana que sorprendió a Chico deportado a Cuba y lo ancló ahí por casi cinco décadas. Además de perder a Rita, Chico perdió la posibilidad de tocar su pasión, el jazz latino, pues los comités de la revolución la consideraban como la música del enemigo imperialista. Chico vende su piano para sobrevivir y se vuelve aseador de calzado, así va envejeciéndose y pensando en la Rita que no volvió a ver más.
Al hacer esta película, Trueba se enfrentó a lo que la mayoría del cine de arte está viviendo ahora mismo: la carencia de presupuesto. La producción de Chico y Rita, dice Trueba, costó 10 mil millones de dólares, algo muy bajo para el presupuesto de las películas animadas de Estados Unidos, pero muy alto para las condiciones de España.
“No sé si fue exagerado, pero el periódico El Mundo sacó el titular de que el cine español había muerto”, dice Trueba. “Yo creo que lo que tenemos que hacer es unirnos todos los países latinoamericanos e ibéricos para crear un espacio, que lo tenemos en la literatura, lo tenemos en la música, en nuestra cultura, lo tenemos a nivel humano, y crearlo también en el cine”.